Para los que atendemos a los créditos finales de los filmes cubanos, Onelio Larralde (La Habana, 1963) es un nombre familiar. Aparece como “Director de Arte” en películas tan notables como Hello, Hemingway (Fernando Pérez, 1990), Sueño tango (Guillermo Centeno, 1992) Madagascar (Fernando Pérez, 1993), Guantanamera (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, 1995), Lista de espera (Juan Carlos Tabío, 2000) y la coral Siete días en La Habana (Benicio del Toro, Pablo Trapero, Elia Suleiman, Laurent Cantet, Gaspar Noé y Julio Medem, 2011), por sólo citar una pequeña parte de su currículo profesional.
Escenógrafo teatral, pintor y docente, Larralde ha participado también en la puesta en escena de varios videos clip, ese género de la posmodernidad que pasó de su función meramente promocional a convertirse en una obra audiovisual en sí, con relativa independencia de la producción discográfica. Van algunos títulos de clips destacados del repertorio de Larralde: La vida me cambió (Diana Fuentes y Gente de Zona), Súbeme la radio (Enrique Iglesias y Descemer Bueno) y Más Macarena (Los del Río y Gente de Zona), todos dirigidos por Alejandro Pérez.
Como la profesión y pasión de Larralde es frecuentemente desconocida o subvalorada, a pesar de que la visualidad del filme depende en una buena medida de la dirección de arte, nos pareció de interés poner algunas “ies” debajo de los puntos. Acá va un resumen de lo que conversamos:
¿Cuáles son las funciones de un director de arte en el mundo audiovisual?
El audiovisual tiene dos niveles: el nivel narrativo y el nivel estético. La dirección de arte es una disciplina narrativa que se apoya en la disciplina estética. Transformar un espacio geográfico convencional en un espacio de comunicación: mi trabajo se basa justamente en esa traducción, en esa búsqueda del espacio o el color correcto para lograr la transmisión, la comunicación. En la dirección de arte existe una dualidad de funciones; la primordial es contar la historia, la otra función es organizar cómo lograrlo. Esto puede parecer muy conceptual, pero así funciona. Logras la idea adecuada y después la muestras, la dibujas, la conformas con tus herramientas estéticas.
Entendido esto, que es lo más importante, la otra tarea es “la burocracia del diseño”; en mi caso, consiste en organizar mi departamento, plan de trabajo, pasar la idea al equipo, que todos dominen la misma información. Aunque comencé muy tarde en el mundo de las nuevas tecnologías, me gusta tenerlo todo en modo digital, no soporto cargar con papeles. Dibujo a mano. Lo demás va para el móvil o la laptop.
¿Cómo se forma en la actualidad un director de arte en Cuba?
Como especialidad no existe, no se estudia como tal. El camino más directo es graduarse de diseño escénico en el Instituto Superior de Arte (ISA), porque ni siquiera en la Facultad de los Medios Audiovisuales la dirección de arte está en el plan docente, tampoco en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños. Existen talleres esporádicos, clases magistrales, posgrados. Pero no la especialidad. A la dirección de arte se arriba por esta vía o por la que puedas. Con tantos años de trabajo acumulados, todavía me da pena no ser graduado universitario de mi especialidad, ni de ninguna otra.
¿Cómo te convertiste en director de arte?
Comencé devorando la televisión en blanco y negro, veía películas de todo tipo, me sentaba a ver los filmes rusos, aunque tuviera que esperar a que se acabara el partido de pelota. Mis primeras películas fueron también en blanco y negro. Vivía muy cerca del antiguo cine “Lux”, en Buenavista. La puerta lateral de la sala siempre estaba abierta, pues no había aire acondicionado. Solía quedarme parado, viendo la película que fuera. Para mí, los filmes siempre tenían un formato vertical, que era el segmento de pantalla que me permitía ver la abertura de la puerta. En mi familia no había artistas, mi madre tenía sentidos estético y ético muy elevados, y creo que eso me ayudó mucho en el tema del arte. Pero había que tener carrera universitaria, y comencé una ingeniería. Por supuesto, duró poco. Luego descubrí la Escuela Nacional de Instructores de Arte. Tuve unos profesores increíbles e impagables en las asignaturas de Diseño Escénico, Luces y Dramaturgia, y me colé en los escenarios ya desde la escuela. Ya la serie televisiva Algo más que soñar me permitió acceder al mundo del cine. Cargando cajas y asistiendo en lo que fuera, pues entonces era el ayudante del utilero del set. Lo aprendido en la escuela tuvo que esperar, pero descubrí cómo se hace el cine y lo importante de los oficios.
Después vinieron otras obras menores, hasta llegar a la serie La Botija, dirigida por Danilo Lejardi. Derubin Jácome y Diana Fernández tenían a su cargo la dirección de arte y el diseño de vestuario. Me vi a cargo del departamento de escenografía y ambientación. ¡Para mí solo! Pero ya sabía lo que estaba queriendo hacer, había pasado por Cabinda, de Jorge Fuentes, que resultó una súper escuela. La Botija fue muy exitosa en todos los aspectos, y eso me despejó el camino. Hello, Hemingway, de Fernando Pérez, ya lo despejó de una buena vez.
Vas del trabajo solitario en tu obra plástica, al desempeño coral en una producción cinematográfica. ¿En cuál de los dos escenarios crees que te realizas más plenamente? ¿Hay contradicción en la práctica de estos dos oficios?
Yo dibujaba antes de tener conciencia de que el cine existiera; me pasaba horas tirado en el piso o en el mostrador de la farmacia de mi madre, con un papel y una caja de colores. Por muchos años esta farmacia —que le nacionalizaron a mi familia— fue mi lugar de trabajo. Crecí dibujando y después haciendo las tareas de la escuela allí, delante de las personas que venían a comprar, pues vivíamos en el mismo lugar. La farmacia estaba rodeada de cristales, y era una tortura tener que estudiar o dibujar —aun en la noche— a la vista de todos los que pasaban. Me sentía muy expuesto, pero era el único lugar de la casa donde podía trabajar “tranquilo”. Eso tuvo dos consecuencias. La positiva: perdí el miedo escénico de tener que pintar frente a un público o mostrar los diseños a varias personas. La negativa: la necesidad de esconderme o de trabajar en solitario una gran parte del tiempo de creación.
Al diseñar para cine, la plástica aplicada al lenguaje cinematográfico exige un desprendimiento de la obra individual del artista. Son dos muebles diferentes confeccionados con la misma madera.
En resumen, soy un pintor que hace cine y un cineasta que pinta.
Desde 1984, cuando comienza tu vida profesional, a la fecha, has acumulado un currículum importante dentro del cine cubano. ¿Hay conciencia de la importancia del director de arte entre los realizadores nacionales?
Hay directores que menosprecian ese aspecto en sus películas, otros lo sobrevaloran, porque aman un cine más “estético”. Pienso que, en general, ha aumentado el interés de tener un director de arte durante el proceso creativo.
La crítica especializada tampoco ayuda en este aspecto. Como se habla de los actores, la música, la fotografía, y no se le dedica tiempo y buen saber a criticar esta especialidad dentro de todas las que conforman el cine, algunos directores y productores terminan buscando a una persona que les organice el set o que resuelva el vestuario de los personajes. Con esos directores —por suerte— he trabajado poco.
Me siento feliz cuando me llaman. Si me llaman, es porque hago falta.
Otra cosa es la conciencia de la importancia de esta especialidad a nivel de institución. Solo lo comento, no es que me quite el sueño. Por ejemplo, en ningún Festival de Cine de La Habana se ha montado una exposición de diseños para cine; se muestran carteles, obras de pintores que poco o nada tienen que ver con el cine, pero nunca una retrospectiva de obras como la de Luis Lacosta. Hace un par de años se le tributó un pequeño homenaje a Gabriel Hierrezuelo en el lobby del cine 23 y 12. Pero en la revista Cine Cubano nunca se han publicado diseños realizados para películas cubanas, aunque hay lectores ávidos por conocer esa arista de la creación cinematográfica. Tampoco se conservan institucionalmente los diseños; es una información que ha quedado al cuidado de los mismos diseñadores, que muchas veces no tienen las mejores condiciones para su mantenimiento. Mi obra para cine la tengo en casa.
Con independencia de la resonancia que haya podido tener entre público y crítica, ¿cuál es el filme con el que más satisfecho quedaste por el alcance de tu trabajo?
El alcance del trabajo de arte viaja junto a la película. La crítica nacional e internacional menciona a Madagascar, de Fernando Pérez, entre las diez mejores direcciones de arte del cine cubano, y no es un filme de recreación histórica, aunque la considero realmente “de época”. Ninguna otra cinta se acerca a los polémicos años 90 como esa obra. Fernando tiene una trilogía conceptual poco estudiada, que va desde Clandestinos, que refleja el papel de los jóvenes en la épica de los años 50, pasa por Hello, Hemingway, que es, digamos, la otra cara de esa misma juventud, la de la mayoría de las personas, menos épica, aunque comprometida con la situación política de ese momento, y Madagascar, sobre la juventud en los años 90 y la incertidumbre que todavía se mantiene en nuestro país con respecto al presente y al futuro. Es esa película —definitivamente— la que señalo como más satisfactoria dentro de mi trabajo, por el compromiso social que entraña y el valor formal y conceptual que alcanza en conjunto.
No creas, a veces yo también quiero irme para Madagascar.
Entre los directores cubanos con los que has trabajado se cuentan Titón, Fernando Pérez, Tabío, Rolando Díaz, Daniel Díaz Torres… ¿Con cuál de ellos encontraste más afinidad creativa?
El grupo de directores que mencionas tenía diferentes ideas sobre la importancia de incorporar un director de arte o escenógrafo a su equipo, por lo que podía aportar a la obra; es una generación en la cual el director de fotografía y el director —que generalmente venían juntos del cine documental— formaban una unión muy fuerte, y yo era el más joven del grupo. Siempre fui el más joven del staff de dirección en aquellos años, y eso se dejaba sentir; ahora soy el más viejo casi siempre. Creo que esas afinidades se acercan o se alejan, por ejemplo, Fernando Pérez es un director al que le gusta la exploración visual y es muy exigente, y con el cual hice dos grandes películas. Pero no he trabajado más con él, aunque el resultado en esas obras fue muy bueno. Creo que tiendo a agotar un poco a los directores. Estuve muy poco tiempo junto a Titón, pero noté que escuchaba mucho, prestaba atención cuando le mostraba las locaciones, pues luego se acordaba de todo. Guantanamera es una de esas películas que querrías hacer aunque no te paguen.
Fue Daniel Díaz Torres (Hacerse el sueco, 2000, y Camino al Edén, 2006), de los directores que mencionas, al que tuve más cerca. Hablábamos mucho, me contaba la película antes de hacerla, y la veía completa, tenía [Daniel] el don de hacerme dibujar solo con escucharlo, sin leer el guion. Pero como te digo, con ningún director he tenido experiencias desagradables o negativas profesionalmente. No siento que nadie esté obligado a trabajar con el mismo director de arte todo el tiempo.
Existen otros directores más cercanos en edad, de otra formación, como Jorge Molina, con el cual discuto y diseño las películas que incluso sabemos que será poco probable que se lleguen a filmar.
También has colaborado en filmes extranjeros. ¿Encontraste el mismo nivel de comprensión sobre la importancia del director de arte entre las producciones nacionales y las internacionales?
Las producciones internacionales me llegaron ya más maduro, con más criterio, no con menos miedo, pues el miedo siempre existe, toda película es como un examen. Muchas de estas producciones ya traen su director de arte, y me convierto entonces en el traductor de arte, el productor de arte o “the Cuban art director.” Pero en otros casos, en los que asumo todo el proyecto desde el principio, no hay muchas diferencias, tengo ejemplos de obras muy logradas. Ahí están Hormigas en la Boca, de Mariano Barroso; Una rosa de Francia, de Manuel Gutiérrez Aragón, y Siete días en La Habana, con un elenco de directores de lujo.
Veo que has incursionado profusamente en el videoclip bajo la dirección de Alejandro Pérez, aunque no exclusivamente. Caracteriza el mundo del videoclip cubano. ¿Ayuda en algo para tu desempeño que Alejandro haya sido, antes que director, un fotógrafo notable?
Dentro del videoclip cubano la figura de Alejandro Pérez es un referente, por algo muy importante: mucho más que por ser un gran fotógrafo, entiende el rol del trabajo de arte. Es un profesional del cine, y cuando lo eres y dominas el lenguaje cinematográfico y la importancia del trabajo en equipo, ya una gran parte de la obra está completa. Igual te confieso que discutimos mucho sobre el tema del concepto y del lenguaje y los significados de cada plano. Ambos somos muy intuitivos, pero yo soy un poco más analítico. Muchos directores se meten en el clip con un desconocimiento abismal del lenguaje cinematográfico; perdona que insista en este tema. El cine tiene un lenguaje, su dominio hace la obra comprensible, de lo contrario estas pegando planos de gente bailando en la playa o en una azotea. Es un producto para un mercado, y los que violen esa regla no han aprendido nada.
He tenido suerte también en este ámbito: los directores y los músicos internacionales del mundo del clip que han pasado por Cuba, y con los que he trabajado, me han dado una proyección hacia ese mundo que yo desconocía.
¿Piensas continuar haciendo diseño escenográfico? ¿Hay alguna obra del repertorio teatral cubano que te gustaría particularmente “diseñar”?
La Habana perdió el mejor taller de pintura de telones que quedaba en el mundo, y lo digo con todo el amor y el orgullo chovinista que llevo siempre.
Los telones que se pintaban para el Ballet Nacional de Cuba —no importa quién los diseñara— estaban a cargo de Omar Corrales Mora y su equipo. Cuando remodelaron el teatro cerraron el taller, y solo cuatro gatos lo defendimos. Nadie apoyó ese pedazo de arte que era el dibujo y la proyección de una obra para una embocadura de 12 metros de largo. Ya en el mundo poca gente se atreve a producir eso a nivel artesanal. Y borraron el taller del mapa.
En los años de estudio pensaba que me dedicaría al teatro, no al cine, pero la cosa cambió. Diseñar durante diez años en el Cabaret Tropicana, fue grandioso. Nunca lo busqué ni lo esperé; consideraba un género menor el cabaret. Pero él me encontró y lo llevé —o me llevó— por medio mundo. Hasta donde conozco, soy el único diseñador escénico de este archipiélago que se presentó con una compañía cubana en el mítico Royal Albert Hall, de Londres. Lo defiendo como género [al cabaret] siempre que permita el diseño de un espectáculo coherente. Santiago Alfonso me formó en ese aspecto; después hemos trabajado juntos en cine; él fue el coreógrafo de Bailando con Margot, de Arturo Santana.
No me llaman para hacer teatro y eso no me preocupa. Si algún director quiere trabajar conmigo, gustosamente estaré a su disposición. No tengo ninguna obra pendiente del teatro cubano clásico que esté especialmente interesado en hacer. Quiero un director que ame el concepto. Los conozco, pero no existo para ellos. Tampoco existo para la comunidad escénica cubana. Los diseñadores de toda la vida, los que fueron mis maestros, ni siquiera tienen mi teléfono. Sobrevivo y eso es lo importante.
A Gabriel Hierrezuelo y a Carlos Maseda les debo el amor incondicional al teatro. Pero nunca se sabe. Puede que me sorprendan y algún director me descubra otra vez.
Caracteriza brevemente tu obra plástica: temáticas recurrentes, técnicas, corriente estética en la que podrías inscribirte. ¿Comercializas tu trabajo? ¿Te representa alguna galería?
Soy autodidacta, y por esa razón me evalúo constantemente. Mi obra individual ha tenido siempre un solo tema, y es el hombre y la soledad. Esperando la nada es el título de casi todos mis cuadros. Comencé esta serie en el 2006 y todavía pinto lo mismo; son individuos solos, músicos en pausa, paisajes interiores y cosas así. Mi paleta es bastante sombría, soy introspectivo, incluso cuando utilizo colores no me salen cosas optimistas. No me representa nadie, y creo que he vendido cuatro cuadros en toda mi vida. Ya es mucho. No pertenezco a ningún registro o institución vinculada a la plástica nacional, y la publicidad que existe de mi obra es la que a veces me lanzo, optimista, a realizar. No tengo a ningún galerista interesado en mi obra. No pierdo la esperanza, por eso pinto, a veces con más ánimo, otras con menos.
Me gustaría poder dedicarme solo a pintar —ese sueño romántico— vivir de la venta de las obras. Tengo la visión cinematográfica de mi vida como pintor. Pero esa película no es mi realidad.
Insisto en la pintura, llegó antes que el cine y no la voy a abandonar.
Conocí a Larralde en el video clip con Julio Iglesias muy profesional es una pena que el teatro no lo convoque le agregaría valor añadido a la obra. On Cuba gracias pero está entrevista debía de ser replicada en otras publicaciones.