Netflix y Facebook tienen la ventaja de producir héroes falsos y verdaderos, de revivir muertos o fulminar seres vitales, de hacernos perder tiempo o iluminarnos con materiales desconocidos, de poner ante nuestros ojos contextos y personas de la vida común que a veces pasan desapercibidos por la agitación cotidiana. Es lo que ha pasado ahora con Roma, de Alfonso Cuarón (Y tu mamá también, Gravity…), uno de los tópicos más comentados al comienzo de la semana en las redes sociales.
La cinta había sido proyectada en el Festival Internacional de Venecia, en agosto, cuando obtuvo El León de Oro. Poco después, en noviembre, tres salas mexicanas de cine no comercial fueron dispuestas para el estreno, tal como acordó su director con Netflix, plataforma dueña de los derechos de distribución. Desde entonces el nuevo trabajo de Cuarón empezó a recoger una cosecha de elogios, al punto que algunos medios la consideraban, a pocas horas de exhibida, como la mejor película del año.
Para la fecha, solo unos pocos habían visto el filme; sin embargo, el 14 de diciembre abrieron las compuertas y los usuarios de Netflix, cuya cifra supera los 140 millones, pudieron constatar de qué iba la que es ya una de las nueve producciones nominadas a los Oscar en la categoría de Mejor Película Extranjera.
Como mis amigos de Facebook hablaban del filme al día siguiente, también vi Roma. Una ducha, una copa, y Roma hasta las tres de la mañana, el horario que a los padres nos dejan nuestros hijos; en lugar de parque de diversiones o caótica miniciudad, en la madrugada la casa pasa a ser una biblioteca, sala de cine, o a saber. Roma en la medianoche y, después, no se puede pensar.
Pensé al otro día qué sensaciones me había dejado el filme de dos horas y quince minutos, cuya estética en blanco y negro, a tono con los años que representa -y porque también se trata de una evocación-, tempo y estilo, me recuerda al neorrealismo italiano. Además de los portentos de la fotografía, las actuaciones y el guion, qué preguntas debía formarme sobre su argumento.
Más que criterios relacionados con tecnicismos, cavilé después sobre quienes cada día realizan el trabajo de la protagonista, Cleo, la empleada doméstica en cuya vida se centra esta historia, y que aquí interpreta espléndidamente la joven actriz Yalitza Aparicio.
En Buenos Aires apenas tengo que esforzarme para advertirlas, las empleadas domésticas pueden ser identificadas por su uniforme de faena, y la mayoría de las veces andan con bolsas de compras o acompañadas de fastidiosos perritos. Incluso las más extrovertidas parecen sumidas por una disciplina quizá resultado de los muchos años en el oficio o del trato con familias, no siempre de naturaleza estimulante.
Predominan las mujeres que visiblemente pasan de los cincuenta, con lo cual se puede suponer que sus vidas transcurren ejerciendo la misma labor en la que hoy se emplean unos 67 millones de trabajadores en el mundo, según la Organización Mundial del Trabajo. Seguramente alguno de ellos desee dedicarse a otra tarea, tal vez ni siquiera se sienten a gusto entre sus contratadores por muy amistosos que digan ser, pero cumplen con sus exigentes horarios porque la cotidianidad va ocultándoles la puerta de salida, como en el Laberinto de Creta.
La vida no es para muchas personas tan generosa como Cuarón con Cleo -que es también su pasado-, y suele tenderles trampas para que la trama de sus películas reales sea mucho más espectacular.
Aun con un cuerpo legal establecido, el trabajo doméstico, nutriente seguro del empleo informal, resulta oficio mal remunerado y muchas veces discriminatorio, donde quienes dependen de él -el 80 por ciento son mujeres- resultan propensas a circunstancias vergonzosas de las que pocas veces se llegará a conocer completamente los detalles en los que las produce.
No hay que ser agredido o insultado, no es necesario padecer una verdadera situación de explotación, como las migrantes esclavizadas en Yemen, para sentirse agraviado por el que está en una posición de superioridad. Las personas dedicadas al servicio, cualquiera que este sea, corren siempre este riesgo, incluso bajo tratos misericordiosos.
Las empleadas domésticas, también llamadas “sirvientas”, fueron nuestras “criadas” de antes del 59, término que en Cuba quedó desplazado ese año, o poco después. Mas adelante, y leo, la existencia de esta práctica, al igual que la prostitución, acabó por negarse en una mentira piadosa colectiva y el término fue camuflado entre los cubanos con el eufemismo de “la persona que me ayuda en la limpieza” o simplemente: “la que limpia”.
Algunas de las personas que se dedican hoy al oficio, poseedoras incluso de un nivel educacional alto, prefieren mantenerse realizando el empleo aun en la ilegalidad debido a que les aporta mayores beneficios económicos que las carreras para las que han estudiado o iban a estudiar. Quizá por esto, Cuba sea uno de los pocos lugares donde sucede, y lo cierto es que me entero gracias a un reportaje recién publicado por El Toque.
Tal análisis periodístico aparece a propósito de Roma, y oportunamente expone la experiencia de mujeres dedicadas a una labor para la que las autoridades cubanas han entregado 9 mil 379 licencias. Sin embargo, por negar oficios supuestamente acabados con la construcción de una “nueva sociedad”, Cuba ha desembocado en el vacío de leyes para ofrecerles amparo y seguridad a estas personas.
Solo América Latina y Asia concentran el 68 porciento de estos trabajadores del mundo. En estos países, como en el resto, la vida de quien se dedica al servicio doméstico, a su vez, está determinada por la humanidad y fortuna económica de la familia para la cual trabaja, que siempre penderá del frágil hilo de la circunstancia económica nacional, que a su vez estará determinado por la inserción de un país en el mundo. En este sentido, en tiempos de crisis, sabemos quién tiene la de perder si ni siquiera se le ofrecen las mínimas garantías ante su realidad.
Cuando todo se desencadena en su contra, quienes viven de servir a otros estarán atados de manos y pies. Entonces pienso en el tema del movimiento, que es lo mismo que la libertad. Por algo en el filme de Cuarón hay tantos aviones que entran y salen, van y vienen mientras los personajes, el personaje, Cleo, cumple con sus rutinarias obligaciones.
Esta chica, símbolo, estará obligada a subir y bajar las escaleras que la llevan de su cuarto a la vivienda donde pasa sus días, y mientras no pueda superar las limitaciones económicas que le impiden hacerlo, deberá permanecer atrapada en el ciclo, aun cuando las vías estén dispuestas para marcharse.