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El Tuerto López: poética de una Cartagena estrábica

por
  • Carlos M. Álvarez
    Carlos M. Álvarez
mayo 20, 2014
en Esta boca es mía
1

Luis Carlos López no era tuerto, sino estrábico. Donde la posteridad  colocó una ausencia, una órbita oscura, solo había una desviación  y su consecuencia. Desde la Plaza Bolívar -centro de Cartagena- Federico  Herrera organiza a lo largo del casco histórico expediciones para turistas,  y comenta la obra de López, el icónico poeta cartagenero, con más  pronunciado interés que el que suele dedicarle al resto de los asuntos.

Herrera, especie de historiador ambulante, y autor de un libro didáctico  sobre los mitos y leyendas de Cartagena, interrumpe su partida de ajedrez  de la tarde –tal vez una Siciliana o un Gambito de Dama-, y me sugiere  la posible ruta a seguir dentro de un vasto repertorio burlesco desperdigado  por las calles, pequeño ejército de endecasílabos tallados en placas  de piedras, con el cual, a falta de la mirada recta y el tono severo  de los muertos, Luis Carlos López custodia la ciudad. Sus sonetos,  sin embargo, se moverán dentro de la piedra. Cuando las musas de la  lírica excelsa se distraigan, cada estrofa aprovechará, se relamerá  los dientes, se hurgará en la nariz y te sacará la lengua.

Con gesto gracioso, alambicado, y la estatua ecuestre de Bolívar  a sus espaldas, el señor Herrera toma aire y dice: “por todas partes  hay poemas de prístina originalidad.” Pero su encorsetamiento resulta  inofensivo, no clasifica como político aspirante a alcaldía ni como  cantor desgarrado por la luna, sino como anticuado juglar. López nunca  lo hubiera rociado con su mordacidad bisoja.

En la calle Lozano, encima de un puesto de baratijas y espejuelos oscuros, se puede leer  aquel verso que recuerda la incómoda herencia donada por La Conquista:  “del divino progreso, ese progreso/ que le trajo a los indios cimarrones,  / con la espada y la cruz, el gonococo…” López nos revela un hallazgo  poético hasta ahora ignorado: que la gonorrea es también una consecuencia  histórica. Detalle que ilustra lo que representó dentro del movimiento  literario hispanoamericano. Aséptico humor, saludable parodia que vino  a despegar el sarro impregnado en los exteriores del Modernismo. Fue  el cartagenero esa nota hilarante, el descompresor necesario que debiera  suceder a cualquier canon. Todo Góngora tiene su Quevedo. Todo Lezama  su Nogueras. Todo Neruda su Parra. Y, naturalmente, todo modernista  de vista aguzada carga con su tuerto respectivo.

Les pregunto a los vendedores si han leído el soneto, pero no se  muestran muy amigables con quienes no les compran alguna bisutería.  Sigo de largo. Frente a la Torre del Reloj, hay un ancho portal atestado  de mesas con dulces. López también se encargó de bautizarlo. Y aquí  hace entrada, digamos, el absurdo estupendo. La ciudad ha entendido  a plenitud el espíritu del poeta sardónico y le ha pagado con la misma  moneda. En Mi burgo, quejándose  del marasmo imperante, el “Tuerto” escribe: “Nada de una protesta.  Todo completamente igual: /callejas, caserones de ventruda fachada/  y un sopor, un eterno sopor dominical.”

Cartagena responde, pues, con una insuperable muestra de desparpajo  y progreso: trunca el soneto Portal de los dulces y  lo deja en trece versos. Tratándose de Luis Carlos López, resulta  un homenaje, una relación que ojos normales, no bizcos, pudieran tomar  como ríspida, pero que bien mirada (en este caso sería mal mirada)  no es más que otro ejemplo de esos amores un tanto violentos, pero  definitivamente indestructibles y activos, como un matrimonio de años.  Cartagena y su poeta predilecto han fundado sus propias bases y pocas  ciudades, por no decir ninguna, mantienen un diálogo tan vigoroso con  su bardo, un diálogo en el que la reverencia incluye menos arqueología  que travesura.

Ya sabemos de qué van las cosas. El currículum ciudadano de López,  su acercamiento a la urbe bajo los más distintos ropajes, no nos parece  del todo posible. Recibe clases de pintura del retratista Epifanio Garay.  Dibuja paisajes en tonos oscuros, grisáceos. Piensa los poemas desde  un sillón de mimbre. Inmortaliza a una mujer: Sara Román. Dice que  su hermosura cura la herida que su misma hermosura ha abierto, o algo  así. Rescata personajes populares de su infancia como Antonia la Pelada,  una negra casi sin cabello que danzaba por las calles y que López,  debido a su rareza, coloca en un anaquel junto a Don Rafael Nuñez.  Vende, en algún momento, cebollitas en vinagre, desarrolla carrera  como comerciante. Dirige la revista literaria Juventud y luego funda  el diario La Unión Comercial, de  existencia fugaz y abierto compromiso político. Quiere estudiar Medicina,  de hecho la inicia, pero el ejército conservador lo apresa durante  la Guerra de los Mil Días. Se hace parte imprescindible de la bohemia.  Funge como Cónsul de Colombia en Múnich y luego en Baltimore.

Vuelve a Cartagena y ya decide no salir más. En 1944, Nicolás Guillén  –que habla de la “carcajada dolorosa” de López- lo invita a Cuba,  argumentando que en La Habana su obra es muy popular, pero López responde  que con 75 años solo le queda moverse desde su casa, en el barrio Manga,  hasta el Bodegón. Se burla de todos menos de los humildes. En venganza,  los descendientes de algunas de sus víctimas lo blasfeman. Lo acusan  de borrachín, de hazmerreír, de payaso, y termina en el aislamiento  y la contemplación. A cambio de una sortija de poco valor -antecesora  de las que venden hoy en Lozano-, le escribe un soneto a Daniel Lemaitre,  alcalde y amigo personal, pidiendo un cheque que luego Lemaitre le regalará.  Se declara López, por si no ha quedado claro, un hombre profundamente  anfiscio.

Intentado descifrar lo que tal cosa significa, busco la calle Candilejas.  Busco su oda, que según los archivos debe existir. Aparece la calle  pero no aparece el soneto. En la acera, frente al bar Puerto Rico, un  hombre reposa a la sombra. Es el dueño del bar. Le pregunto. No recuerda  soneto alguno en ninguna pared de la calle, pero conoce perfectamente  la obra de López. Sin pedírselo, se pone a declamar: “Un pedazo  de luna que no brilla/ sino con timidez. Canta un marino…” Le agradezco  el gesto. Quizás Cartagena haya sustituido la placa de la calle Candilejas  y haya colocado a este hombre en la acera, con el pretexto de la sombra  y con la misión de evocar a López. El dueño del bar Puerto Rico es  la placa en sí, una placa con voz.

A su vez, en la casa natal, ubicada en Tablón y Primera de Badillo,  nadie sabe quién es Luis Carlos López. Ni dos señores mayores que  conversan en las afueras de la tienda, ni el cajero que en un puesto  contiguo cambia monedas. El lugar donde el “Tuerto” comenzó a experimentar  con rimas clásicas, mientras sorbía lentamente anís de coco, ha quedado  reconvertido en dos vulgares establecimientos administrativos, y es,  de los sitios emblemáticos, el más áspero de todos, donde menos podemos  imaginarlo. Aún así, puede leerse la tarja en cuestión, con el soneto A mi casa. Las dos primeras líneas suenan  alarmantemente proféticas: “¡Pobre casa de mis antepasados!/ Si  pudiera comprarte, si pudiera…”

Son estos los poemas en los que entendemos cuán rigurosa es la lírica  socarrona de López, y es probablemente esta versión, un tanto menos  desacralizadora, la que convenciera a los padres antecesores de que  López, ciertamente, era un poeta total. Unamuno, que condenó a Vallejo  por aquel verso de Los heraldos negros donde  el pan a la puerta del horno se quema, sin siquiera sospechar la altura  que luego Vallejo tomaría, se mostró sin embargo bastante preventivo  con López, y laudatorio, algo que finalmente también Darío hizo.  Parece haber en ambos una especie de temor. Sus elogios, sobre todo  los de este último, tienen algo de pacto, de concesión del poderoso  ante el labriego indomesticado. La bizquera del autor de Posturas difíciles resultaba  un peligro, y nadie quería caer bajo su lengua.

Hay una tradición de la trastada en la literatura hispana a la que  López logra endilgarle un sello visual, el sello del estrabismo. Quevedo  pasa a ser, en buena medida, un poeta estrábico. Parra es un estrábico  total. Roque Dalton lo mismo. López fue, en integridad, el poeta que  su físico le permitió. López escogió -o quizás ya le venía dado-  el estilo que mejor encajaba con su defecto, y lo elevó a categoría  de arte. ¿Imaginamos un bizco incólume, erudito? Esos son predios  del ciego. Borges es la cara emblemática de una literatura, y Luis  Carlos López de otra. La patria de Borges es, digámoslo así, el polvo  atemporal, y la de Luis Carlos López, la pura, dura y tórrida Cartagena.  Allí donde Borges no ve, y, por tanto, lo ve todo, Luis Carlos López  ve distinto, diagonal. Como consecuencia, a Borges nunca le levantarían  un monumento efusivamente sincero y, al mismo tiempo, sutilmente equivocado.

El “Tuerto” murió en octubre de 1950, de una insuficiencia cardiaca.  Siete años después, la ciudad contrató al famoso escultor y coterráneo  Tito Lombana, para que se inventara algo en homenaje a un hombre que  vestía de traje entero, hecho con lino blanco, que usaba sombrero panameño,  una boquilla francesa en los labios, al final un cigarrillo, y botines  de media caña. El invento, por su parte, desembocó en un par de botas  viejas, intertextualidad directa con la última línea del soneto A mi ciudad nativa, donde, para mayor exactitud,  no se habla de botas, sino de zapatos.

La primera pieza, solo a base de hormigón, se erigió en la entrada  de la Media Luna, y terminó, al cabo, erosionada. Para el segundo monumento,  ubicado en los exteriores del Castillo de San Felipe, Cartagena contrató  a Héctor Lombana, quien no cometió el mismo error y esculpió unas  botas de bronce de dos metros y medio de largo y casi uno y medio de  altura.

En la estatua de la Plaza Bolívar, sobre la cabeza del Libertador,  siempre se yergue una paloma, casi como una extensión del bronce. Más  abajo, se lee una frase donde Bolívar le agradece a Cartagena la gloria  que Cartagena le ha traído. En su diestra, el gorro emplumado de prócer,  como extendido para que adentro le depositen la gloria: dos centavos,  tres kilogramos, o cinco siglos, nunca sabemos bien cuál es la medida  de la gloria.

Dentro de las botas del “Tuerto”, en cambio, lo que hay son piedrecillas,  desechos plásticos, envolturas de caramelos, pitillos, vasos rotos,  las huellas húmedas de algún desamparado que parece haberse ocultado  en el interior al menos durante la última noche. Entendemos que ese  es justamente el monumento que Luis Carlos López, de haber podido,  se hubiera erigido a sí mismo.

Frente a las botas viejas, Camilo Jaramillo, joven recién llegado  desde Bogotá, aguarda con cámara y trípode, para sacarle fotos a  quien decida posar. Cobra cinco mil pesos colombianos. Intenta sobrevivir  mientras espera la entrega de un crédito bancario que le permita montar  un estudio fotográfico. Nadie lo molesta. Ni la policía ni los vendedores  de su alrededor.

Le pregunto si conoce al “Tuerto” y me dice que solo de oídas.  No le sobra el tiempo para leer poemas. Tiene jornadas de solo tres  fotos y otras en que sobrepasa las veinte. Eligió este lugar antes  que la Gorda de Botero o la Fuente de la India porque lo visitan muchas  más personas. Jaramillo ofrece la opción de repetir la foto antes  de imprimirla. Le pregunto si algunas no le salen con la calidad requerida  y me dice que a veces, puede ocurrir. ¿Cómo quedan, desenfocadas?  Sí, desenfocadas, responde.

Obturador estrábico. Algunos, de ello, suelen hacer un poder.

Foto de portada: Monumento a los Zapatos Viejos. homenaje al poeta Luis Carlos López.

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Carlos M. Álvarez

Carlos M. Álvarez

Ex estudiante de periodismo y ex ladrón de libros. No hay nada en particular que pueda aclarar de mí porque yo tengo un oficio una edad una familia y un amor parecido o semejante o análogo al de casi todos los que no viven ni en África ni en Suiza y porque como preguntara un célebre poeta hace ya muchos años en un célebre poema de un célebre libro lanzado de súbito para la posteridad: “¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa?”

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Comentarios 1

  1. JORGE ARANGO MEJÍA says:
    Hace 10 años

    ¡FORMIDABLE, INTELIGENTÍSIMO ESCRITO: LO FIRMARÍA SIN CAMBIARLE UNA COMA! ME ENORGULLECE, COMO COLOMBIANO QUE SÍ HA LEÍDO, LEE Y LEERÁ LOS POEMAS DE UNO DE LOS MÁS GRANDES POETAS COLOMBIANOS: LUIS CARLOS LÓPEZ, HERMANO DE DOMINGO LÓIPEZ ESCAURIAZA, UNO DE LOS MÁS IMPORTANTES LIBERALES DE COLOMBIA, EN EL MÁS NOBLE SENTIDO DE LA PALABRA. GRACIAS POR RECORDALES A MIS PAISANOS, AL MENOS A LOS QUE NO SON ANALFABETOS, QUE SÍ FUIMOS ALGUNA VEZ UNA NACIÓN CON PRETENCIONES DE INDEPENDENCIA Y CULTURA. HOY, BAJO EL GOBIERNO DEL MÁS CORRUPTO DE LOS SANTOS, ES APENAS LA MÁS POBRE PERO MÁS SUMISA DE LAS COLONIAS DEL IMPERIO YANQUI.

    Temo que éste sea el único comentario escrito por un colombiano. ¡Qué vergüenza!

    Cordialmente,

    JORGE ARANGO MEJÍA
    C. C. 2.864.548

    Responder

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