Durante semanas dudé si debía abordarlo. Cada mañana coincidíamos en la esquina de 10 y 13, en El Vedado, que se ha convertido en un muladar infecto. Yo iba a depositar mi bolsa de basura, camino a los ejercicios. Él hurgaba entre los desperdicios que se acumulan, a la vista de todos, hasta niveles intolerables de fetidez. Falté a mi casa un mes. A la vuelta, volví a hallarlo ahí. Entonces decidí hablarle.
Estaba sentado en el contén, colocando en su saco la captura del inicio de jornada. Le doy los buenos días. Responde, pero no me mira. Me siento a su lado. Dice llamarse Sixto. Fue profesor de educación laboral. No come de la basura, se apura a aclarar. Busca objetos a los que pueda “pasarle la mano” para reciclarlos: los vende luego a muy bajo precio. Una lámpara, una cafetera que ha perdido la junta, un pequeño ventilador quemado…
No vive en la calle, aunque casi. Tiene un cuarto en El Cerro. Camina cada día hasta El Vedado porque aquí, dice, la basura es mejor. A veces lo agarra la noche en la faena, entonces duerme en el banco de un parque o en un portal, si está lloviendo. Sigue siempre la misma ruta, por la zona. Hay competencia, por eso empieza temprano.

Le pregunto cómo lo puedo ayudar. Le ofrezco algo de ropa. No parece interesado. Voy a comprar pan. Si me espera, puedo darle una bolsa. Se levanta y comienza nuevamente a revolver el basurero. Lo hace con un palo, pues le da asco usar directamente las manos. Su mujer murió hace cinco años. Tiene un hijo y dos nietos en el norte, pero no sabe de ellos. Perdieron el contacto. No tiene pensión, no sabe cómo tramitarla. Un día dejó de ir al trabajo. Gastaba en transporte más de lo que ganaba… No bebe alcohol por una úlcera que ha sangrado. Fuma lo que encuentra tirado en la calle. No hay casi colillas, se queja: o la gente fuma menos o consumen sus cigarros hasta quemarse los dedos.

Quiero saber si lee el periódico. No, tampoco ve los noticieros —no tiene cómo—, ni escucha la radio. Siempre dicen lo mismo, apunta. El mundo es una mierda y nada puede hacer él por cambiarlo, murmura.
Le señalo dónde está mi apartamento. Esa es la ventana del cuarto. Si me das un grito, te oigo, pues justo ahí trabajo. Gritar no, dice. La gente rechaza a los que tienen su modo de vida, creen que están locos o que son violentos; se formaría un revuelo tremendo en la cuadra. Tampoco puede subir a mi piso. Sería peor si lo ven entrando al edificio.
Sixto debe tener unos sesenta años. Aunque asegura lo contrario, un vecino me dice que lo ha visto comer de los desperdicios. Él y yo tenemos varias cosas en común, como la familia del otro lado del mar. Solo que la vida me ha tratado con menos dureza. Le muestro fotos de mis nietas. Las encuentra bonitas.
¿Te sientes triste a veces?, le pregunto, y enseguida me arrepiento por la cursilería. No, no tengo tiempo, dice sin dramatismo. La batalla diaria no le da respiro. Cae muerto a la noche. Al día siguiente, comienza nuevamente la pelea. Le doy mi nombre. Hago que lo repita para que se le fije.
A la vuelta de la panadería, lo encuentro en el parque El Carmelo. Está en un banco que ha sido vandalizado, casi sin tablas donde sentarse. Vuelvo a sentarme a su lado. Le doy su bolsa con diez panes. Toma uno y se lo lleva a la boca; me brinda otro. Ya desayuné, le digo. Come sin avidez, como si quisiera mantener la forma, no perder la dignidad. De aquí a la tarde ya no le va a quedar ningún pan. Los compartirá con otros “colegas”que a esta hora deben estar en blanco.

Me levanto para irme, tengo trabajo esperándome. Le tiendo la mano, pero no me la estrecha. Pienso que le da pudor. Voy a desearle suerte, pero él se me adelanta, casi roba mis palabras. Cualquier cosa que sea la suerte, todos necesitamos grandes dosis de eso. Él, yo, nuestro país.
Nota: Ninguna de las personas que aparecen en las imágenes es el entrevistado. Tampoco Sixto es su nombre real.
Emotiva historia
Que tristeza, da lástima ver personas en esa condición. Me pregunto: Cómo habrá Sido su vida en familia? Ahora me acuerdo lo que tanto he oído en TV, ” aquí nadie quedará desamparado”, “la revolución no deja a nadie atrás”.