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Yo tendría como cuatro años y él quince o dieciséis. Tal vez ese día yo había salido temprano del Llorca, mi círculo infantil. O quizás me había quedado en la casa convaleciente de algún catarro malo, aunque en aquel tiempo no suspendían a los niños por mocos, entonces no sé. Nadie se acuerda de ese día. Solo yo.
Recuerdo que no me sabía poner bien la trusa y pasé tremendo trabajo. Metí los pies por donde se meten los brazos y mi hermano me tuvo que enjaminar aquel desastre. Recuerdo que Sandor me llevó por una callecita de Gerona en el caballo de la bicicleta. En la playa había un puentecito de madera y la arena era blanquísima, como si fuera harina para hacer pasteles. El agua era transparente y las jaibas caminaban en el fondo dejando rayas que se entrecruzaban formando figuras a las que yo les encontraba una lógica.
Esa es la única playa que recuerdo de la Isla de la Juventud, a la que me llevó mi hermano sin permiso de los grandes.
Yo quería ir a esa misma playita, El Pescador, parece que era, según mi recuerdo y lo que la gente me dice. Pero mi madre y mi hermano y todos me dijeron que fuera a Bibijagua, mejor que a cualquier otra playa de la Isla.
Me dijeron que buscara dentro de mi memoria, que seguro encontraba alguna imagen, aunque fuera borrosa, de los dedos de mis pies haciendo huequitos en la arena negrísima de la playa.

Bibijagua fue, entonces, la primera playa de la lista, aunque yo no tenía ningún recuerdo de ella. Llegamos a las seis de la mañana, en la motico eléctrica de Danielito, el primo de nuestra amiga Mary. Él se esmeró en hacer realidad todos los caprichos de la memoria y nos llevó a cuanto sitio lejano o cercano hubiera en la Isla y le alcanzara la carga de la batería.
Llegar de noche a Bibijagua no era precisamente un capricho, sino más bien el agradable mandato de Unger, el historiador de la Isla. “El más bello amanecer de toda la Isla de la Juventud es en la Playa Bibijagua.” Y para allá fuimos como si hubiera sido una orientación del alto mando llegar antes de que el sol saliera.

Cuando llegamos, lo primero que vimos fue un espacio enorme techado, bien pintado y totalmente vacío. Tal vez antes tenía taquillas, aunque como pista de baile no tiene precio. Luego supe que los jóvenes lo usan para jugar fútbol cuando se aburren del agua salada.
Todo estaba muy oscuro, pero se distinguían las palmitas y las sombrillas de pencas. Caminamos en la oscuridad por todo el lugar, como buenos guardaplayas. En lo que amanecía, conversábamos con Diego y Oliver sobre la característica única de esa playa: sus arenas negras.


En el mundo existen playas de arenas negras en varios lugares, desde la Polinesia hasta Nueva Zelanda. Hay arenas negras en California, Hawái, Santa Lucía, Puerto Rico, España, Indonesia, Tahití y en muchos otros países. Se dice que el color azabache se origina a partir de una antiquísima actividad volcánica.
En lo que el sol se asomaba y nos dejaba apreciar el paisaje, vimos fotos de otras playas de arenas negras en el mundo. Algunas de ellas son de aguas tranquilas y perfectas para un día en familia; otras son de aguas peligrosas, extremadamente frías, con mareas y olas salvajes.
“Por suerte tenemos en Cuba a Bibijagua”, le dije yo a mis hijos y con esa frase entusiasta comenzó el debate, aun en la oscuridad de las seis y pico de la mañana, sobre si había otras arenas negras en el archipiélago cubano. Y sí, la gente dice que hay arenas oscuras en otras provincias, pero ese negro brillante, misterioso y puro, solo se ve en la Isla de la Juventud.
Cuando amaneció al fin, dejamos las fotos de playas negras del mundo y nos concentramos en esta hermosa y pequeña maravilla que no aparece en las listas de Google. En nuestra lista de peticiones, recomendaciones y caprichos de la memoria, Bibijagua era el primer destino.
Estábamos solos en la playa, disfrutando de cuatro formas distintas un amanecer muy esperado. El sol salía suavemente y poco a poco íbamos descubriendo el lugar, cada uno a su manera.
Oliver gritó: “¡Oh, dios mío, es negra, es verdad! ¡No nos estafaron!” Diego descubrió que hay mucha yerba verde y sargazo en toda la orilla. A mí me llamó la atención que la arena es muy fina, como la arena del recuerdo de la playa a la que mi hermano me llevó cuando tenía cuatro años. Jorge fotografió un pescador a lo lejos y más lejos aún divisó un barco.
Jorgito descubrió que si haces un hueco profundo en la arena, aparecen lombrices como de tierra fértil, tal vez por eso crece la yerba verde y poderosa entre la arena negra. Oliver descubrió que el agua estaba tibia, “como agua de jacuzzi”, según él, que nunca ha estado en uno. Diego se dio cuenta de que el sol no molesta en los ojos como molesta cuando te salpica la luz desde la arena blanca de una playa cualquiera. Yo disfruté examinando el contraste de la arena negra y las piedras blancas que parecían medio cuarzo y medio mármol. Quizás la piedra volcánica y el mármol negro descompuestos por siglos gracias al vaivén de las olas sean los causantes de que el amanecer no sea naranja, como un bello amanecer cualquiera.
Aprovechamos la playa para nosotros solos casi durante tres horas. Jugamos a hacer fotos familiares, esas típicas que te sirven para mostrar en Facebook o enseñarles a los amigos que siguen tu viaje. También jugamos a hacer fotos “de revista” por si algún día incluyen a Bibijagua en las listas de las playas de arenas negras más impresionantes del mundo.
Casi a las 9 de la mañana llegaron los animadores y pusieron una playlist de reparto. También llegaron los vendedores de chucherías y refrescos y merendamos al mismo precio que si estuviéramos en nuestro barrio, mitad Nuevo Vedado y mitad Cerro.
Preguntamos por qué no había gente en la playa; nos parecía muy tarde, pues nosotros estábamos despiertos desde las cinco de la mañana. Nos explicaron que las guaguas salían de La Cubana a las 9 de la mañana y que la gente ya casi estaba al llegar, que esa playa se llenaba porque el transporte era estatal. Entonces decidimos esperar a que llegara la primera guagua para irnos.
Cuando comenzó a llegar la gente, pudimos comprobar que, efectivamente, la playa se llena. Nosotros llegamos a las 6 de la mañana y nos fuimos a las 10, después de haber vivido la experiencia del amanecer más hermoso de la Isla, según Unger, el historiador. Un dato que nosotros, como familia, afirmamos.
Como somos madrugadores, nos quedaba el resto del día para visitar otros lugares y seguir asombrándonos con esa belleza pequeña y genuina que no cabe en las listas. Nos llevamos un puñadito de arena negra deseando que otros visitantes no hicieran lo mismo. Nos fuimos muy felices y emocionados, porque no vimos la aurora boreal desde Stokksnes, en Islandia, pero vimos el amanecer en Bibijagua.
