El paso de la tormenta tropical Elsa por el Caribe, donde llegó a tener potencia de huracán, y por ende se convirtió en el primero de la temporada, me hizo pensar la manera en que esta clase de fenómenos ha influido en la literatura, especialmente la cubana. Al menos los libros que tengo a mano me sirven para rastrear algunos elementos de la meteorología en nuestras letras.
Sobre el origen del término, tengo el recogido por Esteban Pichardo en su Diccionario de 1836, concluido después de muchas actualizaciones en 1875. Según explica la doctora Nuria Gregory en el prólogo de la edición de 1985, para dar por cerrado el trabajo, Pichardo “viaja mucho por el interior del país. Lee y consulta a un gran número de especialistas (…) Sabios cubanos como Felipe Poey le facilitan y aclaran gran cantidad de vocablos”.
Según Pichardo, Huracán es la voz indígena mediante la cual se describe “un viento impetuosísimo y terrible de mayor grado de fuerza que se conoce; o mejor, torbellino de vientos encontrados, que giran por todos rumbos como si salieran de la tierra con el impulso perpendicular para arriba”.
No pareciera esta la descripción más específica, científicamente hablando, pero luego argumenta con una explicación similar a la que encontramos en los partes de hoy día: “es de movimiento rectilíneo o rotatorio y de traslación, cuya fuerza variable aumenta de la circunferencia al centro, donde se produce una calma de extensión y duración inconstantes, soplando el viento a intervalos desiguales con esfuerzo vibrante, espantoso…”
El propio Diccionario de Pichardo recuerda que se le pueden encontrar bajo nombres diversos, desde ciclones, tifones, fiffons o baguios hasta furicanes o juricanes, y deja constancia para la historia meteorológica de los 57 que, desde la conquista hasta 1873, se habían registrado en Cuba.
Recreando estas épocas en que los huracanes eran conceptualizados, o al menos entendidos entre los pobladores de estas islas del Caribe, Alejo Carpentier, en El siglo de las Luces, nos confina en una casona para que pasemos el huracán junto a Carlos, Esteban, Sofía y Víctor, a la vez que nos recuerda como “para quien vivía en una isla, el ciclón era aceptado como una tremebunda realidad celeste, a la que, tarde o temprano, nadie escapaba.”
“Cada comarca, cada pueblo, cada aldea conservaba el recuerdo de un ciclón que pareciera haberle sido destinado”.
Estamos evacuados. Somos seis. Cuatro personajes, el escritor y nosotros: “Un chubasco repentino, brutal, arremolinó el aire. Caía el agua, vertical y densa, sobre las plantas del patio, con tal saña que arrojaba la tierra fuera de los canteros”.
El vendaval es mirado de distintas maneras en la escritura. Entran en juego la subjetividad, la sensibilidad, el estado de ánimo.
El poeta Eliseo Diego le canta a la soledad del aguacero: Salta limpia la cándida humarada/que levanta la lluvia repentina,/cantando en las secretas arboledas/de los patios, quitando las esquinas.
El día amanece de lluvia, como dice haber querido Calvert Casey “En el Potosí”, una de sus narraciones, y Abilio Estévez apunta en otra que “a veces se diría que va a escampar y es solo un sobresalto; por fortuna arrecia el aguacero y da la impresión de que será para siempre.” Reinaldo Arenas suspira por su Celestino, y exclama: “¡Qué olor tan agradable queda después del aguacero!” “¡Pobre gente a la lluvia!”, apuntaba Martí en campaña.
Uno puede estar valorando qué escribir cuando de pronto descubres en el horizonte el nubarrón. Lo observas fijo. De quedarte atento, adviertes que ya viene retador. Al poco rato te acorrala, el ambiente se tensa, un rayo ilumina la masa gris y con el estallido de los primeros truenos el agua se descarga contra nuestros techos y cabezas.
Una vez dijo la actriz Miriam Acevedo que de Cuba nada le producía tanta nostalgia viviendo en New York como el mar y los aguaceros cubanos. Creo que a mucho nos pasa eso, que extrañamos la manera en que hemos visto llover, incluso la manera en que nos comportamos ante los aguaceros, ciclones, huracanes, un peligro conocido, que año por año nos recuerda nuestro lugar en la naturaleza.
Nadie espanta el huracán. Ni escapa a la lluvia y al agua. Están allí, y como escribiera Jorge Mañach: “en cuanto un transeúnte refugiado se aventura a escapar al filo de las paredes, la lluvia, que parece que estuviera esperando al incauto, arrecia traicionera, acribillándole, formando en un santiamén riachuelos sonoros y fustigando al mar, que se encabrita, brinca el muro y anega el adoquinado Malecón. ¡Y entonces sí que se arma!”