Otra interpretación con la que puede seguirse el libro 1984, de George Orwell, es la que se nos presenta con el personaje de Julia, la empleada del Departamento de Ficciones que a primera vista parece la pureza de la nueva generación personificada en una chica de 27 años.
Pronto sabremos, o sabrán los que ya conocen el libro, que no es precisamente la pureza lo que simboliza Julia, sino la simulación que es, así mismo, el reflejo de la doblez de un sistema, la ejemplificación de la doble moral de una sociedad cuando es determinada por preceptos anquilosados impuestos por el poder, que en este caso se concentra en el Partido.
Ella, como otras chicas de la militancia, parece ser ejemplar: siempre libre de maquillajes, dispuesta a odiar como nadie en los dos minutos diarios y con una faja anti sexo subrayando sus caderas y, sobre todo, dando cuentas de su integridad. Hasta que un día decide dar un “mal paso” para atraer la atención de Winston Smith, el protagonista de 39 años.
Mediante un mensaje que entrega valiéndose del simulacro, luego con diálogos esquivos entre la multitud, evitando siempre las telepantallas, logran ambos evadir la realidad y desbocarse al mundo del amor, o del sexo cuyo disfrute le estaba prohibido. ¿Por qué?
Porque el deseo, en la nueva lengua es “crimental”, o sea: un crimen del pensamiento. La fuerza que haría pedazos el Partido no era el amor de una persona, sino el puro instinto animal, el deseo indiferenciado, escribe Orwell. Debido a eso, al desatarse entre los amantes el ardor, mezcla de erotismo e instintos, se desencadenan pasiones que al fin y al cabo terminaban por volverlos disidentes.
Ninguna emoción en un sistema donde la vigilancia y la adoración al “Gran Hermano” es el arma que sostiene el orden puede ser pura. Bien sabe Winston que incluso en la más recóndita intimidad el deseo termina mezclándose con el miedo y el odio; por eso cada orgasmo es interpretado como una victoria contra el sistema, se levanta como un golpe contra el Partido y en sí mismo pasa a representar un rotundo acto político.
Winston y todos los que pensaban a su estilo buscaban derribar aquella barrera de falsa virtud sacándole el mejor partido a la intimidad, porque “el acto sexual bien hecho era una forma de rebelión” y entre más corruptos fueran los individuos entregados a los placeres del cuerpo, mejor todavía. Esa era su mejor manera para corroer al sistema moralista.
Encerrados, Julia no es una camarada asexual, sino la mujer experimentada y apetente, cosa que a Wisnton le satisface pues es también su forma de vengarse, y dice: “Con cuantos más hombres hayas estado, mejor, ¿me entiendes?”, a lo que ella responde: “Te entiendo perfectamente”.
El mundo de falsa moral debía estar corrompido hasta el tuétano, la tiranía del poder debía ser vulnerada con el liberalismo del cuerpo.
Al fin y al cabo ese Partido, esa ortodoxia ficticia satirizada por George Orwell, nada tiene que envidiarle a muchos partidos y ortodoxias empoderadas por la historia. Y el problema del acartonamiento, de la conducta fría, de esa falsa pureza en post de “metas mejores” o “más altas” o “verdaderamente trascendentales” de la militancia no es otra cosa que la evidencia de que todos lo “hacen mal en la cama”.
La cita última más o menos reproducida pertenece a la actriz Magdalena Boczarska, quien en el filme El arte de amar (dirección: Maria Sadowska, 2017) interpreta a la autora del libro con igual nombre y primera guía sexual en los países de la antigua Unión Soviética, la sexóloga polaca Michalina Wislocka que debió imponerse a la sociedad autoritaria y retraída con sus revolucionarias ideas concernientes a la sexualidad.
Barreras aliadas para Wislocka en la publicación de ese libro fueron el Partido Comunista de Edward Gierek y la iglesia católica cercana a Karol Wojtyła, ambas por igual, y si logró imponerse lentamente fue valiéndose del poder que, si controlada, aun era aprovechable en la prensa.
“El orgasmo es una metáfora”, dice Wislocka en la voz de la actriz que la personifica en este filme. “El sexo es una metáfora”, intentaba decir Julia en 1984 y estaba convencido de ello Winston Smith.
Para cuando Orwell escribió esta novela a la que he dedicado dos columnas, otros narradores ya habían alborotado a los lectores de sus países con escenas disidentes por su apuesta de revelar situaciones y describir el cuerpo humano como no era costumbre hacerlo. No tardaba la ortodoxia en catalogarlos de “pornográficos” u “obscenos”.
Un ejemplo en la propia literatura anglosajona es Henry Miller, quien había publicado su Trópico de Cáncer, en 1934, novela por la que padeció la censura de su sociedad y la etiqueta de inmoral que lo persiguió hasta 1964, cuando la Corte Suprema de Estados Unidos anuló un juicio en su contra para el cual se le acusaba de inmoral o algo parecido a ello.
Este libro de Miller se conecta con Orwell de muchas maneras. El olvido del tiempo es una. Si en 1984 la confusión en que vivía Winston era producto de la constante manipulación de la realidad y la alteración del pasado, el presente y el futuro, para Miller “el verdadero” héroe de los días, donde se colocará desde una primera persona para narrarnos la historia, será la intemporalidad.
Pero, su fuerte está en la manera en que proyecta ideas y descripciones. “Lo malo de Irene es que tiene una maleta en lugar de un coño. Quiere cartas voluminosas para embutirlas en su maleta.”, dice, y perdón por la traducción castiza.
Pero Miller también necesita otra columna para él, jónica o dórica, eso no importa. Ahora pienso en las ideas generadas por estas relecturas y me viene a la cabeza el cine cubano, sobre todo aquel de los noventa y principios de este siglo; y también recuerdo cuentos y novelas cubanas y hasta recuerdo las noches que he pasado en ese tipo de barrios donde las casas son apiñadas unas con otras y uno se queda sin saber qué hacer porque de repente desde los recovecos surgen gemidos y chirridos.
En fin, pienso en todo eso y me sonrío.