La muerte del actor Rutger Hauer, el replicante Roy Batty en Blade Runner, apresuró el tema de esta columna. Varias veces he visto el filme que, a los pocos segundos de arrancar, y poniéndonos ante una ciudad futura en panorámica alguna vez me hizo aventurar la pregunta de si en noviembre de 2019 habríamos de vivir una realidad semejante.
Según las imágenes que acompaña la siempre enigmática música de Vangelis, para estas fechas el mundo sería una completa distopía. Al menos Los Ángeles lo sería. Eso nos muestra la película en su comienzo: cientos de luces chisporroteando en una perpetua oscuridad a través de la cual a veces pasan vehículos volantes que evaden torres macizas mientras altas chimeneas sueltan bocanadas de fuego.
Solo tres meses nos separan de la fecha escogida por los guionistas para desarrollar esta historia y no podría decirse que se haya cumplido aquel sueño. El mundo sigue siendo más o menos parecido al que habitaban previo a 1982, acaso con la diferencia de que no existe la Unión Soviética, las computadoras personales son parte del panorama doméstico y ¡tenemos internet!
Por eso, visto una vez más el filme de Ridley Scott pienso en este movimiento circular perpetuo al que hemos denominado tiempo. Pasa más rápido de lo que uno se imagina; aunque también y, a la larga, su avance suele prolongarse más de lo que han imaginado los escritores de ciencia ficción.
El norteamericano Philip K. Dick, autor de la novela en la cual se inspira Blade Runner (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), fechó el futuro en 1992. Ese momento parecía tan lejano en su presente de 1968 que imaginaba escenas cotidianas como las de un matrimonio que atenuaba su rutina con una extraña máquina nombrada “climatizador de ánimo”; cada vecino iba a tener su mascota eléctrica y, después de aquella gran Guerra Mundial el cielo permanecería de un gris plomizo, salpicado siempre de motas radioactivas capaces de ocultar el sol de las mañanas.
También en ese porvenir habría vehículos flotantes sobrevolando ciudades, la población sería escasa, porque la mayor parte, la parte más “esperanzadora”, se habría mudado a otros planetas y algunos Nexus-6, un tipo de androide adelantado, podrían sobrepasar a los humanos en capacidad e inteligencia.
Nada de eso ocurrió, aunque no por ello pueda decirse que vivamos libres de la distopía. De alguna manera, y en muchos sentidos, ciertas prácticas de este mundo le van convirtiendo en la antítesis del lugar ideal y ciertas modas nos acercan a escenas descritas en las historias, como esas donde alguien se hace acompañar por un animal eléctrico en lugar de preferir uno real. Sin embargo, no es exactamente lo que esperaba uno según Blade Runner o leyendo a Philip K. Dick.
Nuestro presente no está determinado por el adelanto científico ni por la devastación de la guerra, aunque puedan proliferar ciertas sensaciones opresivas tan propias del mundo descrito por los escritores de ciencia ficción, incluso por narradores de otra clase, interesados asimismo en el tema de las sociedades pervertidas, como sucede con el mismísimo George Orwell.
El año 1984 forma parte del pasado, sin embargo demasiadas veces tenemos la impresión de que también aquí “todo se difumina en la niebla”, de que “el pasado ha sido borrado, se ha olvidado que ha sido borrado y de ese modo la mentira se convierte en verdad”.
¿Dónde está el futuro y en qué parte encontrar la verdad?
Poco importa que sobre una tabla voladora en Francia un hombre atraviese los Campos Elíseos durante un desfile o que Sophia, el robot desarrollado por Hanson Robotics, haya conseguido un estatus legal en Arabia Saudita; eso no significa mucho más que una posibilidad de futuro antes los cientos de millones que siguen valiéndose de trenes, carros tirados por caballos o, peor, carecen de medio de transporte en qué moverse. Lo mismo podría decirse ante quienes permanecen indocumentados en tantas naciones del mundo.
Un personaje de la novela de Philip K. Dick expone el problema de la emigración de otra manera. No es quien dice ser ante los humanos, se trata de un androide escondido bajo una falsa identidad para protegerse. “Emigrar o venir a la tierra ya supone correr un riesgo, porque aquí ni siquiera se nos considera animales. Cualquier gusano o piojo es más deseable que todos nosotros juntos, dice Gerland.
El creciente fenómeno de la emigración impulsada por sistemas políticos opresores o por miserias sostenidas desde la Historia es lo más parecido a la búsqueda interplanetaria de un mundo mejor. Los androides que intentaban dejar atrás sus estados de esclavitud no se diferencian demasiado de los actuales migrantes.
“Una oportunidad para la nueva vida”, avisan las pantallas en Brade Runner. “¡Emigra o degenera! ¡La decisión es tuya!”, advertían los anuncios en la novela de Philip K. Dick. Más o menos lo mismo susurra una voz interior a millones de personas cada día.
En el caso de los cubanos, demasiadas promesas siguen sin cumplirse y suficientes voces dicen desde el otro lado del mar que vale la pena hacer la prueba de vivir el otro mundo, como para que prevalezca la quietud así haya que moverse a Saturno para comprobarlo.
Para una generación de cubanos, los que vieron Blade Runner con entusiasmo en su juventud o leyeron la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? el mañana sigue siendo lejano. Pasó 1992. Ya estamos en 2019. Vendrán años y más años, Y cuando parece que llega el futuro una trasmutación hace que siga siendo presente, presente perpetuo.
Los mayores adelantes no han estado, como uno se podía imaginar, en la zona de lo palpable, sino en otras zona desconocida hace veinte o treinta años atrás, en ese mundo paralelo cuyo desarrollo entonces estaban en ciernes: el digital, esa increíble zona que permite vivir realidades ajenas, conocer lugares sin movernos, contrastar la verdad si sabemos leer y buscar, comunicarnos y conspirar.
La ciencia ficción es solo literatura de anticipación, decía Oscar Hurtado. El futuro sigue siendo otra cuestión de perspectiva.