La vuelta del cantautor Joaquín Sabina a América Latina como parte de su gira Contra todo pronóstico ha generado ideas cargadas de auténtica melancolía. Tal vez, sin decirlo, se trate de su última presentación por estas tierras que lo idolatran desde que sedujo con aquellos trabajos de finales de los 80 y principios de los 90.
De hecho, al entonar la frase de cierta canción podía percibirse la nostalgia ante la posibilidad de un deseo trunco: …ojalá que volvamos a vernos. “Ojalá, Ojalá”.
Dos años atrás, Sabina sufrió un peligroso accidente. Un pie lo llevó directo al vacío en medio de aquel concierto junto a su coterráneo y amigo Joan Manuel Serrat. La caída puso en peligro la capacidad física que requiere el artista para regresar a los escenarios, este acto que representa algo así como su resurrección. El momento fue captado ejemplarmente por Fernando León de Araona en el documental Sintiéndolo mucho, disponible desde hace pocos días en Star +.
Lo del WiZink Center de Madrid, el día de su cumpleaños 71, es uno de los instantes de mayor dramatismo y tristeza del documental nominado al Goya; aun cuando se registran otros pasajes dramáticos, como cuando, poco antes de salir al escenario en Las Ventas, sufre uno de esos ataques de pánico que lo ponen al borde de la renuncia y termina de rodillas en el baño dando arcadas que logramos escuchar. O el final, cuando decide terminar con sus intentos de grabar la canción que da nombre al material audiovisual y al más reciente de sus discos.
Era la primera vez que grababan el tema. Sabina se encontraba en el estudio y se estremeció al adentrarse en frases como: aunque entre el sueño y el papel algo se pierde y con los años más y más, por eso lucho…
Tiene la voz más rota que lo habitual. Frunce el ceño. Se queja: “Estoy desafina’o”. No se escucha como quisiera. “Estoy a punto de tomar una decisión grave”, dice, sentado en un sofá, con un cigarro entre los dedos. “Hay demasiadas cosas con las que quiero quedar bien”, concluye: “Creo que estoy decidiendo lo mejor para mí y para la canción”.
Después del estreno del documental de Fernando León y de las nominaciones al Goya, que finalmente recibieron Sabina y Leyva por esta canción que recuerda —para mí, demasiado— a las del disco anterior del dúo, Lo niego todo, el artista y su banda hicieron estas presentaciones, que en América Latina culminaron en Montevideo, pero seguirán en varias ciudades de España, Reino Unido, Francia, México y los Estados Unidos.
Las giras no las hacen los artistas en carromatos o incomodos navíos, pero la voraz expectativa de los seguidores sigue siendo tan intensa como lo sería en el medioevo el entusiasmo de la plebe ante la muerte del que era llevado al cadalso. Incluso para Sabina, un artista de éxito que viaja en primera clase y se hospeda en buenos hoteles porque su currículo lo permite, esto es un sacrificio.
Algunos, como Serrat, toman consciencia y deciden ponerle fin a la vida de logros y sacrificios. Otros, como Pablo Milanés, tienen la necesidad de enfrentarse al público hasta que se le acaban las fuerzas. Sabina parece ser de esa estirpe, pero el cuerpo pasa factura.
Su voz parece más pesada; su dicción, más lenta; diluye las palabras con una viscosidad amarga. Sin embargo, pese a los inconvenientes de la naturaleza, pandemia y reclusión incluidas; pese al paso del tiempo, que en su caso ha dotado de una singularidad a su estilo vocal, determinado por el impecable uso del idioma, el flaco de Úbeda, por momentos transformado en una especie de abuelo sabio e inspirado, volvió a superar la prueba de su profesionalismo.
“Yo no me veo con la cabeza o un corazón de 70 años”, dice en algún momento del documental. Y uno mira sus ojos durante el concierto, agrandados en las inmensas pantallas que hay en los laterales de un lugar como el Movistar Arena de Buenos Aires; se queda observando y entiende por qué muchos de sus seguidores creen que no volverán a verlo por Argentina.
El oleaje del océano también encierra un agotamiento. La piedra va perdiendo su forma, pero va ganando el pulimento del viento. Sus últimos trabajos son reiterativos en esa idea: el final, la vejez, la conclusión de una manera de ser a la que debía su éxito.
Ha sido sincero cuando nadie debe serlo totalmente, porque la verdad no es cosa para relagar a cualquiera: hemos visto parte de su vida, hemos sido testigos de cómo agarra una pizca de sal para salivar en los conciertos o de cómo, en medio de una tertulia en la que el alcohol —y a saber qué más— va en abundancia, agarra la guitarra y, a tropezones pero sin perder el paso, se sumerge en el pasado y vuelve con versos magistrales como: Si alguna vez he dado más de lo que tengo, me han dado muchas veces más de lo que doy, se me ha olvidado ya el lugar de donde vengo y puede que no exista el sitio a donde voy.
Más comedido, más familiar quizá, porque una de sus hijas se encontraba en el público la noche que fui. Así lo volvimos a observar, con tal elegancia y dignidad que parece listo para mantener la vida de antes con el ritmo de siempre. Bien sabemos que es poco probable, aunque es poco probable también que carezca de fuerzas para hacerlo de nuevo, como lo ha hecho esta vez. 72 años no es demasiado.
Antes del concierto, había visto en las redes sociales que abriría el espectáculo con una de sus canciones clásicas. Lo comprobé en su cuarta presentación en el Movistar Arena, adonde llegamos con nuestro hijo de 7 años porque no quisimos que se perdiera el acontecimiento.
“¿Qué fue lo que más te gustó?”, le pregunté. “Cuando salió con su guitarra y su traje de pro”, me dijo mi hijo, que coreó y aplaudió, y no se quedó dormido a pesar de las dos horas.
La primera canción, la carta de presentación para el espectáculo, fue su “Cuando era más joven”, tema del tercer disco, Juez y parte (1984). Ahora cuenta con los arreglos que tuvo la versión grabada para el documental, en el Teatro Salamanca de Madrid, donde fuera interpretada treinta años atrás con la orquesta Viceversa.
En Buenos Aires no estuvo escoltado por Pancho Varona, con quien en los últimos tiempos tuvo algún desencuentro. Tocaron con él músicos de siempre, como Antonio García de Diego, Mara Barros, Josemi Sagaste, Jaime Asúa Abasolo Montenegro Borja, los que se identifican en las redes como La Banda de Sabina, a la que se sumó esta vez Laura Gómez Palma.
Hubo otras joyas revisitadas. Algunas que recuerdo: “A la orilla de la chimenea”, “Con la frente marchita”, “La canción más hermosa del mundo”, “Llueve sobre mojado”…
No importa los días que uno deje de escucharlo, no importa lo que demore en presentarnos su nuevo trabajo musical, su más reciente pintura, su nuevo poema. Sabina se encuentra presente; pertenece a nuestro imaginario, a nuestra contemporaneidad; a las cosas que se resisten a irse, aunque sepamos que lentamente sigan yéndose.
Sabina va camino de convertirse -si no lo es ya-, en una caricatura de si mismo; y lo de Pancho Varona no ha sido un desencuentro, sino una ruptura total.