Roniel Llerena (La Habana, 1988) ha escogido el camino más difícil. Lejos de trabajar en un sistema de símbolos y señales propios, ha decidido operar en su arte con códigos establecidos, reconocibles por el que mira, pero, a la vez, con esenciales elementos divergentes que los dinamizan, los niegan en parte y los devuelven en un empaque otro.
Hombre de isla como es, su discurso se centra en los paisajes marinos y en la arquitectura colonial, los que contrapone a las figuras centrales de sus piezas, muchachas cubanas de existencia real que posan por voluntad propia, ganadas por la sorpresa de verse reflejadas, descubiertas en otra dimensión, más allá de la chata cotidianeidad.
El trabajo de Roniel con las modelos daría para varias páginas. Ninguna de ellas es profesional. Se acercan a su taller por “contagio”. Unas a otras se pasan la voz: “Hay un pintor noble en la calle Barcelona que retrata muchachas…”.
Él las recibe, les habla, indaga por sus vidas, y si encuentra en ellas un rasgo sicológico de interés para él, trabaja con ellas. Eso explica que los rostros de las mujeres que aparecen invariablemente en sus cuadros no poseen una belleza convencional, incluso alguna ha sido captada a posta en un “mal momento”, luego de un intercambio ríspido con el artista.
Previo al trabajo sobre la tela, toma numerosas fotos de las modelos. De la suma de esos retratos salen las expresiones que le interesa plasmar, casi siempre aquellas que mejor las definan. En este caso a la obra se llega en dos direcciones: puede que el artista busque un rostro para una pieza que ha “entrevisto”, y puede que el rostro venga aparejado a un universo que exige plasmarse.
¿Algo de surreal hay en su arte? El mar, casi siempre encrespado, acoge en pugna a la figura que sale de entre las ruinas. Los vestigios de ciudad unas veces contienen a las mujeres y otras veces son ellas las que los portan. Quien conozca La Habana Vieja, quien haya caminado por sus estrechas calles súper pobladas, con plantas que crecen en las grietas de los palacetes derruidos; quien haya experimentado un huracán de los que cada año sacuden el país, podría, con todo derecho, creer que, más que surreal, la obra de Roniel es realista, sólo que se mueve en un plano de la realidad elaborado a nivel simbólico.
En A la orilla del tiempo el personaje tiene un rostro plácido. Hay un galeón que se va a pique y hay una balsa con tres ¿juanes? Al fondo, El Morro impertérrito, testigo secular de nuestra historia, faro y guía para los que arriban a la costa y última visión de la ciudad para los que la abandonan. Cito esta obra porque tiene el nivel de polisemia que es consustancial a todo su trabajo. Usted puede ver una pieza “bonita”, o puede introducirse en la lectura de la urdimbre de imágenes que el artista propone. ¿Por qué la muchacha arrullada por el mar encrespado no parece preocuparse? ¿Será que ya lo sabe todo? ¿Será que los tres náufragos que alcanza con su brazo es una misma imagen repetida a lo largo de los años? ¿Es placidez o hastío lo que siente?
En Resurgir la figura utiliza un pecio de tocado. Sobre los restos de la nave hay ruinas de iglesias, edificios que nos remiten a la Colonia. Si se fija el lector, verá agua destilar del buque, lo que sugiere que ha sido recién rescatado. ¿Estará en nuestro pasado el camino de una posible redención como país? La lectura apegada a nuestra actual penuria es inevitable, pues todo la alude, es la vara con que medimos las cotas, cada vez más alta, de nuestra insatisfacción.
La Piedad, que viste el amarillo de Oshún, diosa yoruba que se sincretiza con la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, acuna –nuevamente– las ruinas. Quiero dejar sentado que no intento detectar un sesgo político en la obra de Llerena. Él es un artista. Pinta sus visiones como buenamente puede, maneja sus obsesiones de cubano de hoy, sensual como todos, cegado, también como todos, por la hiriente luz de este lado del mundo. Y aunque las composiciones de sus cuadros parezcan inusuales, sus mujeres son nuestras hermanas, nuestras esposas o nuestras novias; la vecina que se asoma cantando al balcón para tender la ropa, la que corre por la acera camino a la escuela o al trabajo, la que está citando en un parque al amor, la que nos atiende en los cuerpos de guardia. Son, en resumen, las testigos de un tiempo, un plazo particularmente doloroso de nuestras vidas; pero son, también, pilares que sostienen la sensibilidad colectiva, nuestra inextinguible sed de belleza.
Conozco la obra de Roniel desde hace años. Su trabajo anda por un sendero ciertamente exitoso. Ha logrado reducir las imágenes a las esencias, ha hecho de la síntesis la búsqueda principal. Labora eficientemente con la metáfora, esa operatoria que hace que dos elementos yuxtapuestos den como resultado un tercero deslumbrante. Sus piezas son de lento laboreo: cualquiera de las imágenes que aquí expongo le ha costado meses concebirlas.
Su angustia es la del artista genuino, que, como diría Szyslo, el gran peruano, sabe que cada pieza es un crimen, pues entre lo soñado y lo plasmado siempre va a tenderse un abismo de insatisfacción. Acortar ese despeñadero es, para bien de nosotros, su utópica meta, porque seguirá creando obras cada vez de mayor calidad y complejidad conceptual.
Llerena es un artista visual, no intenta narrar, aunque su trabajo parta casi siempre de patakíes y mitos de la religiosidad popular. Son como icebergs, que esconden debajo de la tela las tres cuartas partes del sustento. Eso les da su solidez. Y también su misterio.