Boris Santiesteban no se llama Boris Santiesteban, pero dos razones impiden que ustedes conozcan su verdadero nombre. Primero: Boris lo pidió. Segundo: Boris es mi amigo personal y no quiero que nada le suceda. Me ha pedido, también, que no me vista de héroe ni me robe sus méritos y le he dicho que ni muerto, que nunca haría eso, que cómo, tan patán y cobarde, podría apropiarme de semejantes tretas.
Ambos tenemos veintidós años y ambos estudiamos en la universidad, pero existen sutiles diferencias. Yo todavía recibo dinero de mi madre, y Boris Santiesteban mantiene a su familia. Yo no vendo ni el almuerzo, y Boris Santiesteban es un negociante de marca mayor que cursa una ingeniería y que, además, lleva ambas cosas con plena soltura.
No es lo que se dice un alumno muy aplicado, pero sí bastante astuto. En una escuela de extremo rigor, nunca ha reprobado. Nunca, por más que se haya visto en las últimas, ha arrastrado ninguna asignatura. Y dirige, aunque más que dirigir, guía una pequeña mafia, un conciliábulo en el que ha instaurado sus muy personales y democráticas leyes.
No es mayor que los demás, pero el resto confía en su persona. Es de esos muchachos que con quince años parecen de treinta, y con poco más de veinte transmiten la sensación de haberlo vivido todo.
Pragmático, algo gruñón e impenetrable. Revestido, para sus íntimos, de una tierna reciedumbre. No le gusta llamar la atención, que algo destaque en su presencia. Su rostro no es un rostro viejo, tampoco inexperto. Cuando Boris dice algo, eso es lo que pasa. A veces, incluso, dice cosas en contra de la lógica, pero el azar lo ayuda para que finalmente no pierda el estatus y el prestigio del que goza entre sus compañeros de cuarto, pues en los apartamentos 28 y 42 del edificio 34 de la Escuela Z, al oeste de La Habana, casi todos los estudiantes son de Matanzas, y los que son, sin excepción de nadie, ganan mensualmente veinte o treinta veces el salario medio de un trabajador estatal cubano.Dentro de un par de años serán ingenieros y traficantes. Una combinación que parece infalible. Yque solo existe en este país.
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Es sábado y ha llovido. Cuando llueve, Cárdenas se pone insoportable. Hay lugares donde la lluvia despeja y hay lugares donde la lluvia enturbia. La tierra roja se ha removido y las fachadas adquieren -o refuerzan- ese extraño estado de ánimo que son las tonalidades provincianas. El aire es un aire de mar, pero también de campo. Tocan a la puerta. Tres veces, quizás cuatro. Boris ha venido huyéndole a una patrulla. Se sienta, se seca el sudor, toma agua, habla un poco, corren veinte minutos y luego salimos a la calle, cada cual con una mochila.
A menos de doscientos metros queda el puesto de taxis donde Boris toma los Chevrolets o los Cadillac del cincuenta y tanto hasta Colón. Poco antes del pueblo, Daniel López lo espera en una moto para evitar las zonas céntricas, o sea, las miradas indiscretas, los policías casuales. Daniel y Boris clasifican dentro de ese tipo de relación que suele conocerse como amistad, la cual se ha permitido el lujo de forjarse en los estudios, pero también en el veleidoso mundo de los negocios, aún cuando se sabe que los negocios significan la muerte de la amistad y que más vale buscarse el dinero y entrar en acuerdo con tipos lejanos, sujetos con los que no exista la más mínima relación de afecto. Estos muchachos, sin embargo, parecen contar con la inteligencia suficiente para ubicar cada cosa en su sitio.
Forman una pareja arquetípica. Quijote y Sancho. Luciano y Lansky. Bonnie and Clyde. El sabio y el amanuense. El general y el lugarteniente. La inteligencia femenina y el arresto masculino.
Hoy Boris ha venido a Cárdenas y ha recogido la mercancía en casa de Santiago. Es una rutina que cada fin de semana se cumple a cabalidad y que ya no parece entrañar ningún peligro. Habana-Cárdenas, Cárdenas-Colón, Colón-Habana. Boris solo cree en el trabajo. No en las casualidades. No en la suerte. No en los demás. Solo en su astucia y en la experiencia que ha venido acumulando.
No obstante, algunos sucesos puntuales le han sembrado cierto resquemor y entonces bromea o hace como que bromea, para restarle importancia. Nos sentamos en una maceta inmensa, un bloque de concreto que reposa a un lado de la carretera y del que se alzan unas arecas marchitas, demacradas. Camuflamos las mochilas dentro, nos alejamos un tanto, como para que no puedan relacionarnos con nada, y luego esperamos un taxi. La patrulla pasó hace menos de media hora y puede regresar en cualquier momento.
Yo creo que alguien me ha venido ayudando, dice. Y luego sonríe.
Un ejemplo: Boriscruzaba la Monumental habanera, cerca del Hospital Naval. El lugar no es de mucho tráfico y no es costumbre que alguien lo merodee a solas. Mucho menos con dos maletines. Serían las ocho de la noche cuando sintió, un poco lejos, pero en su dirección, el carrasposo sonido del motor de un jeep.
Ha adaptado los sentidos a un estado de tensión permanente. Distingue las patrullas a cientos de metros y el ruido del motor del Lada lo tiene metido en la cabeza. En plena Habana Vieja, incluso en pleno boulevard de Obispo, ha divisado un policía a más de dos cuadras.
El jeep se acerca. Pensamiento número uno: inventar una historia. Pensamiento número dos: enseñar el carnet de estudiante. Pensamiento número tres: cualquier cosa que haga parece en vano. Pensamiento número cuatro: se acerca otro carro además del jeep. Pensamiento número cinco: no ilusionarse demasiado porque en los momentos sin salida la gente suele imaginarse cualquier estupidez.
Lo cierto es que se acerca un Chevrolet particular y que Boris le saca la mano. El jeep viene detrás, el Chevrolet se detiene, Boris sube, lo adelantan quinientos metros hasta la parada del PC -la ruta que lo lleva a la Escuela Z-, le pregunta al chofer, un tipo bastante joven, casi de su misma edad, cuánto le debe, el chofer le dice que nada y Boris piensa que ese hombre se ha visto alguna vez en su situación o que ese hombre sencillamente le ha caído del cielo. No piensa nada más. Las cosas que caen del cielo son así de inexplicables y así de imprevisibles y lo más probable es que si uno empieza a indagar por esas cuestiones, alguien le retire, de plano, la buena fortuna.
La idea de la protección, dice Boris, es una idea placentera, pero peligrosa. Te puede volver estúpido. Le pregunto que cómo empezó todo esto y me dice que desde que llenaba la boleta de la universidad, hace ya cuatro años, estaba pensando en los negocios que lo podrían mantener.
Luego –como si yo no lo supiera- aclara: a mi familia y a mí, porque no vivo solo.
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En aquel entonces, septiembre de 2008, Boris y Daniel trafican de La Habana para Matanzas. Compran paquetes de galletas y espaguetis a quince pesos y los venden a veinticinco. Pero eso dura poco.
Dos semanas más tarde se llegan a San José de los Ramos, un pequeño consejo rural cercano a Colón, y contactan con los proveedores de queso blanco. Consiguen los puntos en La Habana –visitan diez pizzerías, solo tres acceden- y empiezan a traer queso por encargo. Se dicen que ya están fáciles, la euforia del primer dinero, pero al fin de semana siguiente nadie les compra. No saben qué hacer y regresan a la beca. Finalmente, en unas cafeterías particulares a la entrada de la escuela, logran salir de la mercancía. Compran la libra a diez pesos y la venden a diecisiete. Ahora,mediados de 2012, compran a dieciocho y venden a veinticinco. Factores externos hacen que los precios suban o bajen, pero en el mercado negro la diferencia se mantiene. Es ilegal, sí, pero bastante estable.
Un mes después deciden parar. Existen varias atenuantes. La informalidad de los compradores, los riesgos que corren, el ritmo de la universidad cuando se empieza. Parece definitivo, es decir, parece que ya no harán nada, pero a fines de curso, casualmente, coinciden dos detalles. Daniel le compra al padre unas gomas de motor, en una tienda de Quinta Avenida, y cuando las lleva para Colón varias personas se interesan. Averigua: en Colón las tasan en veinticinco CUC, y en La Habana le han costado diez. Se lo dice a Boris y este se lo piensa. No reacciona. Hasta que un amigo de la madre le comenta por interno, ese mismo día o ese mismo fin de semana, que en su casa no hay un centavo, y le propone negocio. El hombre vive en Cárdenas y trabaja en la Arrechavala, una refinería de prestigio y de la cual puede sacar ron a granel.
Boris necesita un fondo. Lo comenta con su novia. Su novia es una muchacha de posibilidades y, además, bastante enamorada, por lo que decide prestarle el dinero. Mil setecientos pesos cubanos que al cambio estatal de uno por veinticinco significan setenta CUC, suficientes para cinco gomas. Con la ganancia, Boris decide invertir de lleno en el negocio del ron, y arrastra a su amigo. Quince pesos el galón que luego venden a veinticinco en la misma beca. Les compra un pinareño de cuarto año de Telecomunicaciones, quien, a su vez, lo sube a treinta en las fiestas nocturnas de la Escuela Z.
Consiguen en Colón un proveedor de puré de tomate y se introducen en las cafeterías de la entrada. Todo esto exige, por supuesto, una larga faena de relaciones públicas. Borisacumula tres extraordinarios, pero logra sacarlos a flote. Pasa de año, se emborracha con su ron, y empieza a prosperar.
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La primera y segunda reglas son vitales. Las aprendió en una noche de mucho calor. Andaba por Jovellanos, iba en chancletas, camiseta y short medianamente corto. Traía espaguetis en la mochila y se notaba relajado, sentado al borde de la carretera. Unas luces se acercaron y sacó la mano. Era la patrulla, no un taxi. Hizo un gesto despectivo. Los policías se percataron y giraron en redondo. Le pidieron identificación. Le pidieron que abriera la mochila. Boris les hizo una historia. No entendieron, como es lógico. Lo llevaron para la estación y le colgaron una multa de sesenta pesos.
Lección uno: Cero aretes, cero patillas, cero pelo largo, cero ropa llamativa. Todos los negociantes se parecen. Todos andan tatuados o pinchados o a la larga muestran en los gestos algún rasgo de ilegalidad.
Lección dos: Los maletines se esconden, nunca se muestran, y si los descubren, pues entonces no tienen dueño. Con la mercancía no se guarda nada. Ni un papel, ni una letra, ni una prenda. Nada que sirva como prueba. El peligro: en una mochila Adidas. Lo personal: en cualquier cosa, no importa si rota o no.
La tercera regla la sufrió Daniel, aunque Boris ya le había advertido. Tomó un carro estatal y estuvo a segundos de ser pillado, pero el oficial desistió a última hora y no revisó el maletero. De Colón para La Habana, por las Ocho Vías, es mucho más fácil, pero de Cárdenas para La Habana, por la Vía Blanca, en cualquier puesto te paran. Lo mismo en Bacunayagua, en Guanabo o en el Morro, a la entrada del túnel.
En un carro caben, a lo sumo, cinco o seis personas y es posible presionar. En una guagua no. Y en una Transtur menos, porque pueden creer que lleva turistas y en ninguna parte del mundo se molesta a los turistas de ese modo, con una revisión incómoda. Igual: siempre hay que sentarse a dos o tres asientos de las mochilas. Preferentemente ponerlas debajo de alguna pareja, o mujeres, o ancianos. Si se sienta algún negro encima hay que moverlas. La policía –parece un chiste, pero no lo es- jamás los deja ilesos.
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Boris saca del ron, semanalmente, unos mil pesos limpios, sin contar el puré. Le surte galones a otros dos puntos. Pero para este tiempo, segundo y tercer año de la carrera, el resto también busca sus negocios. El tráfico aumenta. No le va mal, pero decide expandirse. Entonces se une con Santiago y compra en Cárdenas botellas de whisky. Lo cual es mucho más fácil, porque a cada botella le ganan alrededor de cinco CUC, y con cuatro o cinco que transporte, no hay manera de comprobar nada. Podrían perfectamente ser para una fiesta.
El puré crece. El ron es suyo. La mitad del dinero se lo deja a su madre. Su casa sale del subdesarrollo. Entonces aparecen las latas de atún y aparece Mandy, un muchacho del aula que vive en el Vedado y que jamás ha hecho un negocio. Las latas que ellos compran a cuatro CUC en Cárdenas, y que piensan vender a seis en La Habana, cuestan doce en la tienda. Sin embargo, no encuentran compradores. Salen, proponen, van a mil lados. Preparan su discurso, para que la gente tome confianza. Somos estudiantes de la Escuela Z, gente seria, mire para que nos crea. En vano. Hasta que diciendo por decir, con ese tono medio pastoso de las formalidades, Daniel le propone a Mandy que se lleve las latas e intente sacarlas por su barrio, donde hay buena cantidad de paladares. Mandy acepta y las vende en dos noches. Sin pensarlo, viran para Cárdenas y compran veinte latas y después cuarenta y así. En el Vedado, zona de alcurnia, solo se venden cosas que sean selladas y caras. Y algunos puntos compran por cantidades específicas. O los abasteces completos o no te compran.
Lo duro de Cárdenas es el riesgo de la inversión. Ciento cincuenta CUC o más para ganar treinta y cinco o cuarenta. Pero no hay manera de salirse. Un caso: el hombre al que Santiago le compra el whisky, ha terminado por venderle queso, jamón, chorizo, camarón, salmón, langosta.
Luego en cualquier discoteca o restaurante hablan con los luncheros o con el administrador. Es una empresa. Otros seis o siete estudiantes también mueven lo suyo. Hay que poner un orden, un par de leyes nunca vienen mal. Boris los reúne y llegan a varios acuerdos:
1- Los puntos no se tocan. Si el punto de Boris precisa camarón, y el socio B tiene camarón, este no puede ir directo al punto. Debe pasar primero por Boris y entonces Boris lo autoriza.
2- Si alguien supuestamente descubre un punto nuevo, debe informarlo. Quizás ya sea de otro y no lo sepa.
3- Cada semana hay reunión para contar lo sucedido y aconsejarse. Cualquier posible nueva experiencia, cualquier percance, cualquier criterio, cualquier insatisfacción.
4- Tres cosas prohibidas de manera unánime: comerciar con drogas, tabacos o carne de res.
Finalmente, se reparten los lugares y las mercancías. En Cárdenas, Santiago coge las bebidas y Boris y Daniel las comidas. Un fin de semana uno hace el recorrido, y el otro espera en Colón. Al siguiente, intercambian. Las improvisaciones disminuyen. Las circunstancias, además, parecen favorables. El Estado declara –reconoce- que no cuenta con la capacidad suficiente para abrir una red mayorista que abastezca de materia prima al grueso de los negocios privados, por lo menos durante el 2011 y 2012. Es decir, el Estado acepta tácitamente que los nuevos negocios sobrevivan a través del mercado negro. Lo cual quizás también sea una estrategia para arrastrar el dinero que circula de manera ilegal hacia los cauces establecidos. La libertad es casi absoluta, pero los policías rasos no lo saben. Solo una delación, o un casi imposible error de bulto, podría derrumbar la pieza intacta que han levantado.
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Buena parte de los trabajadores de Varadero son cardenenses. La forma en que la mercancía llega a Cárdenas y se trafica es relativamente fácil. Con un grado, incluso, de legitimidad. Anchas ventanas donde se exhiben los vinos o los whiskys para que cualquiera escoja la bebida de su preferencia.
Los cocineros y los dependientes sacan los productos y luego los revenden a estas casas particulares. Como los hoteles son All Inclusive, se anota en papeles una determinada cantidad de comida a consumir por los turistas. Cifra que siempre es exagerada. El sobrante se reparte entre los trabajadores, previo acuerdo para sacarlo del hotel con los custodios de la puerta, quienes generosamente son sobornados, aunque, vale aclararlo, dado el estado actual de cosas, ninguno de estos actos se entiende como tal. El personal de mantenimiento, único autorizado a transitar por los distintos puntos del hotel, esconde en los bolsos o las cajas de herramientas los quesos, los jamones y los rones del custodio.
Cuando esporádicamente detienen alguna guagua en el puente de Varadero es porque, tal como se ha acuñado, alguien la mandó a matar.
A veces, a última hora, el jefe de seguridad corre la voz cero o argolla, es decir, no puede sacarse nada del hotel pues alguna inspección o algo por el estilo ronda en el ambiente. Muchas veces la contabilidad ya ha concluido y toda la mercancía que fue a los papeles necesita desaparecer. Los dependientes y los cocineros, entonces, lasquean el jamón o el queso y con scotch-tape, por debajo de las ropas, se lo amarran a la barriga, a la espalda,e incluso a las pantorrillas y los pies.
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Cuando el turismo baja, el negocio en Cárdenas cede un tanto, pero como es verano y el verano significa lluvia y la lluvia significa pasto y el pasto significa alimento para el ganado, la producción de queso blanco aumenta. Colón resurge y entonces cargan en abundancia. Doscientas cincuenta libras además del puré. Ya han conseguido una guagua que los deja en la misma puerta de las cafeterías de la Escuela Z. Antes tenían que proponer, ahora traen por encargo. Antes le compraban queso a los ganaderos y ahora el contacto es el jefe del ECIL, la fábrica de lácteos. Antes el dependiente del Diablo Tun Tun recibía la mercancía en el trabajo. Muy riesgoso. Hoy se la dejan en su casa. O sea, peor para el hombre. Un cambio bastante gráfico de la correlación de fuerzas.
Ahora mantienen a la gente contenta. Nunca caminan, no se exhiben. Son generosos. En Cárdenas cogen coches hasta la puerta de los lugares. En La Habana, por unos pocos pesos, las rutas locales se detienen donde Boris o Daniel les indican. En Colón, la guagua nueva de estudiantes parquea a dos casas del sitio donde ellos cargan la mercancía. Pero el chofer, sospechosamente, les dijo que no podían trasladar tantos maletines. Nada que no se resolviera. Ahora, por quinientos pesos, el chofer recoge los maletines desde el mismo inicio -un garaje particular- y los esconde en una especie de hueco que hay bajo el piso de la guagua. Luego ellos montan como dos alumnos más y nadie sospecha.
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Boris lleva la contabilidad en una libreta de manera tal que si otra persona la leyera no entendería absolutamente nada. Cifras, iniciales, abreviaturas. Quién le debe, cuánto le deben, qué le han pagado. Cada mes gana, limpios, ocho mil o nueve mil pesos. Semanalmente le deja a su madre diez o quince CUC. Ha comprado el ventilador de la casa, la batidora, los materiales de la construcción, suple cualquier urgencia.
Hoy, sábado de lluvia, se ha hecho tarde y todavía no ha podido irse. Desde hace cuarenta minutos los dos policías de la patrulla parquearon y se han sentado en el bloque de las arecas marchitas. Oscurece, las máquinas se acaban. Hay algo ridículo en la situación, como si el desenlace no dependiese de ninguno de los actores. Un par de oficiales con dos mochilas repletas de atún, queso y salmón a las puertas de sus narices, y sin embargo vigilan otra cosa. Un par de muchachos a veinte metros que, tal como parece, hablan sobre cualquier tema intrascendente. Nadie sería capaz de relacionar tales cuadros, pero no hay cuadros más relacionables.
Cinco minutos después pasa un camión cargado de cabillas y arena y la patrulla lo persigue. Un hombre ha descubierto las mochilas y se las lleva. Salimos corriendo. Boris le dice que eso es nuestro y que haga el favor de soltarlo. El hombre no se encara, las devuelve. Es un anormal, torpe y desfigurado. Balbucea algo y sigue su rumbo. Parquea una máquina hasta Máximo Gómez, un pueblo intermedio, y Boris la toma. Suben otros dos. La máquina se aleja. Todo sucede así de rápido.
Boris acumula este año cinco extraordinarios, pero cuando lleguen las vacaciones tendrá que proseguir. No puede detenerse. No puede incumplir. Es una vieja ley de los negocios. Nunca retirarse. Nunca faltar. No hay segundas oportunidades. Algunas escuelas ocultas son así de rigurosas.
Nota:
*La nueva escuela fue el reportaje con que aprobé, en cuarto año de la universidad, la asignatura de Periodismo de Investigación. El nombre de los protagonistas es ficticio, el texto lo explica, y la Escuela Z es, naturalmente, la CUJAE. A estas alturas, no reviste la menor importancia. El texto se publica ahora por dos razones: mis amigos ya se graduaron, no hay manera de que los puedan rastrear, aunque, si nos guiamos por el impacto de la prensa en Cuba, algo así nunca sucedería. La única manera de que pudieran rastrear a mis amigos, es que yo hubiese publicado el texto en la sección Cartas de los viernes, del periódico Granma. Pero yo, obvio, nunca enviaría este texto a dicha sección, y dicha sección, ni esa ni ninguna otra, ni Sexo Sentido siquiera, lo publicaría. Hay otra razón, principal, por la que el texto, dos años después, se publica: casi todo lo que aquí acontece permanece igual. Mi madre ya no me da dinero, pero yo sigo siendo un patán y un cobarde. Mis amigos son, todavía, muy valientes, ahora ingenieros y traficantes, y se siguen ganando la vida de esta manera tan hermosa. Por si a alguien le interesa, y los podemos ayudar, ellos venden el vino más barato que las tiendas. El vino, y también el jamón.
no hacia falta aclarar que la escuela Z es la CUJAE desde que hablo de ingenierias quedo claro
que manera de cuidar a sus amigos jajaja
Me dio hilarante risa la ley del negro q se sienta sobre la mercancía,mercancía perdida.
la Cujae, 12 y Malecon, F y 3ra…. Nada nuevo bajo el sol. ¿La nueva escuela? Me parece un titulo muy simpático.
Para ser de Cardenas eres muy hablador, te inventaste la mayoria de la historia, esta muy novelesca, da mucho que desear el nivel de la escuela de periodismo si aprobaste con esto, de investigacion no tiene nada, es solo una cronica matizada con sutileza y recursos literarios de como viven muchos de los que estudiamos y estudian en la cujae y somos de matanzas. toda la parafernaria que armaste con escuela z, etc. etc era innecesaria, con solo mencionar matanzas y PC, se delata la cujae, para no hablar de que mencionas ingeneria, la modestia y el desinteres que tratas de mostrar al disminuirte ante tus amigos no es muy convincente, esta claro que eres muy autosuficiente, insusficiente, no eres buen columnista aunque te publiquen y te paguen por hacerlo.
Una cosita, he vivido 25 años en Cárdenas y de verdad la probabilidad de ver un almendrón que sea un Cadillac es muy poca, como en el resto del pais, es sola una infladera mas para que tu articulito parezca un historia de policiaco negro, donde se confunden los héroes con los antihéroes. Espero que tus amigos sean ficticios.
Genial, me ha tenido en vilo, muy bien escrito, Enhorabuena ¡¡
Muy buena historia!!..bastante real salvando los toques novelescos. Cualquier estudiante de la Cujae se deleita con esto. A mi en lo personal me gustó mucho. Pero haría falta una segunda parte..pues faltaron una amplia gama de negocios que allí se hacían..y no solo eran muchachos necesitados como los de tu historia..hasta los más pudientes lo hacían, por supuesto a mayor escala (vi cerrar un negocio con vehículos por medio)..y Si eres Ingeniero de la Cujae también sabes que pasaba con las entraditas de las fiestas por la FEU
Felicitaciones, magnifico trabajo
Felicitaciones,me gusto tu articulo porque me vi reflejado en el.Soy de Cardenas y estudié en la Universidad de la Habana,y debido a que mis recursos monetarios eran escasos,tuve que intercalar mis estudios con el negocio de venta de ron y azucar que compraba a gente de la Arechabala.Fué en los años 90-94,los mas dificiles del periodo Especial.Luego me gradué y como el salario de profesional no me alcanzaba,tuve que empezar a trabajar en Varadero como dependiente,y por supuesto que el negocio continuo.Es posible ,que algunos de los wiskys,quesos ,jamones y otras cosas que los chicos del reportaje vendian en la Habana,hayan sido sustraidos por mi del hotel donde trabajé.Casualidades de la vida jajajaja
Magnifico escrito…..
Me encantan los artículos de Carli, jaja, a veces ni los leo (nah, sí lo hago) y voy corriendo a leer sus comentarios. Y rara la vez que al menos uno de los comentarios no es poético en exceso y me recuerda en el acto a la Kakutani del NYT. En este caso Ernesto Cardenas Domínguez ha sido el merecedor dela precea dorada.
Perfecto, acabo de leerlo Carlos, eres un salvaje como se dice en Cuba y claro que conozco a tus amigos ficticios nunca los olvidaré, saludos
Perfecto, acabo de leerlo Carlos.