Niels Reyes (Santa Clara, 1977) se licenció en Pintura en el entonces Instituto Superior de Arte (Isa) en 2006. Un año antes había realizado su primera exposición personal, Crisis de fe, en la Galería Carmelo Gonzáles, de la Casa de la Cultura de Plaza. Desde entonces ha exhibido su trabajo en solitario o en muestras bipersonales alrededor de treinta veces en Cuba, Panamá. Bermudas, Suiza, Austria y España.
Sus muestras más recientes son: El toro por las astas, Galería Servando Cabrera, La Habana, 2023; Ver después de mirar, Mansión Castillo, Habana, 2023; Regreso a ninguna parte, Máxima Gallery, La Habana, 2022; The essence of youth, Black Pony Gallery, Artsy, Bermudas, 2020, y Distancia, Galería Servando Cabrera, La Habana, 2020.
Antes de iniciar nuestro diálogo, le he pedido a Niels que se defina como artista. Esto me ha enviado a modo de statement:
“Solo puedo decir que estuve mucho tiempo estudiando y pintando rostros. También experimentando y desarrollando diferentes procesos pictóricos. Desde hace un tiempo, todo cambió. Hablo de muchas cosas que aún no tengo claras.
“Trabajo por series y exposiciones. Se encadenan con una lógica interna que es reflejo y respuesta a mi vida, mi tiempo y mi realidad. Intento explicar quién soy, quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.
“Me considero un artista de vanguardia en lo pictórico, con una carrera y una concentración en el trabajo que me respaldan. Pero en lo simbólico, solo puedo decir que soy un artista por el cambio”.
Relátanos brevemente cómo te pusiste en la senda del sistema de educación artística. Los inicios. Posibles influencias familiares. Profesores que hayan ejercido una marcada influencia en ti.
Cuando miro hacia atrás, en lo más recóndito de mi memoria me veo casi siempre garabateando algo en un papel. Podría afirmar que mi despertar a la conciencia sucedió dibujando. Nací en la Calle Cuarta del reparto Camacho, en Santa Clara. Villareño de pura cepa, y sin artistas en la familia.
Mi abuela Obdulia me llevaba muchos sábados a la imponente biblioteca del parque Vidal, donde empezaron mis estudios de pintura, mi amor por los libros y por los sábados. Mi escuela primaria estaba decorada en sus pasillos interiores por murales de todos los pintores de las vanguardias cubanas, Abela, Amelia, Portocarrero, Jorge Arche, Mariano, Ravenet… La famosa y olvidada Escuela Normalista de Santa Clara. Una obra pictórica del 37 toda ella, influenciada sin dudas por el muralismo mexicano, que marcó a todos que la habitamos con sensibilidad artística. De esa etapa recuerdo con especial afecto a mi maestra Míriam. Estamos hablando de los ochenta, que fue la década de mi infancia.
¿Cuándo visitaste La Habana por primera vez? ¿Qué impresión te causó la capital?
Tengo tres impresiones duraderas de La Habana. La primera, de muy niño, visitando una tía de mi padre. La Habana se sentía gigante. Recuerdo a mi hermana y a mí jugando en unos elevadores, y también con las puertas automáticas del Hotel Riviera. Recuerdo un primo, arquitecto y pescador aficionado, que tenía una habitación forrada hasta el techo de redes y cosas del mar, y en el centro, una gran maqueta de un edificio. Me causó gran impresión, lo recuerdo de forma muy vívida. Y para rematar, me regaló un tiburón gata disecado, que fue mi tesoro por varios años.
Mi segundo encuentro con La Habana fue espectacular, ya estudiando arte en Trinidad. Vinimos tremendo piquete en un van a ver el Primer Salón de Arte Contemporáneo. Nos bajamos por la zona de Casa de las Américas. Todos jóvenes, todo lindo alrededor. El encuentro con El gran apagón, la pieza imprescindible de Pedro Pablo Oliva, en la entrada del Museo Nacional de Bellas Artes, fue épico.
La cabaña. El Malecón. El Amor. Ya nunca dejé de venir. Supe que viviría aquí. Era una verdadera ciudad.
Ya mi tercer round con La Habana llega hasta hoy. En el año 2000 el mundo no se acabó, como estaba pronosticado, lo que terminó para mí fueron los dos años del servicio militar obligatorio, y salí pitando para La Habana. Mi hermana me dio 20 dólares; con eso costeaba un mes en un alquiler de mala muerte. Vine con mi amigo inclaudicable Maykel Linares. Con cajas de libros, pinturas y minutas de pescado. Sin conocer qué nos esperaba. Esa época lleva un libro, digo yo. Meses de helado y pizza. Zapatear La Habana día y noche conociendo la ciudad.
Era un sin papeles. Un emigrado. Luego hice, por tercera ocasión, las pruebas del ISA, aprobé y comenzó otra etapa.
Muchas de las obras con que he estado trabajando para esta entrevista tienen títulos sugerentes: “Universo indiferente”, “Al borde del mundo”, “Vivir bajo sospecha”, “Arquitectura del poder…”. ¿El título puede ayudar a la comprensión de la obra? ¿Es una frase incitante para lograr el contrapunto entre lo que se ve en la pieza y lo que queda por decir? ¿Es una trampa para los sentidos de quien observa?
Siempre hay que mantener el misterio para el que observa. Y sugerir.
Trabajas por series. ¿Cómo llegas a los temas? ¿Las series terminan siendo estructuras cerradas, o puedes revisitar series que parecían concluidas en el tiempo?
Las series pueden durar horas o años. Casi siempre trabajo más de una a la vez, y se suceden sin un orden aparente. Puede ser un impulso rápido que se agota en un día, también una idea o problema plástico que se desarrolla en el tiempo, que se estanca, muere, renace.
¿Reconoces en tu obra la aparición de temáticas recurrentes? ¿Cuáles serían?
¿Temáticas recurrentes en mi obra? Serían el rostro, el cuerpo, la identidad, la familia, la memoria, la historia y alguna más. Aunque debo decir que los temas y yo no nos llevamos. El verdadero tema de mis pinturas es la pintura misma.
Describe someramente tu genealogía artística. ¿De dónde vienes? ¿Quiénes son aquellos artistas que, con sus obras, pueden haber contribuido a moldear tu personalidad creativa?
Mi genealogía artística es todo el arte, desde Altamira hasta hoy. Pero mis ídolos son los pintores alemanes de las entreguerras: Otto Dix, Max Beckmann, Ernest Ludwing Kirchner, Emil Nolde. Ahí está mi corazón. Pero claro, vivimos bajo el influjo de otro tirano: Picasso, que lo abarca todo. La nuestra es la era post Picasso. Y todos los trillos él ya los chapeó para que pasáramos. Adoro a David Hockney. Considero a Gerhard Richter el artista más influyente en la pintura contemporánea. Los primitivos flamencos son, a mi entender, los mejores pintores al óleo hasta hoy. Estudio la pintura tradicional asiática. Me gusta el pop, el cómic, el manga, la ilustración y el cine.
De Cuba me encantan las vanguardias del siglo pasado, y de todo eso bebí. De la contemporaneidad del arte nuestro también tengo muchas contaminaciones e influencias. Mis preferidas son las pinturas soviéticas de Poniuán y René Francisco. Muchos cuadros de Carlos Quintana me provocan unos irresistibles deseos de pintar, son como un pequeño tesoro. Pero a pesar de todo esto, muchas veces lo que se encuentra en las antípodas de uno también influye y roza la verdadera genealogía que, en definitiva, es mi biografía y mi obra. Y siempre la pintura.
Si pudieras coleccionar arte cubano, ya sea por períodos, temáticas, estéticas o géneros, ¿cómo conformarías tu colección?
Mi colección ideal de arte cubano, muy resumida y limitada, tendría “La silla” de Lam, el “Tercer mundo”; y ya puesto, una buena mujer caballo y alguna obra a pincel seco solamente, de las más abstractas de él. La “Gitana tropical” de Víctor Manuel. Los guajiros de Abela. “La muerte en pelota”, de Antonia Eiriz, sería central. ¡Qué obra esa para ser única! Con unas extrañas y bruñidas cualidades pictóricas. “La anunciación”, también de Antonia. De Portocarrero, un brujito o un florero. Una tempera bien grande de Amelia Peláez. “La columbina” de Ángel Acosta León. Los negritos de Juana Borrero. La cabeza montaña de Servando, de la colección del Icaic. Tendría un buen flamboyán rojo de Jay Matamoros. Un dibujo de Koan, la expo de Poniuán. Un cuadro de René Francisco, de los puntillistas, esos que parecen escamas de colores, que me fascinan, de los más coloridos. Y del dúo René y Ponjuán, mucho cuadro de estilo soviético, que ya te había mencionado; de esa etapa, cualquier obra. Un cuadro de Quintana bien expresivo. Un busto de bronce de Diago. Un buen cuadro de su abuelo. El “Hatuey” de Rita longa. Un retrato de Rafael Blanco y un dibujo de Juan Padrón, de Vampiros en La Habana, probablemente. Un buen Benito Ortiz. Una marina de Romanach, y un cuadro de la serie de los dictadores de Larraz. Un buen Bedia. El “Detector de ideologías” de Lázaro Saavedra. De otro Saavedra, Waldo, tendría un gran cuadro nostálgico de Caibarién, de esos que parecen ensoñaciones. Los “101 dálmatas” de Jeff, y un pop erótico de Raúl Martínez. Un bonito y sugerente Gonzáles Puig que veía mucho de niño en el Museo Abel Santamaría de Santa Clara. Un cuadro de Rocío García bien fiero. Un Miguel Machado grande y bien loco. Un bobo de Abela bien ácido. “El gran apagón”, del maestro. Y aunque no sea cubano, me quedo con “Fabiola”. el pequeño, bellísimo y enigmático perfil que está en el ala francesa de la colección de arte universal de Bellas Artes. Un Hamlet Lavastida de ahora, perretú y geométrico. La “Estatua de la libertad” de Luis Manuel Otero Alcántara. Un Camping grande de los del Tibet, con mucha atmósfera. Los niños de Fidelio Ponce. Un Humberto Peña. Un dibujo arquitectónico de Bedoya. Y así podría seguir por un buen rato…