Un artículo en la sección de cultura de Granma produjo algún revuelo. Desde su título, el texto intenta reivindicar a Bebo Valdés, gran músico cubano de quien el 9 de octubre se cumplieron cien años del nacimiento.
Pianista, eminencia del jazz latino, creador del ritmo batanga, y por lo tanto revolucionario de la música, a Bebo Valdés no hay necesidad de reivindicarlo; sí deben ofrecerse explicaciones en ciertos espacios públicos cubanos sobre el por qué murió a ocho mil kilómetros de La Habana, en Estocolmo, para que el lector promedio piense y para que la deuda, que en todo caso la cultura cubana tiene con él, quede saldada.
Entiendo saludable que el periodista y vicepresidente de la UNEAC Pedro de la Hoz escribiera de la manera en que lo hizo, lo malo es que su nota fue publicada por el periódico oficial del PCC veinte o treinta años después de que fuera totalmente efectiva. ¿Habría sido posible en los setenta, ochenta o noventa afirmar en el mismo diario y sección que la obra y lo que representa Bebo Valdés para la música pertenecen íntegramente a Cuba? Seguramente que no, porque, como advirtiera el escritor Jaime Sarusky hablando conmigo de otro tema que no viene al caso, pero igual cito, todavía había muchas pasiones con vida y poder.
“¡Que nunca se queda bien!”, podría quejarse algún lector ahora; pero no, no se trata de quedar mal o bien, sino de hacer justicia con quien tuvo que exiliarse a los 42 años porque no le dejaron alternativas. La circunstancia de Bebo Valdés fue la de miles de compatriotas excluidos por el sistema, gente a quienes la política incluso poco interesaba y, sin embargo, les cayó encima conminándolos a actuar después de insinuaciones peligrosas, como la que le hicieran a él: “Mira que ahora le damos paredón a cualquiera”. Fue advertencia común, también cliché-bocadillo que algunas veces no evidenciaba más que un mal chiste, aun cuando llevara consigo la carga ambigua del violento humor.
Las instituciones culturales de entonces, con más de un recalcitrante y oportunista en sus oficinas, nunca entendieron que el interés de Bebo Valdés por la música norteamericana, que una vida de trabajos en cabarets y bares nocturnos tocándole a turistas mayormente procedentes de Estados Unidos había sido “cuestión de negocio” y no una vinculación palpable con imperialistas o mafias rampantes, como cuenta en el libro de Mats Lundhal, publicado en 2008, Bebo de Cuba.
Lo peor del caso es que por otras radicalismos políticos Bebo tampoco logró establecerse en Nueva York, donde era conocida su música y donde contaba con admiradores y una industria que lo respaldaba. Cuando tuvo intenciones de hacerlo, y estaba a punto de tomar la determinación, Kennedy y Luther King eran cadáveres y Las Panteras Negras desafiaban las calles con sus consignas de All the power to the people. “Comprendí que los Estados Unidos estaban atravesando un tiempo terrible, que debía esperar y quedarme en Suecia”, dijo Valdés.
Causa curiosidad imaginar a quienes le pusieron zancadillas u obligaron directa o indirectamente a Bebo Valdés a marcharse de Cuba en 1960 frente a ese texto del periódico Granma. También me pregunto qué pensarían los desentendidos, la mayoría de los lectores del diario de papel que no alcanzan a descifrar la connotación de las frases antes referidas aquí. Probablemente tampoco habrán comprendido el verdadero significado de la oración donde se advierte que Bebo “legítimamente nos pertenece”.
Tarde recapacita una persona o sistema sobre los males que llega a producir. Y, pensándolo de otra manera, puede incluso que no recapacite nunca, y por eso De la Hoz se haya visto impulsado a titular y escribir su texto de la manera en que lo hizo, dándole valor a las frases en las que me he detenido y, con ello, dejándonos claro a los lectores del mundo que las cosas han vuelto a su punto de partida, o sea, al momento en que el aviso del paredón simbólico renace con un sentido simbólico.
Un artista le pertenece al país natal en la medida en que ese territorio haya reciprocado su lealtad hacia él, de modo que si por cincuenta años Bebo Valdés se vio obligado a ganarse la vida en restaurantes de Estocolmo, tocando para comensales más interesados en llenar sus estómagos que sus almas, en todo caso su memoria corresponde hoy a los restaurantes suecos o a los gremios de música gourmet.
Un país, a fin de cuenta es eso, tierra, flora y fauna, y en el caso de Cuba: un simple lagarto verde con ojos de piedra y agua. De todos modos, en su biografía siempre será Bebo de Quivicán y habrá hecho historia en La Habana de los cincuenta. En tanto el país donde nació y su gente jamás dejaron de acompañarlo en la medida en que moría cada noche sobre un teclado.
Así como es legítimo que muchos hombres y mujeres honrados habitantes de la isla quieran poner en su lugar a artistas y obras desterrados en momentos conflictivos, una larga lista que incluye músicos y escritores, pintores, dramaturgos, actores, deportistas, científicos, políticos y gente con oficios discretos, resulta necesario tomar en cuenta que una intención restauradora conlleva a una disyuntiva sino moral, al menos ética.
Si el restablecimiento de un nombre sucede sobre los mismos códigos, bajo el mismo procedimiento que los depuró, no tiene sentido sin al menos una disculpa personal.
Lo menos que se puede esperar en estos casos es que el hecho suceda cuando los proscritos estén vivos, y no esperar a la desintegración de su cuerpo para entonces, si se consiguen los derechos, hacerse de la obra para con ella, y junto al nombre de su autor, promover la causa que los depuró.
Quien fue relegado, su familia y quienes tienen fresco ese momento de angustia, merecen una disculpa personal y colectiva. De otro modo, parecerá oportunismo y, en el peor de los casos, hipocresía cualquier intento de reivindicarlos.