En las clases de una asignatura llamada Problemas de la economía cubana hablábamos de tópicos como “capital humano”, “ineficiencia de las empresas estatales” y excesivo “sistema de estimulación al personal de seguridad” en contraste con los bajos atractivos pensados para el personal productivo. Eso fue hace muchos años.
No sé de qué puede hablarse hoy, pero sí recuerdo que aquellas discusiones, siempre alentadas por los más discutidores y avezados de la clase, generaban en mí gran curiosidad, aunque después imaginaba una realidad paralela en la cual desarrollaba ideas como esta de la “fabulosa fábrica de sueños” que ha terminado siendo “Una parábola fabril”.
Era el resultado de mis lecturas de entonces, atraído por libros como los de Juan José Arreola, Eduardo Galano o George Orwell. Después, mezclando esos recuerdos con imágenes y ambientes como los que consiguen filmes del tipo El increíble castillo vagabundo, de Hayao Miyazaki, me han permitido consolidar la idea que hoy recupero para ustedes.
Ahora sí:
“Una parábola fabril”
Hubo una vez cierta industria que llegó a ser reconocida como la más importante de su tipo. Era una fábrica de sueños y quimeras, y tenía tal capacidad para producir en serie que exportaba a todos los continentes.
De haber existido el comercio interestelar, cualquiera de sus “rubros de exportación” (tal era vocablo de los heraldos) habría sido reconocida en toda la galaxia con certificaciones de calidad, incluso en Urano y Neptuno, donde su nombre se reiteraría miles de veces a pesar de sus cortísimos días.
Los heraldos decían, por ejemplo: “En el rubro de los sueños-rosas la fábrica cumplió este año con un 99,9 %”; pero, diligentemente, se acotaba que “en el resto de los sueños se esperaba un sobrecumplimento”, y siempre “con tres meses o cuatro de adelanto respecto al cierre del plan”.
Y mostraban gráficos e informes, dándole prioridad a la imagen de los cientos de fardos y contenedores de todos los colores, suspendidos sobre aquellas instalaciones como aerostatos abigarrados en el cielo; ya que aquel sistema era tan moderno que contaba con su propia cadena de distribución, basada en impresionantes artilugios de flotación y traslado.
Pero había una dificultad: se comentaba que los trabajadores pagaban un alto precio por los lotes de mercancías; es decir, por cada tonelada de sueños y quimeras que se exportara todo obre-soñador (neologismo de la fábrica) perdía unos buenos kilogramos de su constitución física.
Además, según las tonalidades del Área o Sección de trabajo (los colores dependían de la complejidad técnica de los productos, y para ellos había elaborado un curioso sistema de señalizaciones), a veces podían terminarse en el puro hueso, sin hablar de los desmayos y demás malestares psicológicos.
No pagaban por peligrosidad, pero contaban con buena atención médica allí, es cierto; de otro modo no habría sobrevivido ni la tercera parte de la plantilla en los primeros tres años. Eran tan severas las condiciones del proceso que los enemigos (siempre los hay) empezaron a hablar de “pérdidas humanas por exceso de sueños y quimeras”.
Ante semejantes acusaciones el director de la fábrica, y toda la directiva, respondían a coro alegando que se trataba de nuevas “patrañas” del entorno siempre acechante, por lo cual, orgullosos, ordenaban redoblar la producción, cada vez más inmensa, a tal punto que algunas cargas no lograban elevarse y reventaban en las cabezas de los obre-soñadores provocando verdaderas pesadillas que se olvidaban a discreción.
Cierto que la demanda internacional se había triplicado cuando la plantilla empezó a mermar. Para entonces ya había bajado la producción. El tráfico de sueños y quimeras se había convertido en una actividad bastante lucrativa: se pagaba a contrabando buena cantidad de divisas por cualquiera de aquellos productos, sin importar tamaño, uso, procedencia o calidad del acabado.
Además, algunos, queriendo quedarse para sí con una parte de lo producido, por una cuestión algunas veces netamente sentimental, se “apropiaban de manera indebida” ínfimos fragmentos. Los más temerarios y pragmáticos empezaron a escapar, llevándose consigo recortaría de lo que ellos mismos habían logrado camuflar en sus puestos de trabajo.
Los obre-soñadores fueron declarados entonces como el verdadero “problema”, pues, según la directiva, por ellos se había incrementado precipitadamente la merma. Para contenerla, inventaron un sistema de protección tan moderno como la fábrica misma.
El sistema podía detectar sueños y quimeras encubiertos en bolsas, escondidos en sobrezuelas y alojados al interior de los obre-soñadores después de que estos los hubieran ingerido en rápidos bocados en sus efímeras meriendas.
La fuga de productos se contuvo de esta manera, pero no así la de sus productores. Y cuando el tema fue tratado por algún heraldo distraído, la directiva lo neutralizaba diciendo: “Son más imprescindibles las quimeras y los sueños, productores habrá siempre”.
Los obre-soñadores siguieron fugándose en masa, y, con el tiempo, inclusive empezaron a dejar junto a la cerca perimetral los pedazos de aquellos sueños que intentaban llevarse consigo al mundo externo, apenas como testimonio de su vida pasada.
La fábrica de sueños es hoy un artilugio que funciona gracias de la “inventiva creadora”, dicen los heraldos, que disimulan la escasez de fardos haciendo zoom en las pocas estructuras que todavía quedan a la vista.
Producir cualquier envío ahora demora años. Y en lo que acaba de completarse una carga, los contenedores flotantes suelen ir cayéndose a pedazos, de manera que antes de salir deben remozarlas como puedan en la última etapa de la fábrica, curiosamente llamada “sección de embalaje o embarque”.