Probablemente lo más peligroso de mi educación académica –al menos
en lo que a mí respecta–es que tiende a la sobre intelectualización de las cosas,
que me lleva a perderme en argumentos abstractos en mi cabeza
en vez de, simplemente, prestar atención a lo que ocurre dentro y fuera de mí.
David Foster Wallace.
En algún momento tendré que abandonar la lectura. Podría volverse dañina, en caso de que no lo sea ya.
Hay un punto donde lo único que recibes de los libros es conocimiento, pero el conocimiento no paga ni justifica la corrosión.
Saber algo no corrobora lo que sabes o lo que supiste, sino lo que ignoras. Cada nuevo descubrimiento es una confirmación de las cosas que no están descubiertas, y, peor aún, del enigma principal, del enigma que nunca descubrirás.
La escritura es tardía en mi vida, pero la lectura no. La lógica dice que la literatura es un sinsentido. Y la lógica tiene razón.
Lo que yo he ido perdiendo es la intuición. Sin embargo, si no hubiera leído, no habría sabido que había en mí algo que podríamos nombrar de esa manera.
La intuición no es un talento, naturalmente, es una propiedad. La intuición que yo tuve y que tengo es que amo la literatura.
No soy un humanista, en el sentido edificante del término. Por más que lo intente, no lo soy.
No creo en la literatura porque sea una muestra de nuestra fortaleza como especie, sino porque es una muestra de nuestra debilidad, de nuestra maravillosa debilidad.
Creo en la literatura porque es el reconocimiento de nuestra limitación, y la mayor grandeza del hombre radica precisamente en la manera en que asume su condición y en el modo laborioso en que trabaja dentro de las esclusas de su lógica.
No creo en los escritores, fácilmente reconocibles, que proclaman la grandeza de la palabra sin haber reparado antes en su futilidad.
No creo que se pueda amar la literatura sin haberla despreciado al menos por un momento, un desprecio que no potenciamos, pero que es merecido y que por honestidad debemos reconocer.
El amor hacia la literatura no surge de un alumbramiento, sino de un cálculo meditado de sus posibilidades y su fin, aun cuando ese cálculo nos posea.
El amor hacia la literatura surge de la comprensión a cabalidad de sus propósitos, de su inevitabilidad como método.
La literatura sí tiene un propósito y tiene un método, y ambos son ineludibles e inaplazables.
Wittgenstein decía, y me temo que con acierto, que no debiera enseñarse nada más que las leyes de la ciencia, lo más exacta posibles.
Wittgenstein decía que la estructura interna del lenguaje, y por consiguiente la estructura interna del mundo, no se pueden decir, solo pueden mostrarse.
La estructura interna del lenguaje no se puede decir desde el lenguaje y la estructura interna del mundo no se puede decir dentro el mundo.
Siempre hay que partir de un supuesto, siempre hay algo que no se puede demostrar.
Estas verdades te amarran, son tan poderosas e inexcusables que obviarlas o desconocerlas, no asumirlas como punto de partida, trae como resultado una profusión inservible de palabras, una profusión que, además de aumentar el caos, cree cumplir una función sagrada.
Pero yo sabía todo eso incluso antes de aprenderlo, incluso antes de leerlo en Wittgenstein.
Esto basta para empezar de nuevo, para saldar dignamente la deuda con el solipsismo y la quietud, porque hay algo, un punto infinito, que escapa a la lógica.
Wittgenstein lo sabía, por eso dice que la estructura interna del lenguaje se puede mostrar.
La literatura es lo único que puede mostrar esa estructura interna del lenguaje, pero tiene que hacerlo necesariamente como si se estuviera dedicando a otra cosa.
Llegado al fondo, hay algo que no podemos olvidar. La literatura ha sido puesta en un lugar donde solo debiera haber silencio.
Por tanto, la literatura tiene que ser tan poderosa como el silencio, suplir al silencio, golpear como golpea el silencio, de lo contrario no es literatura.
Cuando yo pensé que me estaba preparando, descubrí que justamente esa preparación era su finalidad.
Todo lo que pueda decir en lo adelante, ya está contenido o explicado en algún suceso del pasado.
Todo lo que no pueda decir, también está contenido en lo que no sucedió.
Creo que los libros han desbaratado mi inocencia, pero la inocencia es volátil, si no la hubieran desbaratado los libros, la habrían desbaratado las personas, que es más grave.
No puedo encontrarme ni definirme ya fuera de los libros, porque los libros tienen para mí más peso que las personas, y el juramento sagrado que les he hecho es más irrompible que la Patria, o que el discurso de cualquier presidente.
En verdad no es un juramento sagrado, en verdad es un contrato sin cláusulas de rescisión.
Un lector de OnCuba me pregunta por qué no me dedico a escribir un libro y yo me digo ay, si ese lector supiera.
Lo que yo quiero decir lo dije una vez, pero se borró.
Tenía doce años y había leído Un hombre de verdad, una novela soviética, basada en un héroe de guerra, un piloto que pierde ambos pies y se arrastra durante dieciocho días por la nieve rusa.
El piloto, con prótesis, vuelve a volar. Sin embargo, no me interesaba la heroicidad que lo llevó a convertirse en mito.
Me interesaba la heroicidad que lo llevó a sobrevivir.
Recuerdo: yo tenía doce años, no podía saber lo que iba a ser de mí, once años después, ni tampoco saber que ya sabía.
La familia fue a Varadero. Me acosté en un extremo de la playa, y me arrastré a lo largo de cuarenta metros de arena, desde las doce y cinco del día hasta las doce y nueve aproximadamente, para entender desde el cuerpo y desde mis posibilidades lo que había sentido el piloto soviético.
La familia disfrutó mucho cuando expliqué mis intenciones. Hoy no explico nada, y la familia me mira con rostro circunspecto, pero yo los amo como si fueran literatura.
Hay en mi idea de la familia, y en mi idea de la literatura, una mutilación.
Lo que yo quiero decir fue borrado por el paso de otros sobre la arena, hombres en trusas y mujeres en toallas, prestos todos a disfrutar del agua de Varadero y del sol del verano.
Puede sin embargo que yo no haya escrito nada en la arena, sino que la arena haya escrito en mi piel.
Si así fuera, estoy salvado. Es lo que trato de averiguar. Si los bañistas se llevaron mi verdad, o si la verdad aún me pertenece.
Yo quisiera que la verdad estuviera en mí, yo rezo por eso.
Me dolería tanto un extravío.
Lo que yo quiero decir lo puedo decir si callo, pero si yo callo no sabré quién soy, porque, como demostró Wittgenstein, yo mismo no podría reconocer mi estructura interna, de qué sustancia estoy compuesto.
Solo los lectores podrían saberlo y es por lo que escribo, para que los lectores me traduzcan.
Así como yo tengo que ahondar en temas del mundo, los lectores tienen que ahondar en mí.
Yo escribo lo que ellos quieren leer, y después ellos leen lo que yo he querido escribir.
Mi literatura es un unicornio, pero yo quiero que se vaya y no se va.
Un unicornio no cerrero, sino dócil, que solo pasta antes de la carrera en el yerbazal de mi mente, y corroe la tierra con sus cascos.
Otra cosa más. Este unicornio es negro, no es azul.
Excelente reflexión, fresca a la par que profunda. Mis respetos.
gracias a ti por tener un unicornio negro 😉
desvario autocomplaciente… estoy por creer aquello que dijo borges en edoctum, se publica demasiado. es demasiado inmediato.
Asere, yo me considero un asiduo lector tuyo. me pregunto si no estás, como decía García Márquez en un prólogo a los Cuentos Completos de Hemingwey, volviéndote loco por no ver las 7 tramos del iceberg que están bajo el agua. Me permito un consejo, ten cuidado con la autocomplacencia, es la antesala de la vanidad.
Me encanta esta columna refleja lo hermoso que es la lectura. Yo sin mis libros y mi mundo en ellos no soy nadie. Como se dice, soy un “book junkie”
Verdad que es muy complejo tu comentario, la filosofía, la iteratura y el Ser o la Mente, pero realmente trata de encontrarel unicornio azul.