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Aceptar la invitación para testimoniar la visita del papa Francisco a Mongolia, en septiembre de 2023, le dio al escritor español Javier Cercas (Ibahernando, 1962) la oportunidad de salirse con un texto que puede leerse como reportaje, crónica o biografía poliédrica; incluso, como un ensayo sobre el acto de resistencia ante el tentador apogeo de la fe.
El escritor, que aclara ser “ateo”, “laicista militante” e “impío riguroso”, fue elegido por el Vaticano para un encargo insólito que aceptó porque, como él mismo nos recuerda, la literatura es instrumento de conocimiento: sirve para comprender. Supongo que aceptó porque el encargo era demasiado tentador como para dejarlo pasar por los remilgos de las convicciones.
Asumido el reto, Cercas realizó un maratónico trabajo, detectivesco y salvaje, que lo llevó a salas, oficinas y salones del Vaticano, ese lugar que, según refirió durante la presentación del libro Un loco de Dios en el fin del mundo (Random House, 2025), “es más exótico que Mongolia”, a donde llegó un 31 de agosto en el avión papal como parte de la comitiva.

Durante sus pesquisas en la Santa Sede, no encontró los pasajes estrambóticos que imaginaba como prueba del horno donde se cuecen “los oscuros mecanismos del poder”, pero sí conoció anécdotas reales, como la que contó el vaticanista Lucio Brunelli: un grupo de sacerdotes que se reunía allí cada semana para rezar por la muerte de Francisco.
El propio Francisco —cuando aún era Jorge Bergoglio, en ese otro fin del mundo que es Argentina— recibió el siguiente consejo de una feligresa porteña antes de viajar al cónclave donde, en 2013, sería electo papa: “Cuando le den de comer, que lo pruebe primero un perrito”. ¿Quién, en una comunidad de personas movida por la fe y la misericordia, querría deshacerse de aquel hombre de aspecto bonachón? El propio Brunelli le cuenta a Cercas que los sacerdotes que invocaban el fin del papa no lo hacían porque “lo odiasen”, sino porque “pensaban que su muerte era lo mejor para la Iglesia católica”.
Para unos, fue demasiado liberal; para otros, todo lo contrario. Sea cierto o no, según las conclusiones de Cercas, su periodo al frente de la Iglesia católica estuvo marcado por palabras como misericordia y discernimiento, por la necesidad de una “sinodalidad” como estilo, y por un anticlericalismo radical, nacido de la convicción primigenia de que Jesús debe salirse de las iglesias e ir a donde más se le necesita.

¿Quién era Francisco? ¿Cómo era? En estas casi 500 páginas hay todo tipo de argumentaciones: como ciertos santos, era capaz de leer el corazón de las personas, según sus antiguos alumnos del Colegio Máximo de San Miguel, en Buenos Aires; “el papa de los récords”, “misericordioso, pero severo y exigente”; “un hombre profético”, según palabras de Paolo Ruffini, prefecto del Dicasterio para la Comunicación del Vaticano.
Buscando desentrañar el ideario y la personalidad de aquel cardenal porteño que un día aceptó su elección como papa bajo el nombre de Francisco, como San Francisco de Asís, Cercas también va desentrañándose a sí mismo con estos retazos de crónica y reflexión ensayística.
Porque el libro es, en palabras de su autor, una novela rotunda, un género con la capacidad de integrar todos los demás. Se agradece que haya transcrito —creo que fielmente— conversaciones con una serie de vaticanistas y personajes de la Iglesia poco conocidos, como los misioneros, gracias a quienes el lector se adentra en reflexiones profundas sobre la fe, la existencia, el trabajo de la Iglesia como institución y la propia figura del papa.
El escritor, al que se ha acusado de ser un “blanqueador inveterado”, que se denomina “un tipo peligroso” y que después de una reflexión profunda acepta el encargo realizado desde el Dicasterio para la Cultura y la Educación de la Santa Sede, calza su relato con una inocente y poderosa cláusula que convierte en un gancho sentimental poderoso en la definición de la novela:
“…me acordé de que, desde la muerte de mi padre, mi madre no paraba de repetir que iba a encontrarse con él después de muerta, y me dije que, si podía estar unos minutos a solas con el papa y hablarle de la resurrección de la carne y de la vida eterna y presentarle si era verdad que mi madre volvería a ver a mi padre, entonces tenía todo el sentido del mundo escribir aquel libro”.
Leído hace algún tiempo el libro Soldados de Salamina (Tusquets Editores, 2001), gracias al cual conocí el trabajo de Javier Cercas, pienso que El loco de Dios en el fin del mundo es otro ejercicio donde el escritor y articulista de El País lleva al límite las relaciones entre ficción y no ficción, literatura y periodismo, aun cuando se encargue de reiterar que no es periodista, como si sintiera vergüenza o demasiado respeto por la profesión, y como si el periodismo y la literatura no fueran harina del mismo costal, que varía sólo por el grado de su pureza. Todo esto Cercas lo tiene muy claro.
Durante el vuelo de nueve horas desde Roma hasta Ulán Bator, capital de Mongolia, un periodista le recuerda a Cercas que el periodismo también es eso: si no vas, no ves. Y él fue para ver. Ya que estaba por segunda vez frente al papa —ahora en ese vuelo—, aprovecha para confesarle el verdadero motivo que lo ha llevado hasta esas alturas. El papa, quien lo escucha con “oído avizor”, le responde: “Que venga a verme luego”. Esa respuesta se convierte en la gran joya que Cercas prepara, y con la que termina de componer un retrato personal del papa… y de sí mismo.

Después del encuentro de Francisco con una serie de artistas en la Capilla Sixtina, con motivo del 50 aniversario de la inauguración de la colección de Arte Moderno de los Museos Vaticanos, en junio de 2023, Cercas escribió: “que quizá no exista un líder político capaz de reunir a ciento cincuenta creadores de todo el mundo, la mayoría de ellos ateos, o agnósticos, para dirigirles unas palabras”.
Una de las frases que Francisco expresara en ese encuentro: “Como los profetas bíblicos, nos ponéis frente a cosas que a veces molestan, criticando los falsos mitos de hoy, los nuevos ídolos, los discursos banales, las trampas del consumo, las astucias del poder. Es interesante esto en la psicología, en la personalidad de los artistas: la capacidad de ir más allá, de ir más allá, en tensión entre la realidad y el sueño. Y a menudo lo hacéis con la ironía, que es una virtud maravillosa. Dos virtudes que nosotros no cultivamos tanto: el sentido del humor y la ironía, debemos cultivarlas más”.
Otro rasgo notable en la personalidad de Francisco —y en su papado—, subrayado por Cercas, es el uso del humor y la “vindicación papal de la ironía”, algo innegablemente ligado a su identidad argentina, y que, creo, terminó jugando a favor de la Iglesia católica. Según Brunelli, el propio Francisco le dijo una vez: “El sentido del humor es la expresión humana que más se parece a la gracia divina”. El rasgo también le fue confirmado al escritor por el prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación, el cardenal José Tolentino, quien además le aseguró que fue un hombre sin “miedo a su imaginación”, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de las personas.
El dato justifica actitudes como las constantes improvisaciones durante sus discursos y las muchas salidas arriesgadas en sus 12 años de papado. Una de ellas fue precisamente la visita a Mongolia, un país con apenas 1450 fieles, que, si bien subraya la preferencia de Francisco “por las periferias”, también representó el acercamiento estratégico ansiado por los jesuitas y por el Vaticano. No solo por su pasado imperial y legendario, sino por encontrarse entre dos imperios presentes y anhelados por el catolicismo: China y Rusia.
De hecho, al final de una de las misas de Francisco, específicamente en el Steppe Arena, donde “pronuncia el mejor discurso que le he oído pronunciar”, escribe Cercas, durante un saludo al cardenal emérito de Hong Kong, John Tong Hong, y al entonces recién nombrado cardenal Stephen Chow Sau-Yan, el papa dice lo siguiente. Reproduzco el fragmento donde Cercas lo cuenta:
“Quisiera aprovechar la presencia de estos hermanos para mandar un saludo al noble pueblo chino —dice—. A todos les deseo lo mejor. Seguid adelante. Progresad. Y a los católicos chinos les pido que sean buenos cristianos y buenos ciudadanos”.
Cercas afirma que esa frase corrobora una primera idea compartida entre los vaticanistas: el papa había viajado a Mongolia porque no podía viajar a China, o, al menos, para acercarse a China.

Tomada de Vatican Media (online).
Tal vez, para mostrar que, pese a la amistosa manera en que se le abrieron las puertas para acercarse al tema, no renuncia al uso del humor y la ironía, es por eso que Javier Cercas describe constantes encuentros con amables vaticanistas y peregrinos, entre desayunos y cenas, sugiriendo una tendencia que, al menos para mí, queda en contraste con el carácter frugal de la vida monástica. Debí haberle hecho algunas preguntas respecto a esto, y también sobre si el haber realizado todas las entrevistas en italiano o inglés varió de algún modo el tono final de una obra escrita en castellano.
Muchas cuestiones le habría preguntado a Javier Cercas, pero cuando lo vi concluir su presentación durante la Feria del Libro de Buenos Aires, en la sala Victoria Ocampo, ya iba acorralado por una muchedumbre que lo seguía como si él mismo fuera la cabeza de una procesión religiosa. Luego, se fueron en fila india detrás de una chica con un cartel en el que se veía un pingüino. Todos querían una firma suya, todos querían estar cerca de él, que era uno de los pocos que había estado recientemente cerca del papa.
¿Imaginan que, de no haberse refugiado en la literatura debido a una pérdida de la fe, e insuflado por ella, Javier Cercas se nos hubiera hecho sacerdote? Y ya sé que es demasiado joven para esto, pero, ya que estamos, ¿se imaginan su nombramiento confirmado con una espesa fumata blanca desde el cónclave? ¿Qué nombre habría elegido para su papado? ¿Qué medidas le habría gustado tomar? ¿Qué símbolos, qué palabras, qué estrategias habría usado para, como lo hace desde la literatura, convertirnos en sus soldados?