que tuvo en cada sitio su áureo centro
y hoy es fuga y nostalgia y extrañeza.
Eliseo Diego
Estando en la secundaria cometí tres delitos por los que no fui en su momento castigado. No es algo de lo que esté orgulloso. Tampoco especialmente arrepentido.
El primer delito —porte de arma— lo cometía casi a diario: solía llevar un cuchillo a la escuela. Me alegra recordar, gracias a Dios, que nunca sentí el impulso de acuchillar a nadie. Mi secundaria era de deportes, y mi madre me decía que la gente que practicaba deportes era “muy sana”. En mi experiencia esto sería, en todo caso, una verdad a medias. Ajedrecista asmático que era yo, no me sentía nada seguro en aquel ambiente donde campeaban luchadores y boxeadores, y donde los profesores eran menos parte de la solución que del problema. Aquel recurso invisible me aportaba una seguridad cuya fuente no sospechaban mis condiscípulos, ni mis padres, naturalmente.
Mi entorno social sólo mejoró cuando entré al preuniversitario. A partir de ese momento dejé de andar armado, si bien un gusto irreprimible por los aceros cortos y largos ha permanecido en mí.
Al contar esto, en retrospectiva, me parece deplorable que el ambiente de mi secundaria haya sido tan caótico, y todavía más que la educación que recibimos a menudo ni siquiera mereciese el nombre de instrucción. Comprendo que así sucede, desde siempre, en muchas escuelas del mundo. Es justamente el hecho de que la educación pública se haya descuidado tanto, una de las cosas que me hacen pensar que, de no haber sido así, otro gallo cantaría.
El segundo delito —hurto— también lo cometía de forma recurrente. Mi tía abuela Magda trabajaba en la Biblioteca Central de la Universidad. Era una persona maravillosa, llena a partes iguales de picardía y decoro. Aprovechando que ella me dejaba entrar al área vedada donde estaban los libros, me robé varias veces el Manual de zoología fantástica, de Jorge Luis Borges, en la pequeña edición de tapas duras de la colección Breviario.
Si una y otra vez lo devolvía, no era porque me remordiese la conciencia. Lo que pasaba era que había otro librito que me interesaba: Budismo zen y psicoanálisis, de Erich Fromm. No creo que por entonces yo pudiese entender aquel ensayo, pero me fascinaba por alguna misteriosa razón. Probablemente ahora, aunque llegase a entenderlo, no volvería a tener tan hondo efecto sobre mí. El caso es que para robar el libro de Fromm sentía que debía devolver antes el de Borges. Así pues, los sustraía alternativamente, y me sumergía en uno u otro durante semanas.
Ahora bien, ¿por qué nunca se me ocurría quedarme con los dos?
No lo sé con certeza. Pero sospecho que se cumplía en mí el ideal marxista de propiedad. Dado que siempre podía volver a la Biblioteca y tomar lo que quisiese, mi avidez por los libros de la Central era cien por ciento de asimilación, y cero por ciento de posesión.
El llamado “socialismo real” se volvió contra los propietarios en favor de los desposeídos, mas no llegó a transformar las relaciones de propiedad. Estas han seguido teniendo más de posesión que de asimilación. Pues el socialismo real no consiguió calmar el afán de poseer, y al no poder anular la tensión de ese par dialéctico, fue inevitable que volviesen a surgir propietarios y desposeídos en el seno de la sociedad, con escasas diferencias respecto a los de antaño.
Gracias a la bendita indulgencia de mi tía abuela, he podido desmontar, al menos parcialmente, las sombrías lecciones de nuestra cotidianidad —que siento tiende a sacar lo peor de nosotros—. Ella me ha permitido entrever que, cuando el contexto lo permite, el ser humano, sin volverse por ello perfecto, se desprende de su rapacidad aprendida, que es el afán de poseer, y se queda con aquello que le es más propio: sus ansias lúdicas de asimilación y enriquecimiento interior.
El tercer delito —hurto y conspiración para defraudar— también tuvo que ver con un libro. Una mañana o una tarde de aquellos años de mi adolescencia partí rumbo a la Biblioteca Nacional, llevando encima un documento de identidad que previamente le había robado a un compañero de clase. Mi intención era utilizar aquella identidad falsa para pedir prestado un libro que no planeaba devolver. Mis escasas luces no me permitían prever cuán insignificantes eran las posibilidades de éxito de aquel plan. Me impulsaba y me cegaba la lujuria de la imaginación, que en esencia no es distinta de la lujuria del cuerpo o la del intelecto. En este caso, el objeto del deseo era La historia interminable, célebre novela del alemán Michael Ende.
Para quienes no conozcan el alucinante juego de espejos que tiene lugar en esa historia, el protagonista de la novela es un muchacho que se roba de una librería el mismo volumen que en ese instante se encuentra uno leyendo. Se trata, en suma, de un libro que incita poderosamente a cada uno de sus lectores a robarlo. Y luego contiene una historia tan fantástica que hace palidecer cualquier otra cosa que yo hubiese leído.
Por supuesto, ningún tribunal considera un atenuante la fascinación específica que el objeto robado puede ejercer sobre su ladronzuelo, sobre cuyas costillas caerá a su vez el indiferente garrote de la ley. Pero estaría faltando a la verdad si dijese que el tribunal de mi conciencia no lo considera un atenuante; o que no sueño con un mundo en que un juez pueda mostrar benevolencia ante tal caso.
Al final, el libro ya no estaba en la Biblioteca cuando llegué a solicitarlo. Alguien se me había adelantado. Tal vez otro fanático, o quizá mi Ángel de la guarda. Gracias a eso pude devolver sin problemas el documento de identidad que había robado.
Lo mejor sobrevino algunos meses después, cuando ya yo había entrado a Lalenin, es decir, al preuniversitario. Fue en esas primeras semanas del décimo grado, en que recién comenzaba a conocer a mis compañeros de aula y dormitorio. Me hallaba garabateando algo en la última hoja de alguna libreta, sentado en la última mesa del aula, cuando se me acercó el muchacho más alto de nuestro grupo. Se llamaba Jorge, y le decían el Guate, porque era guatemalteco. No recuerdo que antes hubiésemos intercambiado ni media palabra. Al ver lo que yo dibujaba, que no debió ser nada del otro mundo, posó firmemente una mano enorme sobre mi hombro y me dijo: “¿Quieres que te preste La historia interminable?“. Y lo hizo. Me lo prestó. Y yo lo leí. Lo asimilé, maravillado, una vez más. Y se lo devolví. Desde entonces lo he comprado, releído, prestado y perdido varias veces.
Son estos pequeños milagros, estos episodios inesperados de bondad, los que han fortificado mi fe en las utopías. En realidad no veo por qué lo que experimentamos en el seno de nuestra familia, o en el círculo de nuestras mejores amistades no va a poder escalarse a segmentos más vastos de la sociedad. Básicamente en esto se fundan mis esperanzas de mejoramiento social, y mis intentos de proyectarme como ciudadano de ese mundo entrevisto.
Para rematar diré también que creo en la Pequeña Providencia, una traviesa potestad que nos asiste aunque nunca pensemos en ella, corrigiendo anónimamente nuestros actos con toques maestros de armonía.