Tengo un amigo que, en esa persecución de uno por apresar el tiempo y tal vez dejar sentado quién es y por qué hace lo que hace, se ha ido tatuando imágenes en brazos y antebrazos suscitando inquietud en no pocos conocidos. Somos susceptibles ante quien exterioriza sus angustias o felicidades y, por esta razón, se ve obligado él a explicar los tatuajes que lo acompañarán hasta el final de sus días: el prisma que descompone la luz, la caligrafía de cierta frase, la cámara fotográfica que usó por primera vez y, ahora, la estampa de un símbolo.
Nada menos que el Héroe Nacional de Cuba fue la elección para su tatuaje más reciente. Al descubrirlo sobre su brazo izquierdo, que no parece ya la extremidad de un fotoperiodista si no, por la suerte de los estigmas, la de un marino de Malasia o cierto ex convicto en Lecumberry, notamos que la reproducción no se corresponde a la imagen fiel del poeta revolucionario; tampoco a ninguna de las tantas fotos o retratos destacados de su iconografía. Pertenece a la imaginación de un artista de la plástica cubana, a Pedro Pablo Oliva.
Se trata de Martí dormido, o al menos con los ojos cerrados, porque persiste de pie mientras carga sobre sus hombres, aferrada a su cabeza, a la niña que puede ser la personificación de La Patria, La Poesía, La Duda, El Futuro o La Pureza; o a saber si es simplemente una niña…
La pintura integra esa serie donde el pinareño suelta la jauría del recuerdo para que la imaginación corra despavorida permitiéndole exorcizar el hecho nefasto que lo une al apóstol cubano. “Martí de blanco” es el título y semejante obra llevará en su brazo mi amigo para siempre.
No tengo mucho más qué decir respecto a la imagen. ¿Del autor?, creo es de los más grandes pintores que hayamos tenido en la isla, uno que reúne claves esenciales de nuestra identidad como parecen seguir siendo el humor, cierta tristeza encerrada en los colores que provienen del mar y del cielo y que pueden partir del hecho de pertenecer a un trozo de tierra rodeado por agua y bocas continentales.
En Cuba le han dado el Premio Nacional de Artes Plásticas a Pedro Pablo Oliva, y también le han dado la censura. Tal vez por eso, otro amigo, al ver la imagen tatuada ha dicho en tono (tal vez) sarcástico refiriéndose al pintor: “El nieto del mulato que, con su escopeta, remató a Martí”.
Pedro Pablo Oliva lleva ese estigma. Existe una película del ICAIC (Páginas del Diario de José Martí, de José Massip) donde él mismo lo comenta. Nunca se escondió para confesar el pecado familiar transformado en leyenda y que, gracias a la valentía de su madre, quien le hizo saber el secreto cuando era un muchacho todavía, conocimos nosotros también.
Parece ser que su abuelo paterno remató al apóstol en los potreros de Dos Ríos y al tomar conciencia él, joven en los setenta, estudiante de las escuelas de arte de la Revolución, se sintió abrumado, sumido en una especie de conflicto de integridad. La lucha contra su trauma consistió en apropiarse de la imagen martiana, en reiterarla sin que la libertad creadora representara peso mortuorio: jugueteó con ella, caricaturizó al Héroe y terminó dando pie a una entrañable simbología.
Lo mismo ha hecho con otros, incluso con Fidel Castro en vida y, según ha contado, Abel Prieto, entonces ministro de cultura, casi sufre un infarto al descubrirlo en caricatura y colgado en las paredes del estudio pinareño. Tiempo le costó al pintor explicar lo que entiende por ideal en el arte, abundar sobre lo que representa la apropiación de símbolos y figuras más pertenecientes a la Historia que a la realidad del día a día.
Pero, a fin de cuentas, la imagen de un hombre puede crecer tanto como un martirio y, así como Oliva ha enfrentado falsos protectores de la moral patria por adueñarse de una representación que ya no es de nadie, ni quiera de la biografía, también mi amigo el tatuado ha debido enfrentar sarcasmos y comentarios compasivos, amigables e ingeniosos que no esconden un tipo de pureza garrafal.
Un argentino dijo que tatuarse al “autor intelectual del asalto al cuartel Moncada” dormido era como representar a San Martín sobre una camilla a lomo de mula y muerto. Vaya a saber lo que quiere decir la gente; y es sintomático, porque al ser exteriorizadas las palabras cobran la potencia de una enfermedad.
Cuando en La Habana colocaron la réplica del Martí ecuestre ubicado en el Parque Central de Nueva York, escultura originalmente encargada a la artista norteamericana Anna Huntigton, hubo algunas muestras de desaprobación en la red. Tener al Apóstol cayendo del caballo era poco menos que una imagen alevosa, mucho más frente al Museo de la Revolución. No se quejaban de la apropiación caricaturesca hecha por el artista, algo que en este caso no hubo, les molestaba la manera en que la escultora había captado al héroe.
Yo, que he acabo de llegar a La Habana y que rápido he corrido a ver las novedades, recordé estas interpretaciones a los pies de la escultura. Es enorme y hasta parece extraño Martí así en el parque, retorcido, siempre cayendo o a punto de hacerlo. Ponerse a sus pies produce una nueva sensación, la de que todo ese gran peso se nos viene encima.
Hay tantos acercamientos o versiones de Martí como artistas cubanos figurativos. José Martí, junto a la Virgen de la Caridad del Cobre, son los dos grandes íconos del arte cubano contemporáneo. Igual de problemáticos en sus interpretaciones ideológicas y políticos. La de Pedro Pablo Oliva es una entre tantas representaciones iconoclastas del legado martiano, siempre en confrontación directa con el concepto monolítico que se propone e intenta imponer desde la estética oficialista, que lo reduce a la figura hierática de Apóstol de la Independencia, Padre, Patriota, pero nunca Hombre, o más específicamente, Homagno.