A principios de febrero, el ensayista Álvaro Vargas Llosa publicó en X la más reciente prueba de los periplos que ha ido realizando junto al escritor Mario Vargas Llosa, su padre. Al menos entre noviembre de 2024 y febrero de este año ambos visitaron escenarios inmortalizados en la literatura de quien fuera uno de los protagonistas de aquel famoso boom. “Paseos discretos”, le llamó Álvaro en declaraciones al diario El País.
El Premio Nobel de Literatura 2010 disfruta de regresar a sitios emblemáticos de sus novelas. Suele hacerlo cuando no hay demasiada gente a la vista, por “el tremendo aturdimiento que le produce que se aglomeren a su alrededor personas cariñosas, pero no demasiado conscientes de su avanzada edad, que le pidan hacerse fotos o firmar autógrafos”, contaba Álvaro en su publicación.
Penal de Lurigancho y alrededores, escenarios (cruciales) del último capítulo de “Historia de Mayta”. pic.twitter.com/tfKtB63koa
— Álvaro Vargas Llosa (@AlvaroVargasLl) February 9, 2025
Mario Vargas Llosa tiene 88 años y para moverse se auxilia de un bastón; sin embargo, ni la edad ni los achaques le impiden trasladarse a escenarios en los cuales ambientó escenas capitales para su obra. Cada uno de estos sitios forma parte un mapa esencial para la literatura latinoamericana y a ellos regresa en busca del recuerdo de sus personajes, de sus fantasmas.
En una de las imágenes, publicada el 28 de noviembre, se le ve a la entrada de lo que fuera La Catedral, bar célebre donde transcurre la conversación entre Santiago Zabala y el zambo Ambrosio en la novela Conversación en La Catedral. Se trata de su tercera novela, publicada en 1969 por Seix Barral, pieza capital del escritor y donde retrata un contexto marcado por la dictadura de Manuel A. Odría, la corrupción política, la doble moral y la conspiración.
En La Catedral se despliega la columna vertebral del libro, “una conversación que aparece y luego desaparece durante largos intervalos” y que forma una especie de “tronco del que van surgiendo muchas ramas, esas ramas van dibujando un árbol que es la totalidad de la historia”. Así lo contaba Vargas Llosa a Rubén Gallo en el libro Conversación en Princeton, en referencia a la técnica que usó para estructurar la historia donde despliega con maestría y genio sus “famosos vasos comunicantes”, sus “diálogos telescópicos”, ya que la forma es fundamental para el escritor: “La literatura es forma”.
A la pregunta de Santiago (Zabalita) si conoce un sitio donde beberse algo, Ambrosio le contesta: “Conozco uno de pobres, no sé si le gustará”.
“Suben la escalera, entre los corralones de la primera cuadra de Alfonso Ugarte hay un garaje blanco de la Ford, y en la bocacalle de la izquierda asoman, despintados por la grisura inexorable, los depósitos del Ferrocarril Central. Un camión cargado de cajones oculta la puerta de ‘La Catedral’. Adentro, bajo el techo de calamina, se apiña en bancas y mesas toscas una rumorosa muchedumbre voraz”.
Según un comentario de David Pino al tuit de Álvaro Vargas Llosa, La Catedral, más que un bar, era una cantina que tomaba el nombre por su puerta con arco de medio punto similar al de las iglesias.
“En los años 80 abría desde el mediodía, y era común escuchar en su interior el juego de dados de los parroquianos sobre la mesa, y la música de Lucho Barrios o Iván Cruz en la rockola que allí había”, cuenta Pino: “La presencia de esta cantina atrajo prostitutas que en las tardes atendían a los borrachitos en un hotel ubicado al frente que se llamaba Acuario. Nadie se dio cuenta en qué momento cerró, pero luego se convirtió en depósito o almacén. Hoy es un terreno que está en venta me parece, donde de vez en cuando algún arriesgado aficionado a la obra de Vargas Llosa se toma una foto en la puerta”.
Vargas Llosa viste un suéter marrón y se observa ligeramente despeinado en la foto que posa solo a la entrada de lo que fuera La Catedral; en la otra aparece junto a su hijo, sobre una acera, en el barrio “que no tenía nombre”, aquel que “los cronistas policiales llamaban barrio alegre”, según las descripciones en La ciudad y los perros, el primero de sus éxitos. Hasta esa zona de Lima iban los “rijosos cadetes” y allí estaban ellos “tantas lunas después” y sin “rastros de aquellas batallas”.

Otra fotografía corresponde al 9 de febrero y muestra a Vargas Llosa en los alrededores del Penal de Lurigancho, una importante cárcel de Perú hasta adonde un día llegó para rastrear la vida del que sería otro de sus personajes: Mayta.
Cuenta el escritor que, después de haber trabajado en el libro entre 1983 y 1984, tenía casi escrita la historia del revolucionario que intentó un levantamiento en Perú, cuando se enteró de que no solo estaba vivo, sino que se encontraba en Lima, y que había pasado diez años en prisión.
“Hice gestiones, conseguí un permiso para entrar a Lurigacho y me dicen que Mayta acababa de salir porque había terminado de purgar su condena de diez años. Me entrevisté con el alcaide, que me puso en contacto con un reo que era el mejor amigo de Mayta y que tenía un puestecito de frutas en la cárcel”.
Ese amigo, cuenta Vargas Llosa a Rubén Gallo, le indicó dónde se encontraba Mayta. Para entonces tenía un puestecito de helados en Miraflores, barrio donde vivía el escritor. De modo que de allí fue a buscarlo.
Según escribió en el mismo prólogo al libro, editado en 2000, lo encontró transformado en “un hombre golpeado y sin memoria, que me escuchó, perplejo, relatarle las proezas de su biografía”. Vargas Llosa explicó las razones que lo habían llevado hasta él, le dijo: “Hace dos años que no hago más que pensar en ti, imaginarte, investigar tu vida”. Superada la etapa de desconfianza, Mayta aceptó contarle su historia, pero le puso un requerimiento: “Te voy a dar una noche y ya”.
Fue así, durante una madrugada de conversaciones, que se concretó la historia de aquel hombre que habiendo pasado por todos los grupos de izquierda peruana formó un partido de tendencia trotskista e intentó una revolución, que terminó frutada allí donde comenzó: Jauja, “¡la primera capital de Perú!”, como exclamaba uno de los personajes de la novela.
“Para llegar hasta allí hay que pasar frente a la Plaza de Toros, atravesar el barrio de Zárate, y, después, pobres barriadas, y, por fin, muladares en los que se alimentan los chanchos de las llamadas ‘chancherías clandestinas’. La pista pierde el asfalto y se llena de agujeros. En la húmeda mañana, entonces, medio borrados por la neblina, aparecen los pabellones de cemento, incoloros como los arenales del contorno. Incluso a gran distancia se advierte que las innumerables ventanas han perdido todos los vidrios, si alguna vez los tuvieron, y que la animación en los cuadraditos simétricos son caras, ojos, atisbando el exterior”.
Mario Vargas Llosa ha retornado a los escenarios de sus principales novelas. Lo acompaña su hijo. A los dos se les puede ver en las fotos compartidas en las redes, y si uno se fija bien, puede que alcance a distinguir a los personajes que ha ido a visitar; tal vez para él sean fantasmas, pero para uno se trata de compañeros de una aventura que comienza cada vez que se abre cualquiera de los libros donde siguen viviendo.