Mordidas de múltiples insectos. Había observado en el espejo las rojas mordeduras. El joven Ernest Hemingway bebe de una botella el vino tracio servido por Madame Marie para que le baje esa fiebre del paludismo adquirido en Constantinopla. También desde allá vienen los dos operadores de cine con quienes comparte espacio en la casa. El más alto de los dos añade: “Tomamos vistas de una aldea ardiendo. Si se filma desde dos ángulos parece que se trata de toda una ciudad”. La guerra está en sus finales.
Hemingway se encuentra sentado sobre un catre cedido por los dos operarios. La pensión de Madame Marie carecía de cama libre cuando llegó en la noche. Tampoco tenía luz. Cualquier mueble o pertenencia parecía dotado de vida a causa de los piojos, que se agrupaban por miles sobre cualquier superficie. “Es mejor estar aquí que en la carretera, ¿no es así?”. Desde una habitación que funcionaba como sala, comedor y oficina lo había espetado Madame Marie, una gruesa y desaliñada croata.
La residencia queda en Adrianópolis, hoy ciudad turca de Edirne, uno de los territorios de la Tracia Oriental, y Hemingway ha llegado cerca de las once de la noche en tren. Bajó en una estación que al ser descubierta hubo de compararla con una pocilga. Se hallaba atestada de soldados, bultos y carretas con niños iluminados por las llamas de luz brillante a pesar de la llovizna. El jefe de la estación debió advertirle que ya había dado salida a un convoy de cincuenta y siete vagones, pero aún quedaban muchos por evacuar. Y no había transporte. La escena le inspiraría una frase: “el horror de la evacuación de los tracianos empieza a tener visos de irreal cuando se viaja en un confortable tren”.
Ni siquiera la fiebre le ha hecho aplazar sus obligaciones. Hemingway también está sentado ante su máquina, en la que hay puesta una hoja escrita en más de un tercio. Teclea tan de prisa como puede. Está obligado a mostrar para sus lectores del Toronto Daily Star las crueldades de la guerra Greco-turca que va llegando a sus finales después de enfrentamientos encarnizados como el de Dumlupinar. La derrota de los griegos ha forzado acuerdos como el recién firmado Armisticio de Mudanya. A pesar de sus malestares, sabe que debe cumplir, informar y más que eso. Hemingway entretiene a su público con chispeantes escenas llenas de personajes populares.
Tanto el reportero como los dos operarios de cine, desembarcados en automóvil durante la madrugada, vienen de Constantinopla, sitio áspero donde el pavo es el plato nacional, la carne de vaca es bastante mala y quien come tres raciones de su buen pescado, al ser alimento cerebral, solo piensa en abandonar la ciudad aunque tenga que hacerlo a nado. El polvo acumulado en las calles llega hasta los tobillos y el simple paso de un perro ligero levanta nubes que dificulta más el caótico tránsito. Si llueve las calles se vuelven lodazal.
En Constantinopla, ha escrito él, se estima que vive una población de millón y medio de habitantes; pero, en tales estimaciones no cuentan los 40 000 emigrados rusos que pululan con toda suerte de uniformes del ejército zarista, en todo grado de deterioro por el uso y el casi igual número de soldados turcos vestidos de paisanos infiltrados para garantizar el control de Mustafá Kemal.
Las tropas griegas abandonan la región para que en un lapsus de dos semanas el gobierno civil de la Tracia sea administrado por los turcos. El hecho ha dado lugar a una impresionante oleada de refugiados. Miles de personas permanecían en las carreteras y, advierte el reportero, nadie sabe cómo darles de comer. Las fronteras búlgaras están cerradas para los turcos cristianos. Un cuarto de millón huye de las tropas turcas escoltados por la caballería griega.
El éxodo formará parte del acuerdo de paz. Los flujos humanos no pararían tan pronto. Todavía falta casi un año para que se establezca la Convención Respecto del Intercambio de Poblaciones griegas y turcas por la cual unos dos millones de personas fueron expatriadas. Se lee que legalmente este acuerdo permitió a Turquía y Grecia “limpiar” sus minorías étnicas a la vez que actualizaba sus respectivos estados-nación, donde la religión fue utilizada como factor legitimizante para identificar a grupos en el intercambio de poblaciones.
Pero, en aquel mes de octubre de 1922 la fila de refugiados se prolonga por veinte millas, tornándose una lenta e interminable columna de carros tirados por bueyes y búfalos de flancos sucios por el barro. Hombres, mujeres y niños caminan agotados, cabizbajos mientras se protegen de la lluvia con sus mantas. Ninguno se queja. Hemingway los acompañó durante unos ocho kilómetros. Una procesión de camellos bramantes. Filas de carretas cargadas de colchones, espejos, muebles y cerdos. Madres lactantes. Ancianos. El paso de un hombre es vacilante mientras avanza junto a sus bienes terrenales bajo la lluvia.
El silencio entre los desplazados es tal que Hemingway había escuchado los gritos de una mujer acosada por los dolores del parto. Yacía sobre una carreta mientras el marido cubría su cuerpo. La pequeña hija aterrada los miraba a los dos. El reportero tiene experiencia de guerra. A sus 23 años ha vivido en Paris, donde ha amado y ha visto a los grandes escritores que anhela. No hay tiempo para evocaciones o proyecciones, sin embargo. Bebe el vino y se impone a los malestares del cuerpo. Debe enviar su cablegrama al Star y debe hallar la manera de hacerlo, porque todas las líneas telegráficas están cortadas.
“No hay ninguna diferencia entre turcos, griegos o búlgaros” —dice Madame Marie— “los conozco bien a todos, todos han ocupado Karagatch”. “¿Entonces quiénes cree que son los mejores?”, pregunta el periodista, tomándose una pausa. “Lo importante para mí es que se pague la estancia en el establecimiento”, responde la mujer: “ya le he dicho que se diferencian muy pocos unos a otros. Los oficiales griegos se alojaban aquí; ahora se alojarán los turcos, y algún día volverán los griegos”.
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Nota:
Las crónicas de Hemingway sobre la guerra Greco-Turca fueron leídas hace mucho tiempo en el libro Un corresponsal llamado Hemingway, una selección, edición, y creo que traducción, de Felipe Cunill; el prólogo es de Norberto Fuentes. En: Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1984.