Era la segunda vez que Sartre desandaba La Habana y no sería la última, pues habría de regresar apenas siete meses después. Había conocido la ciudad once años antes, pero entonces le pareció distinta, dígase: más fácil.
Ahora, entre febrero y marzo de 1960, Jean Paul Sartre no entiende nada de lo que está sucediendo. No tiene tiempo. Viaja de un lado al otro, mira, pregunta, fuma, toma anotaciones.
Lo llevan del aeropuerto a una mesa de intelectuales, del teatro al periódico Revolución, de un parque a los cañaverales, siempre con su chaqueta puesta o en brazos, porque el calor es vehemente; pero, más que el calor, es el olor el que lo aniquila: “un olor de bestia, como si el azúcar fuese a la vez una sabia y una secreción animal”.
La frase fue escrita en su célebre crónica Huracán sobre el azúcar, una serie de artículos publicados en Cuba por Ediciones R y en el mundo conocidos primero por France Soir. Resumen su visita, representan su interpretación de una realidad luego de haber reparado en los paisajes que la determinan, como el de esas plantaciones con tallos empinados que en tierra cubana han dado trabajo y hambre a tanta gente durante tantos años.
“Un cañaveral no es precisamente alegre”, escribió, en sus intenciones de comprender el significado de la gramínea para Cuba y sus habitantes, una planta intrínsecamente ligada a la nación, al punto que el antropólogo Fernando Ortiz aseguraba que, junto al tabaco, era el personaje más importante de la historia de Cuba.
Sartre percibió que, además del desarrollo económico gracias a la industria azucarera y conjuntamente a esto, a los socios comerciales, al parecer condenados a ser siempre uno aun cuando tuviéramos la advertencia martiana de que el comercia con un solo país está destinado a morir, el problema del país era también otro: el tiempo.
En Cuba el transcurso de los días se volvía meloso como la propia azúcar de caña, embriagaba como el alcohol de sus destilaciones, o, por el contrario, apenas alcanzaba para terminar una tarea. ¿Cómo recuperar el tiempo perdido?, escribía él, pensando lo que pasaba por la cabeza de los cubanos, y se emparentada esta con otra interrogante anterior sacada de los versos de un poeta comunista, Rubén Martínez Villena: ¿Qué hago yo aquí donde no hay nada grande que hacer?
Pero, siempre hay algo que hacer, y en ese momento se estaba haciendo algo grande. Sartre se dejó llevar por semejante huracán hasta entender que sus vientos soplaban por zonas que no le interesaba seguir.
Había llegado un 22 de febrero, bajo un sol abrazador y la compañía de Simone de Beauvoir. Junto a la escalerilla lo esperaron amables Carlos Franqui, el director del periódico Revolución, su principal anfitrión; Walterio Carbonell, aquel intelectual negro que hizo ondear la bandera del 26 de julio en la torre Eiffel, Virgilio Piñera y el poeta José Álvarez Baragaño, quien de vez en cuando miraba a las piernas torneadas y macizas de Simone, en tanto pensaba que el conflicto de su generación era el mismo que se reflejaba en Sartre: “el drama del hombre lúcido”.
Al día siguiente, apenas recuperado, Sartre y Beavoir viajaron a Santiago de Cuba donde estuvieron un día completo antes de trasladarse a Holguín. Inauguraban allí una Ciudad Escolar en lo que había sido un cuartel militar y ambos fueron invitados. En ese lugar Sartre conoció a Fidel Castro, en medio de una multitud de niños, vecinos y rebeldes.
La pareja se abrió paso hasta dar con la tribuna, y mientras se merendaban unos helados de mango, vieron cómo de entre la masa uno de los niños entregaba al Comandante un sombrero de yarey. Fidel cubrió con el sombrero su cabeza, después se lo sacó de encima pasándoselo al Che Guevara, quien finalmente lo colocó sobre el visitante.
No sabe por qué, o sí sabe: “no tuve valor para quitármelo”, pero Sartre permaneció un rato con aquel sombrero encima. Atisbaba a los rebeldes que se iban marchando y enseguida él mismo volvía a subirse al buick que lo pondría una vez más en el camino de los campos de caña, las consignas de la carretera y las ciudades conmovidas por la revolución.
El Che habría de decirle que la cubana era “una revolución de contragolpe” y Sartre llegó a la conclusión de que llevaba una “ideología salvaje”, “libre de elaboraciones”, sobre la que si un día llegara a imponerse “medidas extremas” como la “socialización radical” era solo por la necesidad de “resistir el bloqueo y a título de una economía de guerra”.
A medianoche conversa con el Che en su despacho, al otro día come en La Bodeguita del Medio, rodeado de escritores mayormente jóvenes. Después, se descubre en Santa Clara, más tarde sobre un barco de vela que repleto de revolucionarios se dirige a una isla desierta donde pasa el día sin probar bocado, y ni siquiera ha reparado en ello. Asiste a los carnavales. Sartre y Beavoir miran las comparsas desde la tribuna comiendo mariquitas de plátano.
Fidel Castro en persona lo recoge amaneciendo en el hotel. Sartre y Simone han sido avisados a última hora y llegan al lobby diez minutos tarde. Fidel está iracundo, sobre todo porque no aparece Juan Arcocha, que sirve de traductor a la pareja. Emprenden camino, y en tanto los alcanza Arcocha, deben entenderse en inglés.
Arcocha acabará por sumarse, pero entonces los visitantes habrán visto muchas playas habaneras en las que Fidel Castro realiza visitas sorpresa. Esas paradas le permiten constatar que el desgano puede hacer presencia adelantada, que se esparce por todas partes ante la amenaza del centralismo.
Los trabajadores de cierta instalación del Instituto de Turismo le ofrecen un vaso de limonada y lo rechaza de inmediato. Está tibia. Cuando pregunta por qué los cubanos deben recibir un servicio a medias, la encargada le responde a Fidel que la nevera está rota y que no ha aparecido el responsable de arreglarla. Su justificación es cerrada con una frase famosa: “Usted sabe cómo son las cosas”.
El trayecto no cesará ese día. Y en el camino verá Sartre a muchedumbres de campesinos saltándole encima a la caravana. Todos quieren que Fidel converse con ellos y la mayoría de las veces sucede que se detiene a escuchar o a convencer. Sartre dice advertir en el hecho lo que significa una “democracia directa”, así habrá de escribirlo.
También pregunta a Fidel Castro por qué actúa de esa manera, por qué dar respuesta a todos y tratar de resolverle el conflicto a cada una de las personas que le piden ayuda. Cada petición se traduce en una necesidad, responde Fidel Castro: y “la necesidad de un hombre es su derecho fundamental sobre todos los demás”.
El viaje termina en la Ciénaga de Zapata donde Fidel gusta de recluirse en una construcción apenas con condiciones, según el francés. Pescan truchas que saltaban del fango con un solo disparo, conversan con unos norteamericanos vecinos del lugar llegados junto a Raúl Castro, quien permanece en una instalación cercana junto la familia de Vilma Espín.
Sartre ya había comprendido que era necesario estar disponible todo el tiempo, debió sobreponerse a sí mismo para, concluido cada periplo o entrevista, sentarse sobre lo que fuera y transcribir las incidencias de la jornada en el grueso libro de contable que llevaba consigo.
“El mayor escándalo de la revolución cubana no es haber expropiado fincas y tierras sino haber llevado muchachos al poder”, escribe, y ya luego está de vuelta en la ciudad. Ha viajado junto a Fidel Castro en un helicóptero que es como una libélula, ha visto a esa libélula sobrevolar plantaciones, girar sobre las palmas batiendo sus hojas en maniobras estimulantes.
El estallido de La Coubre en el puerto de La Habana, el 4 de marzo, conmociona a todos: doscientos muertos, un funeral en una jornada sombría, no sólo por el hecho, sino por el clima también. A Sartre le impresiona esa comunicación directa que se establece entre el pueblo y sus líderes revolucionarios, deja anotaciones de ella, insiste porque “una nación forja su unidad en la medida en que sus miembros se comunican entre sí”.
Hay comunicación también durante ese acto donde suceden tantas cosas trascendentes: un fotógrafo le toma al Che su foto más famosa, Fidel Castro declara que “Patria o muerte”, Sartre, acompañado de Beavoir, descubre el rostro oculto de todas las revoluciones, su rostro de sombra: “la amenaza extranjera sentida en la angustia”. La angustia. La angustia que se dilata como el tiempo en la isla de Cuba. A veces, parece el tiempo nuestro verdadero cañaveral.
es Simone de Beavoir
o Simone de Behavior
Hola Robert. Es Simone de Beauvoir. Ya lo hemos rectificado. Gracias por leernos y ayudarnos. Saludos.