Las primeras fotos que los cubanos se tomaron con Barry Larkin y Ken Griffey Jr. (mitos vivientes del béisbol: el primero, de los Rojos de Cincinatti; el segundo, sobre todo, de los Marineros de Seattle), en la terminal 2 del aeropuerto José Martí, fueron, al parecer, una avalancha de flashes bastante poco emotiva. Alguien que sí los conocía –sobre todo a Griffey Jr., por supuesto- mandó a apretar el obturador, y a partir de ahí una pléyade de señoronas, custodios y técnicos de seguridad desfiló bajo el aura de los ex Big Leaguers, porque, se habrán dicho, nunca está de más guardar la foto con un famoso.
Es la primera vez que ambos vienen a Cuba, con el objetivo de ofrecer clínicas de bateo en categorías menores e intercambiar criterios, pero hay particularmente algo que les interesa. “Encontrar –dice Larkin- de dónde le viene la garra a los cubanos, cómo son, qué hacen, conocerlos desde adentro. A los cubanos los caracteriza la entrega hasta el final, su enfoque en el terreno.”
Alguien les pregunta si han estado al tanto de la última Serie del Caribe, pero no, no han estado al tanto. No sabemos en qué se ha entretenido Barry Larkin durante la última semana, pero sabemos que Griffey Jr. ha seguido atentamente –faltaba más- el Super Bowl, donde ahora mismo, por si no bastara con el Super Bowl en sí, participan dos hijos suyos.
El enfoque en el terreno -pienso, no sin maldad- es una característica que Larkin se habría repensado si hubiera visto al menos un inning de la Serie del Caribe. Larkin es muy locuaz, se permite responder algunas preguntas en español y soltar alguna que otra broma. Habla como si se desplazara por la grama del Great American Ball Park; robando una base, fabricando un doble play, sacando la bola de los límites, que también lo hacía, el viejo Larkin: miembro del Salón de la Fama desde 2012, después de dos votaciones sin llegar.
Le pregunto qué pitcher cubano de Grandes Ligas se le hizo más difícil y me dice que estaba intentado recordar algún enfrentamiento con lanzadores cubanos, pero no lo logra. De cualquier manera, agrega, “yo he intentado olvidar todos los momentos desagradables de mi carrera”. Luego suelta una carcajada. Incito a Griffey Jr. a que me diga un nombre y me dice que tal vez el Duque, que tiraba cualquier cosa.
“The Kid” es casi un eremita en cuanto a su gestualidad se refiere, mole circunspecta cuyo silencio nos lleva obligatoriamente a contabilizar Siete Bates de Plata, Diez Guantes de Oro, un Premio al JMV de la Liga Americana, más de seiscientos jonrones de por vida, lideratos en anotadas, impulsadas, bases recorridas y cuadrangulares en varias campañas durante la década del noventa, trece veces seleccionado al Juego de las Estrellas. La pregunta se desprende. ¿Para qué necesita Griffey Jr. hablar, si ya lo ha dicho todo?
Entre los grandes sluggers de su tiempo –Sosa, MgWire, Bonds-, Griffey Jr. tal vez sea el único sin implicaciones en escándalos de esteroides o bates de corcho. Lo que impresiona de su anatomía, hoy, casi cuatro años después de su retiro, es la altivez física, la simetría muscular, una complexión, sin embargo, cercana, a la mano, en los predios de lo legítimo.
Pero Griffey Jr. no solo parece un deportista honesto, una leyenda absoluta, un crack del madero y un derroche de brazo, precisión al fildear y velocidad, sino que, librados del aire gansteril o rapero de ciertas gafas, los ojos de Griffey Jr., ávidos, curiosos, pero pacientes al cabo, poseen esa línea de profundidad de las personas que callan no por falta de ideas, sino porque les sobra el buen juicio y puede incluso que hasta la gentileza.
Mientras Larkin recuerda a los peloteros cubanos que lo influyeron, desde Tany Pérez (lógico, Pérez era miembro de la Cincinatti´s Big Red Machine cuando Lanky era un niño) hasta Luis Tiant, o a los que coincidieron con él, desde Rey Ordóñez hasta Rafael Palmeiro o José Canseco, Griffey Jr. menciona a los jugadores actuales que lo impresionan: Puig, Céspedes, Alexei Ramírez, con quien coincidió durante una breve temporada en los White Sox.
Cuando alguien le pregunta a Griffey Jr. (una pregunta que también yo hubiera hecho), con cierto tono de excepcionalidad, ¿por qué Cuba?, “The Natural”, con una contundencia que nos ubica, responde: “Bueno, ¿por qué no?” A Griffey Jr. le parece simple, y lo es, en buena medida. Al menos no tenemos por qué complicarle sus entendederas con todas las interpretaciones políticas y de las mil vírgenes que hacemos nosotros de un simple viaje. Viene a Cuba porque hay béisbol, porque el béisbol está vivo, por amor al béisbol. “Vengo por eso”, dice Griffey Jr., con tono de: ¿les parece poco?
Hora y tanto después de la llegada, ambos desembarcan en la peña del Parque Central. Un pandemónium. Barry Larkin es, dado el caso, el arquetípico hombre de mérito, poco mediático, que nadie reconoce por su facha. Si Larkin llevara sus números estampados en el rostro, si en sus gestos pudieran leerse los tres Guantes de Oro, un Premio al Jugador Más Valioso, el reconocimiento al mejor torpedero de la década del 90, sus más de treinta jonrones y treinta robadas en 1996, los fanáticos parleros del Parque Central lo habrían engullido sin tapujos. Pero Larkin no es más que el telón de fondo, el actorete de segunda que algún que otro analista urbano atiende por cortesía. Es el papel que le toca por contraer amistad con “The Kid”.
“Permiso, ¿usted es Ken Griffey Jr.?”, dice un joven turbado, en gracioso inglés, y las alarmas se disparan. Griffey Jr. asiente. “¿Ken Griffey?”, grita el joven, anonadado, en retroceso. Quiere abrazarlo, pero no hace más que replegarse, ante la aparición del milagro. “You are my hero”, dice el joven. La trabazón del aeropuerto ha quedado atrás. “Una cámara, cojones”, suelta alguien del tumulto, desesperado. Aquí falta lo que sobra en el aeropuerto y lo que faltaba en el aeropuerto sobra aquí. A esta fauna habladora, hilarante en ocasiones, trivial a veces, díscola siempre, inexplicable y tozuda; a estos obreros y borrachines, sujetos venidos a menos, les sobra el entusiasmo y les falta la tecnología.
Con dos o tres celulares logran tomarse algunas fotos, mientras un viejo de barba sucia y pelo enmarañado agarra a Griffey Jr. por el hombro y le aclara a un tercero que este hombre fue el mejor pelotero de Grandes Ligas, y de quien Ted Williams -también “The Kid”- dijo que era el más grande de la historia. Anécdota esta seguramente apócrifa, pero no importa. El vejete, magnífico, lo dice como si hiciera un favor, como si Griffey Jr. fuera una estrella olvidada a quien no le han reconocido su justa valía, y fuera él precisamente, el vejete, con su jerigonza hispana inentendible para el slugger, el encargado de ubicarlo en su lugar, allí donde nunca debió faltar, en el selecto panteón de los inmortales.
La charla se extiende por un rato. Ya en la noche, tanto Larkin como Griffey Jr. asistirán al teatro Mella, a una presentación de la compañía Danza Contemporánea de Cuba. En el Parque Central, todavía se está comentando el tema, y se estará por largo trecho. Los que alcanzaron alguna foto, alardearán con ella, mostrarán su triunfo a los ausentes de la peña durante esa tarde precisa, en que simplemente no se podían ausentar. Por el cielo del Parque Central a veces transitan astros de este tipo, pero resulta imprescindible no ceder la vigilancia, mantener la paciencia, el catalejo en punta.
El joven anglo parlante, el Mesías del grupo, el primero que divisó la aparición, mientras un rayo lo estaqueaba y la incredulidad le embotaba los sentidos, seguramente estará comentando que durante su infancia él bateaba con Griffey Jr. en el Ultra o en el Play Station, y que ahora, tan generosa que es la vida, lleva su firma en la gorra, y el calor de la mano de Griffey en su mano ya eternizada.
Fotos y Video: Claudio Pélaez
Nota: La visita a Cuba de ambos peloteros fue coordinada por Educational Travel Alliance (ETA), organización con sede en Boston dedicada a los intercambios culturales y deportivos entre Estados Unidos y Cuba
Video del recorrido del Aeropuerto Internacional José Martí hasta el Parque central
Si mi pueblo se siente feliz con esta visita bienvenidos Sean y si ademas quieren ayudar al deporte nacional, pues estan en su casa. Mi abuela decia: “No hay mal que por bien no venga” y espero que lo de la Serie del Caribe sirva para limpiar y cambiar nuestro Beisbol, y de paso, que Vivan Los Industriales.