Una carta escrita por mi madre el 12 de octubre de 1998 apareció sobre el piso del lugar donde vivo en Buenos Aires la noche del pasado 13 de enero. Serían poco más de las nueve cuando mi esposa, que movía libros de un lugar a otro, la encontró a orillas de nuestra mesa de cuatro sillas.
Leyó con sorpresa y curiosidad las pocas oraciones que forman la breve comunicación. Su caligrafía era clara y los trazos elegantes, escritos en tinta roja. Abre con la fecha, y termina diciendo: “No te escribo más, pues mañana nos veremos”.
Mi esposa, sorprendida con el hallazgo, se acercó a donde me encontraba para saber un poco más sobre el contexto y me preguntó cómo la misiva había llegado hasta allí. Me pasó la hoja y volví a enfrentarme a un papel conservado, doblado en cuatro perfectos cuadraditos.
Fue así que estuve de regreso en el lugar donde por vez primera la había leído. Yo era un soldado del batallón de la frontera y llevaba 13 meses al borde de Caimanera, Guantánamo. Pasaba el Servicio Militar Obligatorio (SMO).
No había echado mano a mi asma crónica para librarme de la experiencia y, por mucho que me aterró la idea en los años precedentes, en lugar de intentar quedarme en una unidad cercana o librarme definitivamente recurriendo a formas ilegales que existen para ello, busqué la manera de irme a Guantánamo.
Pensé que era el lugar donde las cosas estarían más entretenidas, ya que tenía decidido aprovechar la oportunidad abierta al término de esa experiencia para seguir estudios universitarios. Había acabado una carrera técnica en la especialidad de electrónica, pero quería estudiar periodismo, pues, como mucha gente, suponía que era una manera eficaz de acercarme a la literatura.
Uno de los momentos más agradables era el de escribir cartas. Además de infante, me había convertido en “escribidor”. Todos los domingos redactaba, pues cada lunes enviaba los mensajes con algún amigo o conocido hasta el lugar donde la carta sería leída y respondida.
Esperaba las respuestas en las cercanías de una plaza donde se estacionaba el transporte en el cual retornaban quienes regresaban de sus casas después de una semana. Volver al ambiente familiar y a la vida civil era una emersión terrible, pues por ella uno entendía que el mundo de las cosas cotidianas había continuado sin nosotros.
A la altura de estos años, y con un hijo varón al que le hubiera tocado la suerte del servicio militar obligatorio llegada la edad, corroboro la inutilidad de esta práctica, aun cuando en lo personal me dejara algunos amigos y un arsenal de historias, algunas de las cuales he convertido en artículos, pasajes de novelas y cuentos.
Pero supe de demasiados muchachos traumados con la idea de verse obligados a pasar el servicio militar. Conocí una buena cantidad de individuos que, resignados ante esa experiencia, buscaban la manera de evadirla: hay quien no vaciló en herirse; otros fueron más lejos e intentaron o terminaron quitándose la vida. Pensaron ellos que era la única manera de escapar de aquella experiencia. Por buscar una forma de evasión, también hubo quien acabó amonestado o preso.
Hace apenas una semana leímos sobre nueve jóvenes desaparecidos a causa de unas explosiones en una unidad militar de Melones, en Holguín. Ayer informaron que esos muchachos estaban definitivamente muertos.
Que decenas de países tengan establecido el servicio militar obligatorio y que mi experiencia no haya sido traumática como esperé, y como lo fue para mucha gente, no me hace estar contento o alentar la idea constreñida por un falso patriotismo, por un efecto condicionado que nos hace creer que el enemigo viene al siguiente amanecer.
Conozco lo que significa para una madre escribirle cada semana a su hijo, que está entre desconocidos que manipulan armas y que a veces acceden a ellas sin siquiera entenderlas del todo.
La carta escrita por mi madre, y que apareció de repente esta semana en Buenos Aires, había sido escrita en Holguín, donde está fechada.
No me pregunte cómo sucedieron los hechos que la llevaron de un sito al otro, y de una época a la actual: solo les voy a decir que semejante episodio me ha permitido escribir este texto, y sobre todo, me ha hecho recordar los sentimiento de mi madre, muerta hace 20 años ya.
Me pongo en su lugar hoy, y en el de quienes tienen hijos en el SMO, pero sobre todo, pienso en esos que entregan un año y medio o dos de sus vidas por una causa que no tiene ningún sentido más que el de las ensoñaciones.