El pequeño estand de Cuba en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires estaba bastante desnutrido. Podían verse gorras y artesanías en las repisas sobre las cuales debieron estar los libros, aunque sobre una mesa descansaban parejas de ejemplares de Nicolás Guillén, Anna Lidia Vega Serova, Eudris Planche Savón, Basilia Papastamatíu, Emerio Medina y Roberto Méndez.
“No llegan hasta el jueves”, respondió el martes en la noche la mujer encargada del espacio. Según ella, el resto de los textos debieron arribar en los vuelos que Cubana de Aviación suspendió por la negativa de YPF de proveerle combustible, aludiendo el embargo de los EE. UU.
Textos escritos por autores y autoras cubanas pueden rastrearse en distintos estantes y zonas de la feria. Esta vez no hay dos espacios en disputa política, como sucedió en las últimas ediciones, sino que los ejemplares ajenos al amparo oficial se dispersan en editoriales independientes o inmensos conglomerados como Random House o Planeta; incluso, los de autores cubanos radicados en Argentina, como Marcial Gala.
Pero me refería al punto en el que se encuentran los libros traídos desde La Habana y que acompañan, en este caso, Méndez, Papastamatíu y Medina. El propio Méndez, poeta, ensayista y narrador, con bonancible cadencia, habría de tocar oblicuamente parte de este asunto la noche del domingo 28 de abril.
Se encontraba en la sede de Aurora Polaris Ediciones. En una pared habían escrito con tiza: “Candela al jarro. Noche de poesía cubana contemporánea”. Organizaba la dramaturga y poeta Nara Mansur, que vive en Buenos Aires.
Entonces el escritor no comentó sobre quienes despliegan su carrera a cuenta y riesgo fuera de la isla, sino sobre aquellos que desde Cuba, a pesar de la dependencia con editoriales estatales, también a cuenta riesgo intentan abrirse paso en editoriales internacionales. El tema contempla un trasfondo económico, pero también les ha “abierto el pensamiento”, según dijo Méndez: les ha sacado de cierto “provincianismo mental” y, además de todo eso, ha venido a demostrar que tienen “una voz”. Esa circunstancia les ha permitido ser “un poco más planetarios, un poco más contemporáneos”.
Antes había hablado Nara Mansur. A punto de iniciar la presentación se le perdió una hoja y ella misma, poco después, habría de decirme: “Que gracioso, al final no se supo qué pasó, si se la robaron o qué…”. Por suerte, el incidente no interfirió en el desarrollo de la presentación que comenzó por una presentación suya a uno de los invitados.
Mansur tuvo frases elogiosas para Roberto Méndez, quien el año pasado mereció el Premio Nicolás Guillén 2024 por su libro Cartas de la plaga. Yo anotaba en mi pequeño cuaderno desde la penumbra, mirando de soslayo un recipiente atiborrado de vino tinto y decenas de bloques de plomo como los que usaban los linotipos. “La memoria es una de las claves de su obra”, “presente desde el pasado o lo oculto”, “elige una tradición”, “¿qué será sobrevivir a uno mismo?”. Pensé en esa pregunta tan poderosa.
La velada sucede en un acogedor taller colectivo de artistas gráficos. Nunca había estado en ese lugar y esta fría noche de abril lo encuentro escondido en una cuadra solitaria de acera enorme en las proximidades del cementerio de La Chacarita.
Mansur lee y Méndez escucha. Lleva sus clásicos espejuelos rectangulares y se encuentra bañado levemente por la luz de una lámpara que cuelga encima. También reciben la claridad de otra pequeña bombilla, cuya luz ayuda a que se produzca una mixtura de luminiscencias juguetonas que proyectan inmensas sombras sobre la pared del fondo. Tengo la impresión de que tienen autonomía y bailan para el público, apretado, silencioso y expectante.
Méndez lee algo que había escrito desde Cuba sobre el libro Siete Poetas cubanas contemporáneas (Milena Caserola), una antología preparada por Mansur con poemas suyos y de coterráneas como Damaris Calderón, Martha Luisa Hernández Cadenas, Jamila Medinas Ríos, Soleida Ríos, Legna Rodríguez Iglesias y Reina María Rodríguez. También anoto: “Poesía cubana que se escribe en cualquier parte del mundo”, “muestrario fenomenológico”, “huir de los orígenes del canon”, “propósito lúdico”.
Luego, el escrito refiere detalles de su presencia aquí. Se trata de la primera estancia en Buenos Aires, estadía que define “cortica y apresurada”. Habla de su relación con la literatura de Borges, Marechal y Sábato. “Tenía una imagen caótica de Buenos Aires”, dice y agrega: “Ahora la tengo más caótica”. Sugiere la situación económica y política (de Argentina), y cierra con la frase: “donde hay imaginación y algo de voluntad para expresarse, hay futuro” (nos sirve para todos).
Hablando después con mi esposa sobre estos temas, llegamos a la conclusión de que, además del adeudo de un artista que visita una feria extranjera gracias al Gobierno de su país, es legítimo que se eluda la crítica política directa, aunque en ello haya un condicionamiento inconsciente: así como hay escritores que hacen del tema político una causa, otros prefieren concentrarse en los entresijos de su obra.
Lo decíamos porque, así como esa noche hubo frases del tipo: “escribir desde Cuba es un acto de resistencia y valentía”, los escritores en estas ferias no refieran directamente temas de aquella realidad contradictoria, debilitada, convulsa y agónica.
El público permanece en silencio, sentado o de pie. Después de que Méndez ha hablado de su proceso de escritura (en las mañanas y generalmente con música de fondo), de sus colaboraciones con la prensa cubana, de las mañas que puede tener un escritor (“No tengo muchas, en Cuba eso se curó…”) y de su familia, lee varios textos incorporados en Supérstites (Selvi Ediciones). Los poemas aluden a la intimidad familiar, a su hijo, a su madre. Este es especialmente aplaudido por los asistentes, y se produce una especie de pausa que aprovecha una señora para pedirle que lea algo suyo. Discretamente sorprendido (pues acaba de leer), acepta hacerlo otra vez.
Me entero por Mansur de que esa señora es la escritora Nilda (Tununa) Mercado, viuda del escritor Noé Jitrik. Pese a sus casi 90 años ha hecho digno acto de presencia en el lugar. Me hubiera gustado saludarla, pero lo supe tarde, cuando Nara me lo cuenta ya en el subterráneo, a la espera del tren que nos devolvería a nuestros ambientes y mucho después de haber advertido ella a los presentes con una exclamación animada: “Emerio Medina está aquí”.
Yo no había visto a Emerio; de hecho no lo veo cuando lo dice, aunque busco en la penumba. Eso sí, recordé inmediatamente cierta vez cuando, siendo estudiante de Periodismo, un veterano pasó por la Facultad de Comunicación y apuntando a una silla vacía nos asombró con el grito: “Pablo está aquí”. Se refería a Pablo de la Torriente Brau, y no sé por qué con eso en la cabeza me doy cuenta de que el escritor mayaricero, uno de los cubanos más premiados dentro de la isla (obtuvo los Premios Casa de las Américas, Carpentier y el Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, entre otros), se encuentra sentado junto a la académica y ensayista argentina Guadalupe Silva, sin que esa cercanía sirva para que se conozcan, según me refieren ambos por separado, después.
Emerio agarra una silla y la coloca junto a sus colegas. Dirá que es ingeniero mecánico, que no puede darse el lujo de escribir en las mañanas porque trabaja en una termoeléctrica y que todos sus cuentos hablan sobre la supervivencia. “Escribir desde la isla es un acto de resistencia y valentía”, dice. Se pone unos espejuelos y lee el cuento breve “La niña, la puta y tú”, que ya había escuchado yo, pues antes de esta velada, encontré a estos mismos escritores en otro lugar. Y así lo cuento:
Estoy en la sala Alejandra Pizarnik, uno de los espacios que en La Rural distingue esta Feria del Libro, esta vez determinada por aquel aterrador “No hay plata” de Milei, pues las filas para entrar suelen repletarse como antes sólo después de las 8 de la noche, cuando la entrada es gratis. A Emerio lo conozco desde 2007. A Méndez nunca lo había visto y es quien diserta cuando entro. Refiere cuestiones relacionadas con la crítica literaria y su poco efectiva fundamentación algunas veces ante la llegada de nuevos textos o autores en el mundo editorial.
Después de haberlo encontrado por última vez hace unos nueve años en esta misma ciudad, descubro a Emerio Medina inclinado sobre la mesa, casi acostado sobre un brazo a su derecha y vestido con una chaqueta de mezclilla. “Logra un auténtico virtuosismo en sus cuentos”, dice Méndez. En el centro, o sea, entre los dos, se encuentra Basilia Papastamatíu, pues se trata de la primera actividad pública de los escritores llegados desde Cuba. Son ellos, aunque no me quedó claro si una persona que alcancé a ver, llamada Carmen Serrano, formaba parte de esta abreviada comitiva.
Emerio mira al público de soslayo, y cuando toma la palabra debe enderezarse, y cuando se endereza es para leer el cuento antes mencionado, que pertenece a su libro: Los barcos terminados (Unión, 2015). Después le toca presentar a Méndez, a quien define como “un erudito, un poeta, un narrador”. En esa introducción, comenta que la literatura cubana perdió sus dos ejes fundamentales, que, según ese criterio, son la “sustancia narrativa” de Carpentier y la “prosa impecable” de Martí. Entonces, para él, según esa presentación, Méndez es la persona que viene a juntar en la narrativa cubana estas dos características, o sea, combina una tendencia o estilo que le parecen la “brújula perdida de la narrativa cubana”.
También dice Emerio Medina que su narrativa básicamente transcurre en La Habana, urbe que siente como “su lugar”, ante lo que debo preguntarle cómo ha sido posible esa transmutación, teniendo en cuenta que hace unos años, cuando nos conocimos, parecía ser un lugar que detestaba: “Vencí la resistencia”, me diría en un café de Balvanera. “He tenido que rendirme. No hay otro camino que contar con La Habana, estar en La Habana, hacer vida cultural en La Habana, y desde La Habana emprender quizá otra ruta. Pero, mi problema no es con la ciudad, pues es probablemente el único escenario puramente literario de Cuba”, dijo.
Camino a la estación Tronador, de la línea del Subte B, a un andar apurado, casi fatigoso para todos, pero en especial para Roberto Méndez, le comenté que esperaba conversar sobre su obra y sobre su paso de pocos meses al frente de la Academia Cubana de la Lengua. Me dijo: “Está bien, mañana hablamos”, pero tuvimos decididamente que echarnos a correr para descender al subterráneo, ya que faltaban 2 minutos para el cierre.
Ya dentro del coche me senté en un asiento junto a Emerio y hablamos de temas apresurados que no evitaron la crisis cubanas y las protestas. Méndez estaba del otro lado del pasillo y fue la última vez que lo vi, pues al siguiente día, me escribió un mensaje de WhatApp alegando que tenía un par de compromisos y que le sería imposible nuestro encuentro.
Sin embargo, y esto debo decírselo, estuve yo hasta el día siguiente con el recuerdo de su poesía en mis propias manos, pues resulta que cuando nos habíamos despedido, y a bordo yo de otra línea del subte, la que me llevaba a mi departamento, meto una mano en mi bolsa y al sacarla descubro que está negra, como si un virus o un hongo me hubiera infectado. Sorprendido, con terror, comienzo a manotear para asombro de la única persona que viajaba también a esa hora a poca distancia en el coche, hasta que entendí que se trataba de la tinta de impresión de un volante tomado en el taller de impresión. Era un verso de Roberto Méndez: “La cabeza del poeta está sobre las rodillas del tiempo”.
Minutos antes, la tertulia había cerrado con un pedido. Un hombre quiso que los escritores definieran Cuba, su “inmensidad”, con una palabra, o unas pocas, las escenciales. Méndez no dudó una buena respuesta: “Poderosa imaginación”. Medina apunto a la geografía, y dijo: “Palmar”. Solo Nara Mansur estuvo dudosa: “¿Hambre?, ¿Apagón?, ¿Música?, ¿Trueno?, ¿Quejido?, ¿Grito?”.