Tiene el mismo nombre de su padre: Roberto Viña, quien fuera un emblemático asistente de dirección del Icaic, célebre, sobre todo, por la inmensa cantidad de intervenciones fugaces que tuvo, de cara al público, en la mayoría de los filmes en los que trabajó, casi siempre haciendo de cubanazo, tipo chispeante, exaltado, con gracia natural, como era en su habanera cotidianeidad. Viña padre estaba orgulloso de Viña hijo. Y viceversa, con una simetría entrañable.
Pues resulta que aquel chamaco que creció entre cámaras, reuniones de producción, algún que otro visionaje furtivo del primer corte de películas de Solás o Titón, se ha convertido en un escritor laureado y en un docente universitario.
Nació en La Habana, en 1982, y es dramaturgo, narrador, ensayista, guionista de televisión y poeta. En 2013 se licenció en Dramaturgia por el Instituto Superior de Arte, donde ejerce como profesor de los cursos regulares. Egresado, en 2006, del 8vo Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”.
De su autoría son las piezas teatrales, todas publicadas, Anatomía del Purgatorio, Premio “Fundación de la Ciudad de Matanzas” (2011); Amnesia del Infierno, Premio “Calendario” (2014); Medea Maelstrom (2016); Autopsia del Paraíso, Premio Nacional de Dramaturgia “Virgilio Piñera” (2016), y No Mirarás, Premio “José Jacinto Milanés” (2017). Integran además su catálogo los conjuntos de narraciones Eros Verbum (2014) y Oficio de fe y otros cantos de sirena (2016).
¿Antes de entrar a estudiar al ISA ya frecuentabas las salas de teatro de La Habana? ¿De dónde nace la afición por este arte?
Por razones más que obvias siempre estuve apegado al cine, a la televisión. El teatro fue un descubrimiento tardío, pero determinante. Mi acercamiento es fruto de una necesidad. Quería tener un título universitario por escribir. Esa resolución fue el impulso, y cuando descubrí que la escritura creativa como materia no existía en ningún programa universitario del país, me vi buscando opciones alternativas. Ahí apareció la dramaturgia. Como muchas cosas en mi vida, vino a través de un libro. Y cuando indagué en los pormenores de la licenciatura, sin nada que perder y mucho que ganar, me presenté a las pruebas de ingreso en el ISA.
El teatro vino luego. Mientras cursaba la carrera. Si lo inmediato era la escritura, el entendimiento a cabalidad del teatro como fenómeno artístico y creativo fue paulatino, y creo, hoy por hoy, que reúne la mayoría de mis inquietudes escriturales que no encontraban asidero en un género determinado como para considerarme talentoso. En el teatro, dejó de importarme ser talentoso o convertirme en un autor de renombre. Descubrí otras pulsiones.
Cursaste el Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”. ¿Cómo recuerdas tu paso por la institución?
El Onelio fue una experiencia definitoria y, a la vez, castrante. En esto no hay sensacionalismo ni malicia. Creo que fue esencial para mi formación empírica en la literatura. Me ayudó a apreciar diversas nociones de la narrativa que desconocía, aunque intuía otras; la mayoría no sabía cómo usarlas. Luego de terminar mi año en el taller, estuve varios meses sin escribir. De ahí lo castrante. Porque el cúmulo de información fue tanto y en ráfaga que me descubrí poniendo en tela de juicio y sopesando cada palabra. Ese fue un instante de mucho desasosiego personal.
Con el tiempo he podido darle el justo valor que merece. Fue un año alucinante, porque lo vivido allí no quedó enmarcado solo entre las paredes de la casona de 5ta y 20, Playa. En muchas ocasiones, los debates sabatinos salían del horario de clases y se extendían casi hasta el mar, en una porción de césped de la que nos apropiamos cerca del Johnny Club, donde la literatura enardecía.
Creo haber dicho que lo principal de ese curso, de ese taller y de ese fogonazo de lecturas que implicó el Onelio se encuentra en las personas con las que compartí. Pares que tenían inquietudes y anhelos similares, y que de conjunto fuimos descubriendo que esto de la escritura ya no era un pasatiempo que podría obviarse de repente. Empezaba a comprender lo fatigosa y enaltecedora que resulta la pretensión de convertir lo ordinario en extraordinario.
Tres obras tuyas parecen tener un vínculo, si no temático, al menos en las referencias bíblicas: Anatomía del Purgatorio (2010), Amnesia del Infierno (2015) y Autopsia del Paraíso (2018). ¿Constituyen un corpus mayor?
Pertenecen a una trilogía. Si bien responden a un formato de tríada dramatúrgica, me seduce más la noción de ellas a partir del esquema visual que ofrece un tríptico. Las tres imágenes condensan una cosmovisión que se aprecia en el conjunto, pero mantienen la autonomía de cada parte. O sea, estas obras responden a una historia particular que tiene su progresión y término sin que en la siguiente exista una continuidad de la misma. Pero en su conjunción hay un pathos en común que permanece.
Esta trilogía, que no es la única dentro de mi trabajo, tiene un apelativo que me agrada. Es la Trilogía de la castración. Y la vinculación que infieres de sus títulos es cierta, pero sondean más los impulsos dantescos. Constituyen mis obras de formación académica y se acercan al universo volátil de la adolescencia desde una perspectiva indagatoria, incluso, fisgona. La violencia adolescente enmarcada en tres espacios de encierro como son una clínica psiquiátrica (Anatomía), un centro de reclusión juvenil (Amnesia) y una escuela en el campo (Autopsia). Acá los personajes aprenden a vivir de repente, a trompicones, queman etapas sin saberlo y se aventuran con ansías a saciar impulsos. La violencia, siendo una condición inherente que los rodea y amenaza, no los delimita del todo. Ahí, quizá, radique la rabia y el valor de su discurso. Pequeñas fieras, podría pensarse, pero letales e indómitas.
¿Alguna de tus piezas teatrales se ha escenificado? ¿Quedaste satisfecho con los resultados? ¿Qué tal es la experiencia de “conocer” tus personajes actuantes, de cara al público?
Si me hubieses hecho la misma pregunta hace unos meses, te hubiera respondido de forma sucinta y tajante: no. No sé. No puedo decirte… Hasta hace muy poco tenía a bien considerarme lo que un maestro denomina como “dramaturgo de gabinete”. El no haber sido estrenado me daba una condición rara. No había orgullo en admitirlo, pero sí regocijo en hacerlo público. Tampoco es que dependiera de mí. Las obras estaban publicadas. Las ediciones tienen una factura atractiva. Y una vez que decides no dirigirlas, pues te encomiendas a que a alguien le llame la atención. Y sucedió de modo imprevisto.
Ahora la experiencia es otra. Ya fui estrenado. Siempre dije que me hubiese encantado que esa obra en específico fuera dirigida por una mujer. Pues bien, la pieza llamó la atención de unos jóvenes aprendices de actuación, que en un taller dirigido por la actriz Miriam Muñoz, en Matanzas, decidieron culminar su formación con Autopsia del paraíso, y desde enero estrenaron con una aceptación de público inusitada para mí y muy exitosa para ellos. Ahora el montaje creo que entra como parte del repertorio de Teatro Icarón; ha sido un debut que me gratifica mucho.
De hecho, solo he podido ver una sola función, y aunque no la viese de nuevo, esa, en específico, tiene una connotación especial, porque debido a los imponderables ajenos llegué con noventa minutos de retraso con respecto a la hora de la función, y tanto el elenco como mayoría del público, esperó con paciencia mi traslado desde La Habana para verla en la sala donde fuera concebida. Ese hecho me conmueve, hasta la fecha, más que los aplausos de aquella tarde.
¿No es demasiado riesgoso publicar obras de teatro antes de su estreno, si la puesta en escena es un paso imprescindible para reajustes definitivos del texto? ¿No debería estar el dramaturgo asociado a un grupo teatral?
Concibo la publicación del texto teatral como el colofón de un proceso de escritura. Luego, no hago cambios a esa obra. Es la versión definitiva. Mi interés por verla montada y estrenada se convierte en el siguiente propósito, pero no intervengo de forma directa en el proceso creativo de la persona que desee llevarla a escena. Ese acto de entrega, que no de abandono, contiene riesgos, es verdad, y estos pueden muy bien estar minados de aciertos y pifias. La cuestión estriba en dejarse sorprender por los primeros, y que las segundas no afecten la esencialidad de tu obra. Eso es lo único que no permitiré como autor. Que se traicione el sentido intrínseco de la pieza y los personajes.
La vinculación con un grupo o compañía teatral me parece una experiencia enriquecedora, estimulante, pero también condicional. La naturaleza híbrida del teatro permite también que muchas nociones que se asumen como determinantes, no lo sean. Del mismo modo en que no estoy integrado a un conjunto escénico específico, colaboro desde mi labor como especialista del Departamento de Desarrollo Artístico del Consejo Nacional de las Artes Escénicas con diversas agrupaciones del país. En un trabajo activo y de asesoría participo en los procesos en que diversos proyectos de montaje hacen su tránsito natural a la escena. Y esta es una práctica que demanda mucho, pero que entrena la mirada, el ejercicio del criterio, así como el conocimiento de lo que en materia dramatúrgica resulta estimulante para el ámbito escénico nacional.
El montaje reciente de Autopsia del paraíso, al ser realizado en Matanzas, no me permitía estar involucrado de forma activa y permanente con ese proceso. De hecho, cuando me consultaron de utilizar el texto, ya la directora y su elenco de jóvenes aprendices habían comenzado el trabajo de puesta, con la esperanza de mi aprobación. Y si bien el resultado puede ser visto con disparidad por parte de la crítica y la audiencia, la sorpresa de ver resueltas sobre la escena muchas cuestiones que desde el propio papel contienen gran complejidad, fue muy gratificante.
En un autor joven suena pretencioso hablar de “tu teatro”, “tu narrativa”, “tu poesía”, pero no hay otra forma de decirlo. Así que allá voy: ¿Cómo describir tu teatro en cuanto a filiaciones estéticas y preocupaciones temáticas? ¿Te sientes particularmente apegado a la estela de algún dramaturgo nacional? ¿Cuáles serían para ti los cinco dramaturgos imprescindibles en la historia del teatro cubano?
Mi escritura refleja en mejor medida muchas de mis inquietudes personales y temores. Incluso cuando los personajes no se parecen a mí, los sucesos tienen esa pátina apócrifa de lo autoficcional y los espacios se encuentran muy distantes de mi realidad inmediata; la catarsis o el exorcismo implícito que la literatura brinda ha estado presente desde el comienzo, de manera intuitiva y como un estrépito. Sí creo haberme codeado de ángeles y demonios tutelares. Son la compañía idónea y la lectura preferida cuando me encuentro en medio de un proceso creativo del género que sea. Con nombres y obras diversas, se han ido aposentando en mi imaginario y ya resultan partes indivisibles del dramaturgo y escritor que soy.
La dramaturgia nacional cuenta con autores que considero imprescindibles. Tanto hombres como mujeres. En su mayoría he tratado de leerlos más allá de las obras que los consagraron. Pero no hay nada que sea inmune al olvido, o peor, a la desmemoria. Mi apego a ciertas poéticas, aunque puedan resultar polémicas, no se miden por una cuestión de trascendencia, sino por su rastro en mi escritura. Me pides un listado y juro que los detesto; pero puedo asegurarte que no me agradaría otro ostracismo de la obra de Virgilio Piñera, otra postergación o cuarentena de los personajes de Antón Arrufat; un desamparo para la educación sentimental de Nara Mansur, un genocidio para la estirpe de Abelardo Estorino o un envejecimiento para los chamacos de Abel G. Melo. Sería una pérdida considerable.
En tu narrativa y en tu poesía hay textos con un fuerte componente erótico. ¿El teatro explora igualmente esta vertiente temática? ¿Qué importancia le concedes a lo erótico en la conformación de tu percepción del mundo?
En toda mi obra hay sexo. Habrá sexo. Y de una forma u otra, lo erótico tendrá, más que cabida, bienvenida. Esto no indica que la alusión quede reducida al coito o al orgasmo. De lo que podría considerarse explícitamente pornográfico a los ámbitos que conciernen a lo sado, el bondage o la sumisión hay mucha materia exploratoria que no solo circunda en los aposentos. Esa amalgama que suele hacerse del Eros y Tánatos es quizás la mejor expresión de estas búsquedas formales. Pero también hay mucho de inconsciencia en este rubro. Me dejo sorprender en ocasiones por lecturas que asocian lo erótico en mi escritura a fragmentos donde la intención no estaba dirigida hacia esa particularidad. Pero incluso cuando pueda sustraerme (que no quiero) de lo erótico en mi creación, creo que como seres sexuales muchas veces nos privamos de un estudio adulto y consensuado de lo que esta cuestión, natural por demás, representa. Hay demasiadas telarañas, tapujos, flacideces, traumas, que con una educación certera podría evitarnos muchos sinsabores, frustraciones y expandir el sentido de una sexualidad con mero fin reproductivo.
Por diversas razones, mi educación sexual está cimentada a partir de numerosas lecturas que no precisamente pertenecen al pensamiento o la investigación científica. El tributo, entonces, quizás venga por esa misma condición. Lo que no aparenta en la superficie contener una alusión directa, tiene de trasfondo una pulsión erótica. No lo niego. Y esto lo asumo con el jugueteo, el flirteo y cierta arrogancia impúdica o zafia que pueda tener un verso, escena o relato.
¿Es cierto que la literatura es, entre otras cosas, un medio para la auto exploración? ¿Funciona de ese modo en ti?
Sí. Y también de autocomplacencia, invención, egolatría, de fuga… En muchos casos, un puro acto de onanismo.
¿Nutre la docencia al escritor que eres o le disputa el tiempo a la creación? ¿Hay conflictos entre una y otra actividad?
Mi experiencia como docente acaba de arribar a su primer lustro. Y esto lo digo porque sigo ejerciéndola. Pero te confieso que ha sido más del tiempo que pensé dedicarle. Reconozco el valor y el sacrificio de la pedagogía en la figura de mi madre. Una maestra más que profesora que se ha dedicado con empeño a la formación de médicos cubanos y extranjeros. Más de cuatro décadas en la enseñanza universitaria y ahora, ese tiempo de entrega tiene una consecuencia semejante a la del polvo en el viento. Nunca he querido eso para mí.
Es lamentable como en este país se ha demeritado, hasta la desmemoria, la influencia y alcance que la pedagogía y la educación tienen en una nación que se asume próspera y culta. Más cuando una de las primeras campañas triunfantes de la revolución cubana fue, precisamente, el proyecto nacional de alfabetización. Esto indica que ya no somos un país de cultura; porque, entre otras muchas cosas, se ha rebajado la educación a una estadística política y a un slogan ideológico. La devaluación de este oficio y su vocación, sumado a la penuria generalizada, pueden evidenciarse a diario cuando estamos más próximos a la barbarie y a la vulgaridad que a la reivindicación.
¿Cómo caracterizar el momento actual del teatro cubano?
El teatro siempre está en crisis y siempre sobrevive. Pero no es el único arte en semejante precariedad. En circunstancias similares se encuentra la literatura, con la agravante de la escasez del papel y la ausencia de publicaciones seriadas y libros. Quiero decir que no solo el teatro se regenera desde las crisis. Siendo una de las antiquísimas expresiones creativas del ser humano, su evolución está estrechamente ligada a su contexto, época e identidad. El presente no es distinto en ese sentido. Sí creo que el impasse de la pandemia (im)puso algunas cuestiones en perspectiva y a un plazo determinado vemos consecuencias y transformaciones que varían nuestra percepción del arte escénico.
Con esto no pretendo hacer una aseveración pretenciosa ni fatalista, pero su desamparo tampoco pasa desapercibido. La emigración es quizá el fenómeno que mayor incidencia tiene en las narrativas y relatos escénicos como en la gestión actual de las puestas en escena.
El país se desangra y pretender que por ser una instancia artística se encuentra ajena o exenta de los avatares del entorno socio-económico y político, es una falacia. También, a mi juicio, está afectado por toda la alharaca y el fanguero que nos circunda. Pero eso no significa que no haya montajes, estrenos, reposiciones, debuts, éxitos y fracasos. Como todo arte, se metamorfosea y se adapta. Quiero creer que esta etapa es una de reposo turbulento y no de extremaunción.
Supón que tienes la posibilidad de programar para su escenificación diez obras imprescindibles del teatro cubano. ¿Cuáles merecerían, a tu juicio, integrar ese panorama? Señálalas cronológicamente.
Creo que todas las preguntas que solicitan listados, selecciones y cribas son capciosas en su sentido más hondo. No pienso que sirvan para conocer mejor al interlocutor. Del mismo modo entiendo que son necesarias estas cuestiones porque a pesar de la pretendida equidad en términos de derechos y posibilidades que pondera la política cultural, creo que no todo el teatro cubano cabe dentro del teatro. Hay ejemplos de sobra que bien podrían quedar exentos de la memoria cultural.
No obstante, me pides un decálogo de obras cubanas y trataré de complacerte. El conde Alarcos (1838) de José Jacinto Milanés; El becerro de oro (1859), de Joaquín Lorenzo Luaces; Los negros catedráticos (1868), de Francisco Fernández; Electra Garrigó (1948), de Virgilio Piñera; Contigo pan y cebolla (1962), de Héctor Quintero; La casa vieja (1964), de Abelardo Estorino; Réquiem por Yarini (1965), de Carlos Felipe; Los siete contra Tebas (1968), de Antón Arrufat; Delirio habanero (1994), de Alberto Pedro, y Hierro (2019) de Carlos Celdrán.
Pero soy del criterio que a esto debe sumarse una suerte de decálogo similar sobre las puestas o montajes relevantes que el teatro cubano tiene y que en algunos casos no son textos de autores cubanos. Pienso, por ejemplo, y sin orden cronológico, en la trilogía de teatro norteamericano (Zoo de cristal, Té y simpatía y Un tranvía llamado deseo) de Carlos Díaz; La Celestina, de Fernando de Rojas, o Las amargas lágrimas de Petra von Kant, de Fassbinder, realizadas por este mismo director con Teatro El Público; Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, de Michel Azama, realizada por Carlos Celdrán y Argos Teatro; Visiones de la cubanosofía, de Nelda Castillo y El Ciervo Encantado; Fuenteovejuna, de Lope de Vega, realizada por Roberto Blanco y Teatro Irrumpe; los tres montajes de Galileo Galilei, de Brecht, realizados por Vicente Revuelta o el estreno de La noche de los asesinos, de José Triana, que asumiera el también director de Teatro Estudio. Señalo, además, Bacantes, a partir del original de Eurípides, que Raquel Carrió y Flora Lauten estrenaron con Teatro Buendía.
Y así, estos listados podrían prolongarse a creadores de distintas vertientes, como el teatro de títeres para niños y adultos, el musical, el bufo, el performance y demás variantes que, sin concebirlas como expresiones menores, componen un mosaico extraordinario de las artes escénicas cubanas.
Llevas el nombre de tu padre, persona de gran simpatía, amigo de muchos, con una obra destacada como asistente de dirección en el cine cubano. ¿Qué papel jugó él en tu orientación vocacional? ¿Cómo lo recuerdas?
Aunque hice las paces con el hecho de haberlo perdido hace cinco años. Aunque he asimilado que mi padre no hubiese sobrevivido el período de la pandemia, cuando en Cuba murieron personas por falta de balones de oxígeno, algo de lo que él tenía una dependencia absoluta, ya que era un enfermo pulmonar obstructivo crónico; no es menos cierto que mi entrada a la orfandad ha sido un proceso que emparento mucho con el silencio. Los espacios que mi padre poblaba, de repente, enmudecieron. Y no eran pocos. Y no eran aislados. Eso tenía que ver mucho con su carácter. Si bien la pérdida es una cuestión tácita, creo que el duelo se hace más palpable cuando me veo en la necesidad imperiosa de charlar, interpelarlo, preguntarle algo, que me confirme algún dato o historia, y no está. Ahí es donde más lacera el vacío.
Mi madre suele decir que cada vez me le parezco más. No es algo voluntario, consciente; pero me enorgullece saberlo. En muchos aspectos que no solo atañen a la vocación o la formación profesional, le debo a mi padre el carácter y la persona que soy. En ese constructo no solo tienen cabida los valores, su ética y esa simpatía a la que haces alusión; también se encuentran las discrepancias, desencuentros y las incomprensiones.
Pero en lo primordial, estaba el vínculo que estableció con su familia. Habiendo sido un hombre decente, laborioso y cordial, un cubano de bien que no se creyó más de la cuenta. No puedo tampoco obviar que cierta amargura y frustración ayudó a cerrarle los ojos muy pronto.
Ese dolor que de muchas formas lo llevó a un insilio, a un enclaustro consciente, es el que se prolonga en ocasiones, y parece haberme afectado. Recordar cómo era me permite tenerlo cerca sin que por ello tenga que idealizarlo o magnificarlo. No le agradaba esa perfección idílica y con jactancia se reía de sí mismo como el más acérrimo de los críticos.
El historiador que hizo cine toda su vida me acompaña, y me complace saber que a muchas personas resultó memorable y tienen una buena anécdota con él. Como hijo suyo, no puedo pedir más.