A Lidia Señarís le falta el mar. En sus versos se nota, se canta, se trasunta la ausencia del mar. Dicho así, el mar parece una noción, un ente abstracto. Cabría pensar que le falta cualquier mar, lo mismo el de la China que el Báltico. Y no. Le falta el Caribe. O, más precisamente, esa porción del Caribe que lame y cincela al archipiélago cubano.
María Zambrano, la filósofa española, detectó que, más que en el mar, Cuba parece posada en la luz. Y es que de este lado del mundo la intensa luz lo cuece todo. El ser caribe debe aprender a navegar la luz antes de echarse al mar. Los vientos alisios nos abrazan y nos abrasan, y los terrales entregan nuestro destino andariego de isleños a las corrientes que se arremolinan, se impulsan y nos arrastran —¿como los “vientos de la historia”?— hasta depositarnos en playas desconocidas y lejanas. A Lidia Señarís le falta el mar que es una prolongación de la luz, que se amalgama como un todo con el fulgor difícil de esta tierra.
Nacida en La Habana en 1966, nieta de asturianos y gallegos, un día de inicios del 2001 Lidia fue a dar al Cantábrico. Allí, en España, empezó su segundo nacimiento, se hizo pública su devoción por la poesía, halló el amor y un modo de ganar honradamente el sustento. Es periodista, escritora, editora y diseñadora gráfica. Se graduó, con título de oro, en la Facultad de Periodismo (hoy de Comunicación) de la Universidad de La Habana, en julio de 1989. Ha ejercido su oficio de comunicadora en Cuba, México, Estados Unidos, Chile y España. Y en 2001 recibió el Premio Internacional de Poesía Julio Tovar.
Dejemos que ella misma se cuente.
¿Cuándo y en qué condiciones sales de Cuba para instalarte en España? ¿Habías viajado antes al exterior de la isla?
Radicarme en España fue un vodevil que requirió (como todo acto de emigración) ciertas dosis de valentía y sentido del humor. Si te cuento los detalles, no pasamos de esta primera pregunta. Aunque tenía familia paterna asturiana e incluso unas tías cubanas instaladas en Asturias, en aquellos meses finales del año 2000 solo me ayudaron a preparar ese salto dos personas: un amigo de la adolescencia, de la época de la Vocacional Lenin, que hacía un Doctorado en Derecho en Madrid, y un abogado madrileño radicado en Asturias, entonces prácticamente un desconocido para mí, pero que dos años después se convertiría en mi esposo y hasta hoy me acompaña en mis andanzas vitales.
En 1994 yo había impartido un curso a periodistas en Chihuahua, en el norte de México; había representado a la Facultad de Comunicación en un intercambio con su homóloga de la Universidad de Carolina del Norte, como parte de un pequeño equipo de periodistas, elegidos por una comisión de académicos estadounidenses que visitaron La Habana y nos entrevistaron. Esa aventura me llevó en 1995 a Carolina del Norte, Washington y Miami. Y también había sido corresponsal de Prensa Latina en Santiago de Chile entre 1997 y 1999. Y siempre había regresado a Cuba.
Tenía el tonto escrúpulo de irme por mis propios medios, sin aprovechar ningún “viaje oficial”, y también un desmedido sentido de lealtad hacia mi compañero de entonces, quien no quería vivir fuera de Cuba. Pero a mediados del 2000 mi relación estaba rota (aunque por motivos familiares y sociales muy peculiares mantuvimos cierta pantomima unos meses). Así que sobre mi instalación en España hace veintitrés años solo te diré esto: no recibí ni un dólar, ni el más mínimo apoyo, de ninguna institución; no violé ninguna ley y no estuve ni un minuto ilegal. Eso sí, fue tan difícil salir de Cuba, implicó tantas cuotas de ingenio y fingimiento, e incluso un tenso interrogatorio por una oficial de Inmigración para acceder al pasaporte (algo típico en aquella época, pero más para los periodistas) y otro no menos intimidante en la embajada española, para la visa; tantas colas interminables, dramas ridículos, trámites y permisos absurdos, que el 8 de marzo de 2001, al fin en el avión, juré (a las nubes, porque soy atea) que ―pasara lo que pasara― jamás volvería a poner un pie en la isla. Y hasta hoy lo he cumplido.
Comprendo que eres de ascendencia asturiana. ¿Fuiste a vivir a Asturias los primeros años? ¿Cómo fue el tránsito a la inserción plena (si es que ésta se ha producido) en la cultura y la vida española?
Soy de ascendencia asturiana y gallega por la rama paterna, y mi abuelo materno (a quien no conocí) venía de familia canaria. Durante mis primeros años de vida, mientras mis padres construían “el hombre nuevo” y “el futuro luminoso”, prácticamente me crió mi abuela asturiana. Cuando tenía 4 años, mis padres se divorciaron y entonces cogió el relevo mi abuela Lidia, nacida en Cuba, aunque también de ascendencia española.
Pero en Asturias aterricé por peregrina casualidad. Y allí viví quince años. Asturias es belleza, humanidad, montañas al pie de un gélido mar, también muchísima lluvia. Y el sitio del mundo en el que me he sentido más profundamente libre y feliz. Por motivos profesionales y familiares, desde 2017 vivo en Madrid, también con alegría, porque no hay tesoro mayor que el presente.
Me he insertado casi plenamente en la vida española, digo “casi” porque cuando alguien emigra, termina no reconociéndose del todo en ningún sitio, ni siquiera en el que dejó. Insertarse en otra cultura (aun en una tan cercana a la cubana como la española) no es tarea fácil. Al menos en mi experiencia (seguramente habrá muchas y diversas), en España no existe una red de apoyos entre cubanos como la de Miami, por ejemplo. El mercado laboral español es doblemente duro (por los profesionales nacidos en la península y porque llega lo mejor de Latinoamérica) y, con sus lógicas excepciones, la meritocracia en España es una canción de cuna. Importa mucho de dónde partes en la carrera, tu familia, tus conexiones, hasta tu código postal (de barrio pijo o humilde) y funciona bastante el enchufe (la palanca cubana de toda la vida). Aunque, eso sí, como el Estado no lo controla todo, las oportunidades laborales están más diversificadas.
En Asturias empecé de cero, sin ningún enchufe ni apoyo profesional y en una comunidad pequeña, con escasa oferta laboral en Letras y Humanidades. Aproveché esas mínimas ventanas de oportunidad que a veces se abren (por lo general para encargos poco golosos o difíciles).
Mi primer contrato fue para redactar una guía sobre mantenimiento industrial en el sector metalúrgico. Respondí a un anuncio de periódico, y tuve que coger en total tres autobuses desde el pueblo perdido donde vivía hasta la ciudad industrial de Avilés. Me entrevistó el dueño de la empresa encargada del proyecto. Vio mi CV, leyó algunos de mis artículos de divulgación científica, conversamos y me contrató, por obra y servicio, es decir, solamente para ese proyecto (de unos tres o cuatro meses de duración). Sus clientes finales quedaron muy contentos con aquel tocho de 500 páginas que se distribuyó en todas las empresas del metal (un sector con mucha presencia y fuerza en Asturias).
Este empresario me propuso que hiciera los tres cursos de Máster en Prevención de Riesgos Laborales (Seguridad, Higiene Industrial y Ergonomía y Psicosociología) que su empresa impartía, porque tenían demanda de folletos y libros pedagógicos sobre esos temas, pero ―además de saber escribir― se precisaba una formación específica y profunda. Eran jornadas de cinco horas de clase seguidas, los viernes de 4 a 9 p.m. y los sábados de 9 a.m. a 2 p.m. La necesidad hace parir jimaguas: fui la tercera mejor nota de un máster con alto contenido técnico, en un grupo sobre todo de ingenieros.
Cuando iba a empezar a redactar los libros de texto sobre riesgos laborales, el empresario me dice que en realidad necesitaba que además los diseñara y maquetara, que entregara todo listo para imprenta, porque contratar a un diseñador aparte (como había hecho con la guía de mantenimiento) encarecía el proyecto. “¿Sabes algo de diseño gráfico editorial? ¿Has trabajado con Quark X Press?”, me preguntó. “¿Cuándo hay que entregar el primer libro?”, pregunté yo. “En poco más de un mes. ¿Cuento contigo?”. “Por supuesto”, dije, con una seguridad que estaba lejos de sentir. Me fui a una librería, compré un Manual sobre Quark X Press, conseguí una versión de prueba del programa y me puse a cacharrear.
Para resumir: llegué a trabajar a tiempo completo en esa empresa, llamada Pragma Social, como su jefa de Comunicación y Publicaciones, con un salario estable y bastante elevado. Pero la alegría dura poco en casa del pobre. Año y medio después una gran empresa catalana adquirió y engulló Pragma y únicamente quiso quedarse con los ingenieros. ¡Y a la calle!
Entonces, hice de la necesidad, virtud: me convertí en profesional autónoma (freelance) y fundé mi propia y diminuta agencia de comunicación, centrada sobre todo en publicaciones empresariales, científicas y tecnológicas. Me fui a Barcelona, a hablar con los directivos de esa gran empresa catalana, que impartía formación en toda España. Les propuse una colección de libros y folletos y tuvimos una fructífera relación de trabajo, pero desde mi agencia, LScomunicación, como autónoma.
Fue una gran experiencia, mientras duró. Porque al cabo de un par de años, incluso esa gran empresa tuvo dificultades económicas. Para entonces, yo había diversificado mi cartera de clientes, hacíamos productos editoriales y consultorías de Comunicación para la Federación Asturiana de Empresarios (FADE), organizábamos cursos de habilidades de comunicación para mandos y trabajadores de toda Asturias y muchos otros proyectos (algunos los inventamos y creamos desde cero, otros nos los propusieron).
Nada dura mucho en un mercado cambiante, incierto, en ocasiones injusto y frívolo, y muchas veces no tiene nada que ver con tu talento, esfuerzo o capacidad de superación, sino con factores ajenos a tu control. No pasa nada. Apenas hay tiempo para el llanto, hay que reinventarse y seguir adelante.
Periodista avispada como eres, debes saber que el himno de Asturias, patria querida, lo compuso ese fabuloso sonero que fue Ignacio Piñeiro (“Échale salsita”, “Suavecito”…). ¿Qué sentimientos te provoca esto?
Investigaciones de folcloristas de renombre avalan ese antecedente, aunque la letra actual del himno (publicada en el Boletín Oficial, el BOPA) sólo tiene una frase en común con la creación de Piñeiro. Y el origen de la melodía proviene de antiguos cantos de los mineros, incluso hay quien asegura que mineros polacos (de Silesia) la trajeron a las minas astures.
En cualquier caso, pensar en todo eso refuerza mi idea de que la migración es un fenómeno no sólo positivo sino también necesario. Los pueblos se nutren unos de otros y, al fin y al cabo, el lugar de nacimiento de una persona es simplemente fruto del caprichoso azar. En Asturias lo saben, porque su gente, junto con los gallegos, estuvieron hasta hace menos de un siglo entre los mayores emigrantes de la península ibérica. El diálogo, el encuentro, la diversidad, la mezcla siempre enriquecen y suman.
En esos años iniciales de éxodo, si pensabas en La Habana, ¿qué imágenes acudían a tu mente? ¿Tienes un vínculo entrañable con algún rincón de la ciudad? ¿Piensas en La Habana de tu juventud y acuden olores y sabores nostálgicos?
Desde el principio tuve claro que, si quería insertarme, reconstruirme una vida desde cero a mis 34 años (edad a la que emigré), no podía vivir con un pie en la isla y otro en la península ibérica. Cuando me venía La Habana a la cabeza, o cuando soñaba con ella, escribía un poema, lo guardaba en un cajón, lloraba cinco minutos y seguía en la luchita, en el aquí y el ahora. Regodearse en la nostalgia es un ejercicio doloroso y estéril.
Soy bastante sentimental, más intuitiva que lógica, más emocional que práctica. Sin embargo, frente a la nostalgia he tenido una disciplina increíble. Aferrarte a la nostalgia te impide crecer. Mi padre, que terminó sus días en Miami, solía burlarse de sus orígenes españoles. Me decía: “¡Esos gallegos comen manta, comen pulpo!”. Y yo le respondía: “Pues son dos auténticos manjares y te los estás perdiendo, por aferrarte al arroz con frijoles y la carne de puerco”. Recuerdo que en Oviedo mis tías paternas, que terminaron cambiando también Asturias por Miami y todavía viven allí, se quejaban de que en España el cerdo no sabía tan rico como en Cuba…, ¡cuando el cerdo ibérico es internacionalmente reconocido y venerado!
Tengo que ser franca: yo me lancé de cabeza a descubrir los pescados y mariscos del Cantábrico, de los mejores del mundo, porque provienen de aguas frías; la increíble huerta asturiana; la sidra natural, que se escancia en el momento y luego, los manjares de toda España: el cocido madrileño; el cocido maragato (de León); las frituras, el rabo de toro y otras delicias andaluzas; el bacalao al pilpil vasco; el cordero lechal y el cochinillo castellanos, ¡las croquetas madrileñas de mi suegra!, en fin, una lista interminable.
Y con los paisajes, lo mismo. Mi paisaje preferido es aquel donde pueda ganarme la vida, pensar, aprender, comprarme un libro, vivir sin apenas permisos ni explicaciones, entrar y salir sin culpas, sin mentalidades totalitarias de ningún bando, con el dedito alzado, intentando decirme cómo debo respirar. Y, sobre todo, donde esté mi marido, mi compañero durante los últimos veintidós años. En este mundo de pasaportes y fronteras, mi territorio preferido son sus labios, su lucidez, su cultura, su sentido del humor y (todo hay que decirlo) su sazón de brillante chef aficionado.
Abrirse a otros paisajes ayuda a liberarse de la nostalgia. Me encanta viajar. Conozco España entera, al menos todas las capitales de provincias, y muchísimas ciudades y pueblos pequeños, con su desfile de arte y patrimonio, de castillos, fortalezas y lugares de huellas antiquísimas (algunas incluso prehistóricas, como las Cuevas de Altamira). Y en estos años he viajado intensamente por Europa: París, Londres, Berlín, Múnich, Salzburgo, Praga, Lisboa, Oporto, casi toda Francia, país que me gusta especialmente, además de por Norteamérica y otras latitudes.
De cualquier modo, como tan hermosamente lo resumió Dulce María Loynaz en una conferencia sobre la Avellaneda: “La tierra se lleva a veces sin saber y sin querer, como un ala dormida o como una cruz de nacimiento…”. Y por supuesto que acuden, traicioneros, cuando menos te lo esperas, olores y sabores, sobre todo de la infancia, como la sazón de mi abuelo Orlando, quien murió antes de mi partida de la isla. O mi calle 48, en una parte nada señorial del habanero municipio Playa. Pero, esencialmente, de Cuba extraño a mis amigos, aunque la mayoría están dispersos por el mundo. Y recuerdo con cariño aquellos magníficos festivales de cine, el movimiento teatral, plástico, el ballet, en fin, la vida cultural de los 80 y los 90.
De lo aprendido en la entonces Facultad de Periodismo habanera, ¿cuáles enseñanzas consideras fundamentales al punto de que aún forman parte de tus prácticas profesionales y de tu modo de situarte dentro de la profesión?
Tuve profesores excelentes, como Hugo Rius Blein, Wilfredo Cancio Isla, Daniel Chavarría, Miriam Rodríguez Betancourt, Nidia (Puchi) Fajardo, Rafael Rivera. Recuerdo con especial gratitud a Maritín González Borges, cuyo cariño y comprensión le impidió meter más aún la pata a la flaca impulsiva y guerrera que yo era. También recibí una formación rigurosa en Gramática Española.
En esencia, me enseñaron una ética, un rigor, y también el concepto del periodista como narrador, nunca como protagonista de la noticia (mucho de lo que hoy pasa por Periodismo es realmente un penoso ejercicio de egolatría “tiktokera”). Otra cosa es que en Cuba resultara prácticamente imposible hacer periodismo; ahí no voy a entrar porque necesitaríamos diez entrevistas y es algo ya muy dicho.
Pero, curiosamente, en esta época tan tecnológica, de inteligencia artificial…, ¿sabes qué me ha sido tremendamente útil? La Taquigrafía Pitman que me enseñó el carismático José Antonio de la Osa en la Universidad de La Habana. He salvado más de una entrevista y una cobertura en España gracias a ella.
Según noticias, tu relación con la poesía comienza en la niñez, por influencia de una de tus abuelas. Sin embargo, no recuerdo que en Cuba te hayas dado a conocer como poeta. ¿Por qué? ¿Tuviste alguna relación con los talleres literarios?
Escribo desde niña. Hace algún tiempo el talentoso pintor Glexis Novoa, amigo de mis años juveniles, me contó que en un viaje a la isla encontró en su casa una libreta llena de poemas manuscritos míos. Y un cineasta cubano residente en Estados Unidos, amigo de la época universitaria, también me recordó otro cuaderno parecido. Pero siempre fui un electrón suelto. Nunca asistí a talleres literarios. Publiqué algo durante la época universitaria en algunas revistas. Y recuerdo haberles dado la tabarra con algunos poemas a mi profe Daniel Chavarría, quien los leyó con una seriedad increíble y me alentó muchísimo, y también a los poetas Manuel Vázquez Portal y a Raúl Rivero en el salón de té con ron (o más bien, ron con té) de la UPEC.
En 2001 gané en España el Premio Internacional Julio Tovar, que convocan en Tenerife, con mi cuaderno Sin isla. Fue una sorpresa y un pequeño orgullo, sobre todo porque ese premio lo habían ganado en épocas diferentes dos poetas cubanos que yo admiro “hasta el infinito y más allá”: José Kozer (en 1974) y Ramón Fernández Larrea (en 1997).
Un amigo común me dijo que recientemente pasaste por un proceso de enfermedad riesgoso. ¿La publicación de Una calle sin mar (2022) la decidió ese haber vislumbrado “la pared de enfrente de la vida”?
En realidad, la decidió un par de cervezas y una bandeja de gambas y langostinos compartidos con Amir Valle, escritor, editor, ex compañero de aula universitaria y gran amigo, durante unas vacaciones en el Mediterráneo español. Por supuesto, Ilíada es una editorial seria, tiene su comité de lectura y admisión, mis poemas habían pasado ese filtro, pero no me decidía a publicarlos, así que Amir me convenció durante aquel verano frente al mar. Y resultó que el libro llegó a mis manos en la última semana de 2021, prácticamente el mismo día en que me enfrenté a un diagnóstico de esos que meten miedo y que me llevó al quirófano a inicios de 2022. Hoy estoy perfectamente recuperada (cruzo los dedos), pero fue bastante duro.
Me ilusionó aparecer en el catálogo de la excelente editorial Ilíada, que dirige Amir Valle, y que él insistiera en ser mi editor. Y el libro me distrajo del horizonte inmediato de la muerte (dicho así suena tragicómico, pero en ese momento parecía muy real).
Sin embargo, para mí, la poesía es más bien una compañera íntima. No tengo especial necesidad de publicar. Ahora mismo tengo dos libros de sonetos guardados en una gaveta y no sé cuántos poemas perdidos en papeles sueltos y libretas de viaje. Prefiero las mínimas tertulias con tres o cuatro amigos, ni siquiera los grandes recitales. De hecho, desde aquel premio de 2001 no me he presentado a ninguno de los numerosos concursos que se convocan en España. Entre otras cosas, porque he estado muy ocupada levantando de la nada mi pequeña empresa y ganándome la vida, que en el caso de un emigrante cubano equivale a contribuir (como mínimo) con dos familias, la que formó en el lugar donde vive y la de origen, en la isla. Y, en mi tiempo libre, prefiero leer y viajar.
¿Qué es Andalupaz? ¿Cuál es su línea editorial? ¿La vinculación con la temática del terrorismo cómo ha cambiado tu percepción del mundo? ¿Ha menguado tu optimismo congénito?
Andalupaz es una revista semestral de 56 páginas, a cuatricromía, de la Asociación Andaluza Víctimas del Terrorismo (AAVT), que creé para esta ONG de más de dos mil asociados en el año 2006 y he editado desde entonces.
Tiene dos versiones: una impresa, que se distribuye no solo a los asociados sino además a ministerios, consejerías, centros de investigación y universidades en España y a algunos organismos internacionales, y otra digital, disponible vía web. Ha contado durante dieciocho años con el apoyo del Ministerio del Interior de España, de la Junta de Andalucía y del Gobierno Vasco. Su línea editorial se centra en la defensa de los derechos humanos y en la deslegitimación social del terrorismo, en todas sus manifestaciones.
El terrorismo, un fenómeno tremendamente complejo, expone la mayor fealdad del mundo y del ser humano. Y la crueldad estéril de “ismos” como el nacionalismo, el extremismo, el fanatismo. Investigarlo, estudiarlo, buscar recursos comunicativos para deslegitimarlo, conocer a fondo a sus víctimas, me ha hecho poner los pies en la tierra y me ha mantenido a salvo de la frivolidad y la tontería de un planeta en el que las palomas de París están mejor alimentadas que la mayoría de los niños del antaño llamado Tercer Mundo.
Pero no me ha curado el optimismo, al contrario. He visto, de primera mano, cómo la vida ―de modos a veces increíbles― se abre paso a través de la muerte y la destrucción.
¿Cómo te la buscas? ¿Trabaja solamente en áreas relacionadas con tu perfil profesional? ¿Nunca tuviste que realizar labores remuneradas por otro tipo de ocupaciones?
Trabajo, por lo general, entre nueve y diez horas diarias. La comunicación, la escritura y la edición son los núcleos de mi labor; en los márgenes (amplios y flexibles) de ese núcleo he hecho de todo: desde “repasar” (como decíamos en Cuba) a niños y adolescentes Español y Literatura (al principio, en aquel recóndito pueblo asturiano), hasta redactar y editar todo tipo de textos; diseñar y maquetar folletos, libros y revistas; crear publicaciones, campañas de publicidad, marketing y comunicación, guiones multimedia; meterme en el mundo de los Social Media y las redes, en la comunicación corporativa, las relaciones públicas, la consultoría en Comunicación; zambullirme en universos técnicos e industriales complejos o impartir talleres de habilidades de comunicación e incluso de relajación y de psicología de la comunicación. No hay nada que no me haya atrevido a contar. Ni encargo de trabajo al que haya dicho que no. Si no sé algo, lo aprendo, o me asocio con alguien que sí lo sepa y nos repartimos de un modo justo el presupuesto disponible, según el aporte de cada uno. Tengo amigos y colegas, también autónomos, con quienes colaboro en proyectos de diverso tipo.
En los últimos siete años he hecho también, de manera estable, corrección de estilo y revisión, e incluso alguna que otra traducción, para la prestigiosa editorial española Anaya, siempre en libros de “no ficción” (desde fotografía y arte, hasta informática, programación, tecnología, negocios y empresa, ingeniería, medicina y muchos otros), siempre como colaboradora externa, freelance. Es una de mis tareas preferidas: ver nacer un libro y contribuir ―discretamente, detrás del telón― a que el texto y el autor alcancen el mayor nivel posible y comuniquen su mensaje. Se aprende mucho y, si curras duro, pero sin prepotencia ni ánimo de dictar cátedra, también se hacen muchos amigos entre los autores.
En abril pretendo pasar una semana en Madrid. ¿Qué quisieras que te alcanzara de La Habana? ¿Algo de mar, quizá?
Has dado exactamente en el clavo. Pero como el mar es difícil de embotellar, me conformaría con una concha de una playa cubana. ¡Hala, ya me pilló la nostalgia de la que tanto he despotricado antes!
Un poeta
Un poeta entra en la muerte
sin un verso de aviso
Habitábamos la isla de las estampidas
Él, la isla
Yo, la estampida
No cruzamos jamás ni medio verbo,
ni un elogio pálido, ni el bálsamo de un libro
Pero otro pedazo de esa isla errante
se me acaba de romper con esta muerte.
Bajo las escaleras
acaricio al canela labrador de mi vecina
hay sol
es Madrid
Imposible predecir por cuánto tiempo.
El sueño de la razón
El sueño de la razón
produce monstruos;
no lo supimos por internet sino por Goya,
por sus lienzos colgados de los siglos,
irónicamente lúcidos,
desgarrados,
exactamente como nosotros
en esa estación sin equipajes
un poco más allá de la utopía.
En esa estación ausente de certezas
volvíamos a ser la isla a la deriva,
el naufragio
de dónde está mi tabla
y sálvese el que pueda.
Los creadores del amanecer
eran ya sepultureros a la noche,
ebrios de tener la razón a toda costa,
y no cualquier razón,
sino la razón única.
Y así, de repente,
sin que lo registrase ningún censo,
teníamos demografía de monstruos para repartir.
Según nos prometieron,
el porvenir sería luminoso.
Entonces desfilamos
con el orgullo del deber cumplido
(así se decía entonces).
También desfilaron los años con sus décadas.
La vida se nos fue llenando de pasados.
Y el día llegó en que murmuramos,
avergonzados de nuestra debilidad
de hueso y carne,
con los herejes dientes apretados,
la pregunta inevitable.
No puede ser traidora una pregunta simple,
o dos, incluso.
Indagar, por ejemplo,
como si se tratara de una casa o de un cine:
―¿Dónde está el porvenir?
―¿Alguien sabe por fin dónde quedaba?
A solas con Julián del Casal
Mientras se arrastran otros por el fango
Para extraer un átomo de oro
Del fondo pestilente de un pantano…
Julián del Casal.
Julián del Casal decide visitarme
con un paraguas de versos en las manos.
Y yo, honrada y veloz, lo invito al Prado
(al castizo retiro de Velázquez,
no al tropical de los leones
que se tragaron voraces los cañones,
o acaso viceversa).
A la luz de la 029
las tres Gracias de Rubens
exhiben sin pudor su celulitis
bailando en la fertilidad de la abundancia.
—Siento que el corazón sube a mis labios
(me confiesa Casal en un susurro).
—Se ve que no has leído las páginas de Vogue
(digo al punto).
Pero el bardo, ajeno a bulimias y anorexias,
ensimismado persiste en su elocuencia:
—Esos intensos colores me devuelven
el verdor de los campos olorosos
y de los ríos caudalosos el rumor…
—¿De qué hablas, Casal?
(exasperada riposto).
—¡Pues de la campiña de la Patria nuestra!
—¿Pero qué Patria? ¿Qué campiña?
(al modernista interpelo).
—¿Es que acaso olvidasteis al romántico Heredia?:
“Cuba, Cuba, que vida me diste / Dulce tierra de luz y hermosura”
(atruena él con ojos volcánicos, ya a un tris de revivir el aneurisma).
Pero callar no puedo:
—A pesar de cisnes y dorados,
fue tu verso el que acertó en la profecía:
Polvo y moscas, poeta, Polvo y moscas.
Un día de febrero
Veinte años después
aún existe
un día exacto de febrero
brevemente detenido en el clamor de las urgencias
para agradecerle
a dioses, trasgus y el resto de la fauna
el simple hecho de tu presencia
en los inciertos túneles del mundo.
Tantos días ya, tantos y tan pocos
que en su confusión se pierden y reencuentran.
Tantos presentes
con sus tercos pasados incambiables
en calles que sí tenían
demasiado o absolutamente ningún mar.
Quizás a eso se reduzca todo:
Verte vivir
un día y otro,
aún sombrero en mano
libre de las posesiones que nunca te pedí
inmune al qué dirán y al cómo
urdiendo sabores y acertijos
con tu anacoreta alma de chef y justiciero.
Porque a esta escuálida mujer
que era yo
antes de rebosar las puertas del espejo,
a esta Mesalina tropical
acusada de perseguir tus bolsillos vacíos
(que ellos creían llenos),
le basta simplemente tus ojos
entre el desorden del sofá y los libros
para que el mundo
—con todo su egoísmo—
se borre en un instante.
Porque nuestro planeta particular
sin nombre
es este mínimo refugio
construido lejos del mar de mis lamentos
contra marea y viento
con piedras que le arrebatamos
al barro de los días,
al amargo salitre,
al orbayu del norte y al seco polvo del sur,
para decirnos
sin mover un milímetro los labios
una y otra vez
entre el frío y la gente:
—Aquí, amor, aquí están mis manos.
Interesantes puntos de vistas sobre la migración y el emigrado, así como los avatares para lograr sostener con decoro la vida. Éxitos.