Cierto personaje del escritor japonés Haruki Murakami es hecho prisionero y conducido a un lugar en el cual se encuentra ante una peligrosa disyuntiva. Lo han conducido hasta el borde de un pozo y, junto al brocal que forma la boca, después de haberse visto obligado a atisbar las profundidades, observa cómo un oficial saca un revolver y lo lleva hasta su cabeza. Mantiene la punta del arma asentada en su sien por largo tiempo, sin disparar. Luego, el oficial baja el arma, la guarda en su funda, pero con una mano apunta a la boca de piedra.
El prisionero comprende que sigue vivo y que no tiene más que dos pobres opciones si pretende conservar su estado: o muere de un disparo o se lanza al interior, cuya profundidad desconoce porque no se alcanza a divisar. Se fija en el oficial, quien ha puesto ahora una mano casi delante y comienza a descontar segundos. No iba por tres dedos cuando el prisionero, convencido, cruzó una pierna por sobre el brocal y se lanzó a las profundidades.
Al rato fue consciente de que seguía vivo, aunque estaba atrapado en un pasaje tan angosto y profundo que dudaba que fuera posible salir, así que, pasado el trance inicial, cuando el golpe de la caída y la lluvia de orina que vertieron sobre él los solados enemigos eran parte del pasado, se sintió muy frustrado. Qué podía hacer si no resignarse a su situación.
Al rato, ni siquiera alcanzaba a pensar. Sintió la opresión de la soledad y su desesperación se hizo demasiado profunda. Al menos, porque siempre hay algo que reconforta en un momento extremo, había alcanzado a sentarse; de modo que estaba allí sin hacer nada, sin pensar nada en las tinieblas: “Sumido en una oscuridad tan profunda, pierdes la facultad de discernir si la percepción es real o no. Me daba la impresión, incluso, de que mis sentidos se burlaban de mí, de que me engañaban”.
¿Por qué recordé esta escena del libro Crónica del pájaro que da cuerda al mundo?, ¿qué hizo que este pasaje se impusiera en mi mente cuando no era más que una lectura lejana? Volvía a sentir ante mí una realidad que no era la mía; sin embargo, nunca ha dejado de serlo de muchas maneras. Todo migrante carga con el alma de la tierra que deja atrás, nunca se aparta del todo del sitio en el cual al volver siente que recarga energías, a pesar de que se hubiera tenido que largar precisamente por la intención de recuperarla.
Estando en este lado del mundo, Argentina, otra vez pensaba en aquel otro, Cuba, donde se encuentran familiares, amigos y lugares: allá existe un banco sobre el que alguna vez me senté y donde aún pervive la fachada del edificio que atrapó mi atención un día hasta hacerme exclamar “debe ser de lo más lindo del mundo”. Allí incluso es posible que se mantenga viva una persona que yo desconozco y para quien, sin embargo, mi rostro es familiar, porque me veía pasar día tras día.
¿Qué era la isla de Cuba esta semana si no un pozo profundo, tan extraño como el que había atrapado al personaje de Murakami? El pozo fue aún denso y oscuro, y dentro de él se hizo más tortuosa la existencia, ya martirizada por el alto costo de la vida, los alimentos, los bajos salarios y la precariedad en los servicios como la salud pública. Un nuevo golpe, ahora de oscuridad, propiciada por un masivo corte eléctrico.
La isla que a los argentinos llama la atención por sus playas, la calidez de su gente y su historia no hace otra cosa que alejar a muchos de los que se interesan en conocerla. El gobierno hace oídos sordos a los consejos de los economistas y recupera el discurso de la presión externa para justificar sus movimientos. ¿Cuánto hay de cierto en su alegato y a quién le importa desde el interior del pozo? No es inteligente esperar que lancen sogas o escaleras cuando los atrapados solo esperan formar una escalera de cuerpos y salir.
Cuando pasaba el servicio militar obligatorio, una oficial joven, teniente de Santiago de Cuba, solía recriminarnos con la misma frase que se podría encontrar escrita hoy en los comentarios a uno esos artículos del periódico Granma, o a uno de esos tuits o post lanzados desde la oficialidad: el central no muele sacrificios. ¿Queda todavía algún central?
Hace mucho tiempo pienso que respecto a las cuestiones de Cuba cada vez me siento más cercano al sentimiento del señor Wakefield, aquel personaje de Nathaniel Hawthorne que ahora no sé si alguien recuerda. Un día, Wakefield llega a una insólita convicción: decide abandonar su casa, para lo cual argumenta a su mujer que hará una visita de fin de semana a las afueras y que volverá en poco más de una semana.
Sin embargo, Wakefield tiene otro plan en la cabeza: se alquila un departamento a poca distancia de su residencia, donde queda su mujer y con ella las reverberaciones de su vida pasada, lo que pudo haber sido, lo que era suyo y seguiría existiendo sin él. Decide permanecer como mero observador de lo que hubiera sido su entorno de haber mantenido su acostumbrada vida. “La singularidad de su situación lo ha modelado a tal punto, que comparado con los demás seres y las realidades de la vida, acaso no pueda decirse que goza de su sano juicio”, alega el narrador, y agrega:
“Ha logrado, o mejor, le ha sucedido quedar separado del mundo, desaparecer, renunciar a su lugar y a sus privilegios entre los vivos sin ser admitido entre los muertos”.
Pero, en verdad, este otro Wakefield a veces quiere tomar partido, y entonces hace algo así como llamar a un amigo, y preguntarle: “Cómo estás pasando ese gran apagón”, y entonces este amigo le dice: “Bueno, me siento como dentro de un pozo seco en una noche oscura, donde tampoco se pueden ver las estrellas”.
Es la última semana de octubre, y yo aspiraba a comentar sobre la escritora que a principios de mes fue anunciada como premio Nobel en Literatura. Se llama Han Kang y nació en Corea del Sur, en Gwangju, en 1970. Trabajó como profesora en el departamento de Escritura Creativa del Instituto de las Artes de Seúl hasta 2018 y ahora se dedica por completo a la escritura. Tiene una novela titulada La vegetariana, que parece ser una historia impresionante y de obligatoria lectura.
Comencé con Murakami, de quien, por cierto, a muchos les gusta insistir que es eterno candidato al Nobel. Hasta sacaron un meme que es un fotograma del filme Parásitos donde él ha sido identificado como el chofer del auto y la pasajera que habla desde el móvil en el asiento trasero sería Han Kang, la premiada. Leo que Kang ha reconocido influencias del argentino Jorge Luis Borges, y este advirtió un día sobre el personaje de Wakefield y su “singularidad psicológica”; de modo que el relato de Hawthorne es para Borges “una fantasía de la conducta”, un “estudio patético de las posibilidades humanas”. Tiene usted razón si se pregunta conmigo: ¿a dónde vamos con esas divagaciones?