Por fin ha caído en mis manos esa carpeta de audio en la que la generación de Orígenes declama sus propios poemas. Son, naturalmente, otros poemas. Nada que ver con esos mismos versos leídos por uno en voz baja, o en voz alta, o leídos sin voz, en los más distintos lugares o en la más intrincada de las noches. No digo mejores o peores, sino distintos, prueba fehaciente de que la poesía es tan frágil e indefinible que depende hasta del ritmo con que se lea, y que ese ritmo no tiene nada que ver con el autor.
Hagan la prueba. Mi voz me sigue pareciendo extraña cuando no la oigo desde mí. O sea, cuando la oigo en una grabación cualquiera, lo mismo que mi cara, pero ese es ya otro asunto, porque nunca he podido ver mi cara sino reflejada en el retrovisor de un carro, o en el botiquín del baño, algo que me angustia sobremanera.
Volviendo a Orígenes. He sacado de las pistas un par de datos nuevos, así como un par de confirmaciones. La voz de Lezama tiene, como todos saben, una cadencia asmática, pero también la gravedad de un locutor, el tono profundo de un profesor dispuesto a malhumorarse con la mínima indisciplina de la clase. Lezama no sabía leer, y tampoco lo necesitaba, porque sus poemas salían del ojo, no de la garganta, y Rapsodia para el mulo, por ejemplo, parece un poema hecho desde siempre, con la misma serena consistencia de los árboles o las rocas.
La voz de Virgilio, a su vez, resulta desgarradora por lejana. Virgilio lee como si fuera su última lectura, como si estuviese confesando todas sus faltas, o como si predicara desde el patíbulo. El pícaro de Virgilio lee como si actuara, acaricia sus versos, teme estropearlos con su voz, manosearlos demasiado, y casi que los roza solamente, pero esos versos llevan su marca de dramaturgo, su ternura de homosexual y su condición de desplazado.
Fina lee como una madre. La carta a Vallejo no es, verdaderamente, un gran poema, uno siente que Fina pudo haberle dicho más, o que la carta forma parte de una correspondencia mayor que la poetisa no ha querido publicar, o que sencillamente no se ha atrevido a escribir. Pero oyendo a Fina uno siente ganas de que esa señora nos hable, de apoyar la cabeza en su regazo y que su mano de dedos blancos nos acomode el cabello, mientras se mece en el sillón de caoba y nos aconseja sobre un tema cualquiera o nos pide que le hagamos un favor urgente.
La voz de Fina es un poema en sí, pero son Gastón Baquero y Eliseo Diego los poetas origenistas que yo salvaría del diluvio. Tanto como el Virgilio de Vida de flora. Es el punto en que la poesía escapa a todo racionalismo -incluso al racionalismo de uno, que cree saber de poesía- y parece el único ejercicio viable, cuerdo, legítimo, la única profesión que puede solucionarnos el problema.
Pero la poesía no soluciona nada, bien lo sabemos. No arregla la economía de un país, no rescata a los niños de la indigencia, no hace justicia histórica. La poesía nos parece tan intraducible porque se ha situado en un estado fuera del tiempo, el estado en que el hombre hace algo más que pensar en el futuro. La poesía no piensa en el futuro, no es como la política, las finanzas o el progreso.
Pensar en el futuro es doctrinario, una actitud positivista. Pensando en el futuro es que hemos llegado hasta aquí, el futuro perpetúa el presente, entra siempre, aun cuando lo niegue, dentro de sus lógicas, y no ha habido ningún presente para el hombre digno de perpetuarse.
Piensen en el porvenir, es una esclavitud tomarlo como verdad. El porvenir es el éxito y el éxito es la concesión. Te sugieren que no escribas porque no tiene futuro: no se gana mucho dinero y la fama es poca. No se debe dejar la universidad porque un título puede servir en el futuro. Es bueno aprender cosas que no nos interesan porque en el futuro nos pueden salvar. No se debe jugar con el lenguaje porque los lectores no entienden, las lecturas del futuro serán directas, breves y con fines utilitarios.
Incluso si así fuese, no significa que sea una evolución correcta. El tiempo no lo legitima todo, como se cree. La poesía, en cambio, aguarda, ha seguido su propio camino.
Cuando la economía, la política y la tecnología arreglen sus cuentas, y el hombre alcance su condición adánica, irán desapareciendo cada uno de los oficios. Primero los policías y los banqueros, pero luego, poco a poco, los periodistas y las pasarelas. Desaparecerá la historia, las naciones, los archivos, los documentos, y si necesitásemos un dato de algo que se llamó Cuba, bastará apenas la línea de Lezama: “paso es el paso del mulo en el abismo”. Leída con cadencia asmática, y con gravedad de profesor severo.