Atajos

Leyendo una biografía de Bola de Nieve me topo con que hay un pasaje de La consagración de la primavera en que Carpentier recrea –literal– una de las veladas que solían tener lugar en la casa natal de Bola en Guanabacoa. Con música, bailes ñañigos y ararás, y la exquisita comida de la señora Inés.

No recordaba la escena. Que es, ciertamente, muy pobre. Vera, la bailarina europea que no es más que el chivo expiatorio que utiliza Carpentier para soltar de contrabando sus elogios sobre la cultura americana en boca de una extranjera, se explaya sobre la destreza y espontaneidad de los danzantes, sus impresionantes cualidades físicas, y llega a decir, muy afectada, que esos ejecutantes eran lo que pedía la música de Stravinsky, “no los blandengues y afeminados del ballet de Diaghilev”.

Estoy firmemente convencido, por el hastío que provocan sus últimas obras, de que los descubrimientos temáticos de la narrativa carpenteriana pasaron de ser eso, descubrimientos, a barato y ramplón proselitismo. Como si no lo hubiese dicho primero que todos, e inmejorablemente en más de una novela, siguió martilleando hasta el final sobre las incontrastables ventajas que albergaba un continente vasto y virgen, repleto de potencialidades físicas y estéticas, inabarcable y puro.

Terminó, sin embargo, haciéndolo tan mal, su lenguaje se nota tan cansado, que ya no fue más que un chovinista. Amputado, como todo chovinista, y apoyado en las muletas que le quedaban, malas representaciones de sí mismas: el colchón de su erudición; la cadencia del barroco, que, para quien lo domina, es solo una bestia a la que basta con soltarle las riendas; el intento de novela total.

No tenía más nada que decir. Suele suceder. Dios nos libre de ese y de todo mal. La consagración de la primavera está armada a tijeretazos, con trozos dispares recortados del amplio telar de sus referencias. Lo que me interesa destacar, no obstante, es que La consagración de la primavera fue la primera novela de Carpentier que devoré, y que, independientemente de que yo fuera un pésimo lector, la impresión que me dejó fue tal que desde ese momento, y durante una larga temporada, lo único que hice fue seguir leyéndolo. Todo. Hasta sus crónicas y entrevistas más insulsas.

Y lo cierto es que crecí, que crecí mucho y que, mientras lo leía, era consciente del acto, como si fuese yo un montículo de tierra que de repente una excavadora removiera y alzara por los aires para dejarme ahí, suspendido, sin saber exactamente dónde ponerme. Desde entonces, entré a un pasadizo que bien pude haber descubierto por otra puerta, pero que al fin y al cabo lo descubrí por la puerta Carpentier, y nada menos que por la que es considerada, con diferencia, su peor novela.

Eso me lleva a cuestionar qué es, después de todo, un mal libro. O no qué es un mal libro, porque La consagración de la primavera lo es, sino en si son del todo desechables. Hay malos libros, supongo, que no llevan a ningún lugar, y hay malos libros que nos siguen llevando a malos libros, como una espiral de nobles adicciones, pero hay malos libros que nos llevan a piezas memorables, verdaderos milagros. La recompensa detrás del valle de lágrimas.

Están también, lo cual es primordial, porque son muy distinguibles unos de otros, los malos libros de los grandes narradores y los malos libros de los narradores esforzados que son como una voraz legión de langostas, o los malos libros de los narradores promedios, que son igualmente malos, porque no hay en la narrativa algo como un promedio. Mi salud mental hubiera sido muy distinta si, en vez de perder el tiempo con el Carpentier diletante, lo hubiera perdido con cualquiera de sus epígonos o con los realistas de los noventa o con los rompedores punk de los dos mil.

Hay errores que la vida no perdona. Lo veo en decenas de escritores con menos de cuarenta. Persistir en la lectura enfermiza de cada uno de nuestros premios literarios te va a llevar, más temprano que tarde, a ganar alguno. Luego una tertulia colectiva en algún frondoso jardín del Vedado o la venia de algún defenestrado del quinquenio y luego, inconfundible, el horror.

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