Para Silvio
Esto escribió José Martí en su prólogo a El poema del Niágara, de José Antonio Pérez Bonalde: “¿Quién no sabe que la lengua es jinete del pensamiento, y no su caballo?”.
Es probable que estemos en presencia de uno de esos generosos quién-no-sabe con que Martí trasegaba revelaciones que en su época sólo sabía él. Esta pregunta suya se anticipa varias décadas a la hipótesis de Sapir-Whorf, los primeros en postular que la lengua moldea el pensamiento, y determina (o influye sobre) la cualidad de sus creaciones. No pretendemos adentrarnos en los polémicos meandros del relativismo lingüístico. Para bien o mal, hemos olvidado casi todo lo que aprendimos al respecto en la universidad. Sólo subrayaremos que no es casual que tantos pensadores, del siglo XX en adelante, hayan hecho de la lengua el tema central de sus investigaciones; como tampoco es fortuito que el cubano de pensamiento más universal sea aquel que más hondo caló en las limitaciones de la palabra humana, y quien más plenamente realizó las potencialidades de su lengua natal.
No mucho después escribiría Miguel de Unamuno, también de forma precursora: “La lengua no es la envoltura del pensamiento, sino el pensamiento mismo”.
La ciencia, en efecto, ha confirmado que solo podemos pensar gracias a la lengua. Ella configura nuestro cerebro —activa de un cierto modo sus regiones— y nos induce a mirar y entender el mundo con arreglo a ella. Eso que llaman el “genio de la lengua” posee un poder vasto y silencioso, una influencia irresistible que llega a permearlo y moldearlo todo. Las bóvedas románicas se dirían diseñadas para que en ellas resuene mejor el latín (magnam gloriam tuam). La rectilínea arquitectura de los mexicas parece reproducir sus aristas consonánticas (tlaticpac). La espiritualidad india está cifrada en los fascinantes trazos de su alfabeto común (devanagari), cuyo nombre significa “de la ciudad divina”.
El lenguaje condiciona asimismo la imaginación y la expresión. El idioma inglés, por ejemplo, es en principio más preciso que el español, pues está equipado de un vocabulario más extenso. Por eso algunas de nuestras ambigüedades son intraducibles al inglés. Más precisión no es lo mismo que sutileza, como viene a ilustrar el siguiente ejemplo: un amigo alemán me dijo cierta vez que el español era muy sencillo, y la prueba era que él mismo había logrado aprenderlo con notable rapidez. Yo le contesté que probablemente en alemán ni siquiera existía equivalente para la palabra “sencillo”, pues en esa lengua, pese a su gran riqueza lexical, sólo podía decirse que algo era “simple”, o sea, que carecía de complejidad. Pero simple, en español, puede llegar a ser lo contrario de sencillo. Como en los Versos sencillos de Martí, donde sencillez no es simplicidad, sino maestría concentrada.
Y es que el arsenal del español, mucho menos exhaustivo que el de las lenguas germánicas, favorece un empleo más osado y sutil, resultando en una herramienta sorprendentemente adecuada para atacar aquello que parece difícil o imposible de expresar. La poesía es, por lo general, la encargada de hacerlo. Así pues, tomemos por caso a dos poetas del siglo XIX, Lord Byron y José Martí.
Byron, al inicio de un célebre soneto, escribe:
She walks in beauty, like the night
Y sería inútil buscar en español poderío y concisión equivalentes. Sentimos que no hay mejor modo de evocar a esa dama atemporal, que parece, a la vez, salida de un cuento de Poe. Algo quedó magistralmente expresado en ese verso, sin pedir nada nuevo o inusual al idioma. En otras palabras: la imagen evocada se hallaba en el terreno de lo expresable.
Veamos ahora unos versos del poema “Marzo” de Martí, donde ocurre el milagro opuesto y es la idea —la idea-imagen— lo que va creando, como un río de lava, su propio cauce expresivo:
Se oye a lo lejos galopar la nieve.
Batalla es el espacio. Perseguida
por el viento brutal, a mis ventanas
temblando llama y trémula, la lluvia.
En nuestro acercamiento a las letras inglesas, hallamos una gozosa abundancia de joyas bienamadas, de cosas dichas con “las mejores palabras en el mejor orden posible”, según la definición de poesía que da Samuel Coleridge. Pero en la poesía en español hallamos algo acaso mejor: voces que con entera naturalidad se aventuran a expresar conceptos y emociones que no tienen nombre, misterios que, a priori, parecían no caber en palabras. Un ejemplo sencillo sería esta canción de Silvio, tan cercana:
Ya te estoy recordando, Rosana,
aunque no te hayas ido.
El lucero que brilla mañana,
es lo que te he querido.
Casi siempre es peligroso hacer generalizaciones. Pero podríamos sugerir que, así como el inglés suele abordar con eficacia cualquier asunto bajo el sol, nuestro español americano resulta excelente para hablar de cosas imposibles y adentrarnos alegremente en lo desconocido.
Tuve ocasión de leer, por ejemplo, la conferencia de Lorca “Teoría y juego del duende” en una estupenda traducción inglesa. Intenté imaginar las resonancias que despertaría en un literato o lector anglófono, el descubrir aquel impensado mundo, aquel texto exuberante, lleno de deslumbramiento y “cantidad hechizada”. Y una vez más pensé en cuán tremendamente subvalorada está la función de los traductores. ¿Nadie ve que sólo a ellos corresponde la tarea de permitir al pensamiento cambiar de jinete, de abrevar a la cabalgadura innominada, y de dar agua bendita al dominó de la literatura universal?
Cuando leí, deslumbrado, Pequeño, grande, de John Crowley, un clásico vivo del género fantástico, tuve la certeza de que el autor de aquella saga familiar y feérica, que prefiero sobre tantas cosas, tenía que haber leído en inglés Cien años de soledad. García Márquez, por su parte, en una entrevista contó que su mayor influencia había sido Kafka, por raro que esto suene. Porque al oír que Gregorio Samsa despertó una mañana, después de un sueño agitado, convertido en un monstruoso insecto, se quedó estupefacto y se dijo: “¿Pero esto se puede hacer?”. Y el resto, como suele decirse, es historia.
En contra de lo que han sugerido ciertos críticos, no nos parece angustiosa esa dinámica de las influencias. Cuando los propios creadores hablan de ello, más bien expresan gratitud y entusiasmo. También es noble y delicioso descubrir el delicado homenaje que rinde un autor a sus lecturas más profundas. Como, por ejemplo, cuando Michael Ende conduce a un personaje suyo, un trotamundos, a conversar sobre la naturaleza del destino con el caballero ciego de la Biblioteca de Buenos Aires.
La lengua es materia huidiza, pero materia al fin. Como tal se degrada, se desgasta, se rompe, y por las razones que sean, se corrompe; como también evoluciona, se renueva, renace, resucita. En la actualidad, los oficios vinculados a ella se encuentran comparativamente deprimidos. Los frutos de la palabra mueven una fracción de la energía que antes movieran. El mundo de hoy afirma que una imagen vale más que mil palabras; y no es una mera frase: se concede mucho más valor a lo visual. No digo que lo visual carezca de ventajas específicas; la inmediatez, por ejemplo. Pero en una época en que la lengua (que es el jinete) está tan devaluada, ¿cuán lejos podrá llegar el pensamiento?
Previsiblemente, el tema principal de estas líneas —la relación entre la lengua, la expresión, y el pensar— resulta demasiado vasto. Válganos el refrán de que una sola cucharada contiene el sabor de la sopa. Mejor será callar discretamente, viendo que aparece la mañana, y dejarlo hasta la siguiente noche; quiero decir, un siguiente artículo.