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Esto declara nuesta entrevistada de hoy:
“Las imágenes están allí afuera; yo solo abro las ventanas. A través del retrato, la fotografía callejera y las composiciones digitales exploro tanto la intimidad de lo cotidiano como la crudeza de ciertas realidades sociales. El proceso no es solo técnico: parte de una pregunta o urgencia, de una sensación que insiste. El fin no es sino apenas la posibilidad de, ante la ventana, detenerse, incomodarse o reconocerse”.
Como bien dice María Amalia (Caibarién, 1996), lo técnico en este oficio-arte es solo un aspecto: el lente escogido, la cantidad de luz necesaria para impresionar la película o el dispositivo digital, el tiempo de exposición…
Lo otro, la selección del objetivo, la angulación, la composición del cuadro y los miles de factores, conscientes o no, que intervienen en la realización de una imagen notable por sus resultados estéticos y por el alcance de la propuesta temática, están condicionados por el ojo entrenado del artista, por su cultura visual y general, por sus basamentos filosóficos y, en última instancia, por su sensibilidad y estado anímico, que no pueden enajenarse de su circunstancia como ser social.
Las fotos que mostramos aquí son el reflejo de esa “sensación que insiste” hasta plasmarse. La fotógrafa lo mismo caza el instante de gran expresividad, que arma en su laboratorio imágenes con las que busca provocar asociaciones inéditas.
A su acción artística responde la reacción de los ojos que miran que, incluso, puede ir más allá de los propósitos iniciales. Se trata del momento en que la obra “es”, y empieza a manifestarse con vida propia.
María Amalia es arquitecta y urbanista, graduada en la Universidad Central de Las Villas (2014-2019). Ha recibido, además, formación como curadora de arte en el Centro de Superación de la Cultura de Villa Clara. En su recién inaugurado palmarés destacan el primer premio del XXV Concurso de Carteles de Parrandas Remedianas, por la obra “En el visor del mundo” y el primer premio de fotografía en el concurso Mirar la vejez, auspiciado por 4Métrica, entidad internacional sin fines de lucro que aboga por la defensa de los derechos humanos en América Latina; ambos reconocimientos los recibió en 2023.
A seguidas, una muestra del trabajo fotográfico de María Amalia, comentada cada imagen con sus propias palabras; ella intenta explicarnos y explicarse los resortes que las hacen artísticamente sostenibles.

Retrato callejero en el que la figura de una anciana emerge del claroscuro con fuerza conmovedora. Sus labios, fruncidos hacia adelante en un gesto que parece contener una historia urgente, una canción o una queja, dialogan con el rostro surcado por los años y la intemperie. Aunque Ana Rosa duerme en los portales, su presencia impacta por la vitalidad con que habita el mundo, incluso desde los márgenes.

Con la mirada fija y una mueca que no cede, Majín se plantó ante la cámara como quien sostiene una promesa. Personaje entrañable detrás de la maquinaria de las Parrandas de Remedios, se convierte en estandarte de la fiesta que ya arde en el tiempo. Su rostro curtido encarna la fuerza de la tradición que lo hizo quedarse, mientras detrás de él un gavilán pintado extiende sus alas, eco simbólico de sus pasiones. La fuerza de la fotografía reside en la tensión entre el rostro y el fondo. El blanco y negro acentúa las texturas y elimina distracciones. Lo que queda es forma, luz y contraste en un retrato que no busca conmover, sino afirmar la presencia de un individuo, cuya figura, como su expresión, no se desvanece.

La simetría en la composición, resultado de una perspectiva a 90 grados, donde cada punto de la imagen confluye en el centro del sujeto, del sueño, vuelve plano el apagón. El hombre, apacible, manifiesta su adaptabilidad, y se prepara para el irremediable sueño en esas condiciones. Se resigna, y confía en la luz por venir, porque el mundo real no es más que lo que soñamos todos, el sueño común. El título de la serie rebusca en la idea unamunista de que solo está de veras despierto el que tiene conciencia de estar soñando.

Esta escena de interior doméstico captura en un encuadre la superposición de tiempos, memorias y formas de habitar. Tres generaciones comparten un espacio donde la provisionalidad se ha vuelto permanente: una anciana en reposo, casi ausente; un joven dormido y, al fondo, tras la ventana, una figura intermedia que parece ser partícipe y espectadora a la vez.
El desorden de objetos acumulados, los muebles de uso desbordados, y la cercanía entre la cama y el cuerpo, entre la cama y el sueño, hablan de una construcción improvisada, tanto física como vital.
El título hace un guiño a la promesa de estabilidad futura dentro de una obra mayor, pero que aquí no llegó del todo. La fotografía deja entrever la persistencia callada de quienes aprendieron a vivir en lo que dura más de lo previsto.

La simpleza del revelado en blanco y negro resulta lo más atrayente de la imagen. La comunicación efectiva del único plano, la composición de tercios horizontalmente bien definidos y el minimalismo abrupto en el descenso de gamas, otorgan a la fotografía una suerte de equilibrio visual. Prioriza la expresión del puente antes que la de aquellos que lo recorren: puente versionando al tiempo, punto de encuentro u obstáculo, de tránsito o detenimiento; desatado puente que acurruca las aguas hirvientes de los que se mojan o las sobrevuelan.

La toma cenital afirma una geometría rigurosa: una diagonal separa la oscuridad total de la escena mínima de un hombre a punto de cruzar el umbral. El encuadre, de una simpleza formal cuidadosamente construida, sugiere la tensión entre el vacío y la presencia. El cuerpo no expresa libertad, sino que parece medido, vigilado, contenido por la ciudad.

Se trata de una composición fotográfica en clave baja, a partir del montaje de dos imágenes tomadas en condiciones similares de iluminación. El espacio sugerido es de total invención artística. A la izquierda, un ventanal en arco de medio punto marca el inicio de la lectura con luz, ofrecida por la reproducción casi mimética de la misma ventana.
Cuatro ventanas se fugan en la oscuridad hacia un punto que señala el sujeto de la escena, a la derecha de la composición. La carpintería se percibe en deterioro, propia de un lugar donde la desidia impera, y proyecta la ausencia de persianería en el no visible suelo. El sujeto se muestra de espaldas al ventanal, entre el tercer y cuarto vanos, con la cabeza hacia un lado, como quien intenta una salida o sucumbe a la nostalgia.

Una imagen deliberadamente incierta, y en blanco y negro, se suspende entre lo íntimo y lo público, entre el gesto cotidiano y la puesta en escena. No se sabe si la figura se protege del mundo o se disuelve en él. Una joven sin rostro se oculta tras una máscara de periódico improvisada. El cruce de pies sobre el sillón añade un gesto ambiguo entre la comodidad y la espera.

Una composición simple; tiene como sujeto central un niño que sostiene unos binoculares. Sus ojos fueron sustituidos por el dispositivo y el horizonte a su espalda se reproduce en el cielo cual espejo.
La imagen sugiere una evasión ingenua, aun cuando el paisaje no cambia.
Serie en construcción que explora la línea entre la vigilia y el sueño, como símbolos de lo vivido y lo imaginado. A través de escenas donde cuerpos vencidos duermen en condiciones emergentes.
Sueño común no retrata el descanso, sino la evasión, la espera y la resignación. Por los que en medio del apagón aún no se despiertan, por los que siguen soñando. Por la inventiva popular y la romantización de la resistencia. Porque todo fue un constructo, pero el sueño común no era esto.

Con los altos contrastes y la ausencia de iluminación en la mitad de la imagen, la fotografía goza de una simpleza atrayente. El encuadre sugiere la tensión entre el vacío y la presencia. El cuerpo no expresa libertad: parece medido, vigilado, contenido por la ciudad.

Un anciano encorvado, bastón en mano, se aleja del encuadre por el extremo derecho. La escena, despojada y contenida, sugiere una partida sin mayores dramatismos, apenas un gesto silencioso, hacia lo inevitable.
