Siempre delgado y tan frágil, al punto de despertar ese cariño genuino de los demás cuando se es muy pequeño. Eso, mientras no apareciera el bullying de los otros, los que cursaban los grados superiores, o alguno apuntando que era demasiado flojo, tan penco como una niña. El día en que apareció con el ojo terriblemente hinchado, la madre supo que su hijo corría demasiado peligro en este barrio que, visto y comprobado, tenía fama de ser amistoso y hospitalario mientras se jugara bajo sus reglas.
Como ella lo criaba sola, varios adultos, tanto hembras como machos, se ofrecieron para enseñarlo a ser hombre. “Déjamelo una semana nada más y tú verás cómo te lo enderezo”, dijo una vez el bodeguero cuando tuvo que ir ella misma, con tanto trabajo como tenía, a buscar los mandados, porque al chico lo estaban esperando en la esquina y no era para jugar a las muñecas. Lo dijo como si se tratara de arreglar un mueble acabado de comprar que, lejos de hacerte feliz, te pesa haber adquirido, pues vino defectuoso.
“Tengo que cuidarte más que a una señorita”, protestó la madre cuando cumplió quince años y ahora era más o menos alto, pero igual de flaco y frágil, con unas tetillas abultadas que parecían erizadas todo el tiempo debajo del pullover sin el que nunca osó salir. Sus pestañas eran de un largo envidiado por las mujeres, y sus labios carnosos de un rojizo tan tentador que ya algunoshombres no querían enderezarlo sino inclinarlo más, como si fuera a recoger algo del piso en algún callejón del barrio bien entrada la noche.
Con los años, le agarró tanta fobia a la escuela –más que a la escuela, a los alumnos; más que a los alumnos, a los maestros– que se dedicó a preparar arreglos florales, bodas y todo tipo de ceremonias. “Hay que alegrarse la vida porque es una sola”, decía con esa extraña fuerza de voluntad de los que han tenido experiencias cercanas a la muerte. Y es que su vida era, en realidad, un coqueteo con la muerte también cuando arreglaba uñas, pelucas, y maquillaba a las jovencitas para las fotos de quince mientras les decía “Ay, si yo fuese tú sería más yo”.
En medio de este barrio de gente tan acostumbrada a que le digan qué hacer y pensar, comenzó, un buen día, el próspero negocio de echar la suerte en las cartas. Con tan buenos vaticinios que, por no escuchar sus consejos, el bodeguero terminó preso por venta ilegal de carne de res. Dicen que cuando salió, con la cabeza peinando canas, vino corriendo a pedirle perdón. Aunque algunas versiones aseguran que un reo altísimo y mucho más fuerte le aflojó las patas al super-macho-bodeguero, lo cierto es que a partir de ese día la gente hace cola en mi barrio para consultarse.
Cada 28 de septiembre, en la fiesta de los CDR, todo el mundo lo espera como cosa buena para que haga otra vez el cuento de aquel ebbó que se hizo, con la lengua de una vaca, para quitarse de arriba tanta habladuría de la gente. La fuerza con que la lanzó, cansado como estaba de andar en boca de todos, rompió el parabrisas de un Lada que venía a toda velocidad por la avenida. Con especial picardía cuenta cómo el impotente chofer retaba al culpable, en plena madrugada, a que saliera de donde estaba escondido, a que no fuera tan maricón. Y él pegado a la puerta de la calle, muriéndose de la risa.