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¡He escuchado tanto hablar de La Demajagua! Casi tanto como de Pinalito de Cambute, donde se criaron mi madre y mis tíos. La historia de mi familia está unida a lugares y hay muchos cuentos de amor sobre sitios tan distantes como Santiago de Cuba y la Isla de la Juventud. Esa historia familiar está marcada por la pedagogía.
De Pinalito me han contado cómo mi abuela le dio clases a sus propios hijos hasta el sexto grado en una escuelita a la que también asistía para aprender mi abuelo, su marido y padre de sus tres hijos. Mi abuela fue maestra normalista y se mudó para la Sierra cuándo se enamoró de él. Ella era poeta, sabía pintar, cantar, y todo ese talento lo ponía en función de sus clases. Mi abuela les hacía a los niños globos terráqueos pintando los países y los mares en una güira. Ella misma hizo la bandera de la escuela con sus manos y le inventó una asta que era un palo de bambú.
Mi abuela tenía un reuma terrible y se enfermó mucho por el clima tan húmedo de la Sierra. Por eso se mudaron para la ciudad de Santiago de Cuba y fueron a vivir a la casa de Pancha, la madre de mi abuelo. Allí convivían casi todos los hermanos con sus familias. Dice mi mamá que eran como doce o trece personas alrededor de la misma mesa. El amor por el magisterio de mi abuela y la falta de una casa propia fueron los hilos que luego bordarían la historia de mi familia en La Isla.

Esta foto marca el comienzo de la aventura en la Isla de toda mi familia. A mi madre se la había llevado su abuela Isolina para La Habana. La sacó de la Sierra con 10 años, donde el fango le llegaba hasta las rodillas, y le enseñó modales de “jovencita”. Mi mamá, desde La Habana, se convirtió en miembro del secretariado nacional de la FEEM y mi tía la China pertenecía al secretariado de Oriente. Ambas se encontraron en un Congreso Nacional de la FEEM en la Isla de La Juventud.
Mi mamá siempre había escuchado los cuentos de cuando mi abuela era del movimiento 26 de Julio. En las historias de la clandestinidad mi abuela mencionaba a Lince, su compañero de lucha. Mi mamá, que siempre ha estado preocupada por los demás, vivía con el desasosiego de que sus padres y hermanos estaban apretados en la casa del Reparto Sueño en Santiago. Entonces se acercó a la figura más temida por muchos en aquel momento y lo abordó dulcemente, mezclando su compromiso revolucionario con los dilemas familiares. “Tan cara dura que yo era, que lo que tenía eran 16 años…me le acerqué y le dije: yo soy Isabel Hamze, la hija de Nilda Ruiz Lozada.” Ella le contó la situación de su mamá y él le dijo: “Dile que venga, que vamos a resolver ese problema.”
Detrás de la foto mi mamá escribió una nota que dice: “Mami, te mando esta foto que se tiró Lince con nosotras, después te cuento cómo lo conocí. Isabel 23-11-75”. En el mensaje detrás de la fotografía mi mamá tiene la misma caligrafía que ahora con casi 70 años, y el mismo ímpetu. Al año siguiente, como lo prometió Lince, odiado por unos y amado por otros, toda la familia se mudó a la casa número 5 de la calle principal en la antigua Santa Bárbara. Años después, mi abuela sería conocida en toda La Demajagua. Harían artículos sobre ella en el periódico y sus alumnos la recordarían por siempre.


Esas casitas de la calle principal eran todas iguales y tenían dos cuartos, me cuenta mi mamá. Ellos vivían apretaditos, pero felices de tener algo propio. Bajo el mismo techo dormían mis abuelos Nilda y Aemir, mis tíos Aelia y Alejandro, y mi mamá, que se había casado con Alberto y ya tenía a mi hermano Sandor. Por temporadas también vivía en la casita mi tía Angelita, una hija que mi abuelo había tenido secretamente con Catalina Marrero, la señora que le hacía la comida a mis tíos y a mi madre en la casa de Pinalito en lo que mi abuela los enseñaba a leer y a escribir.
En nuestro viaje familiar, teníamos que buscar la casita de mi abuela y hacer una foto para que mi madre la viera. Llegamos a La Demajagua en el carro de Yusnier, el hijo de un señor que escuchó una conversación telefónica en la que mi mamá hablaba de nuestro viaje a La Isla. Desde el techo de la iglesia que queda al lado de nuestro edificio, el hombre le gritó a mi mamá que él tenía un hijo en La Demajagua y que podía servirnos de guía. Gracias a esa casualidad divina, Yusnier nos llevó hasta la calle principal.
Los niños pensaron que sería una tarea difícil encontrar la casita de las fotos, pero enseguida vimos el bloque de viviendas iguales. Solo quedaba preguntar cuál era la número 5. La casa de Nilda, la maestra con su esposo guerrillero y sus tres hijos ejemplares.


Alguien nos dijo que le tocáramos la puerta a Marta, que ella había vivido ahí toda la vida. Cuando le hablé sus ojos se abrieron como queriendo que toda la luz entrara de un golpe. Luego supe que estaba casi ciega y que ese gesto significaba una gran alegría. Le pregunté si podía acordarse de mi abuela y me respondió con una mezcla de emoción y regaño por creerla una desmemoriada: “¡Yo claro que me acuerdo de tu abuela! ¡Si nosotros siempre fuimos los vecinos de Nilda!”
Me dijo, como si yo los conociera de toda una vida, que su esposo murió hace como 12 o 13 años. Me presentó a su nieto, me dijo que su hijo Rafael Villar estaba trabajando y me explicó que tenía otra nieta en La Habana y cuando dijo Habana parecía, por su tono de voz, que hablaba de un país muy distante.
Me contó todas las novedades del barrio y yo pasaba de la alegría a la tristeza en segundos como si fuera una actriz del grupo Pinos Nuevos. Se murió la mamá de Rogelito, de aquí al lado. Se casaron los de allá atrás y tuvieron dos niños. Cuca, la de enfrente, que era más joven que ella, también se murió.
Marta tiene 87 años, casi no oye y casi no ve, pero tiene la mente clarita clarita, como dice ella, y le encanta conversar. “Óyeme, que a veces uno piensa que no va a volver a ver más a las personas y mira… ¡Y la alegría que me da a mí ver a las personas de antes!” Ella estaba feliz de poder hablar del pasado con alguien de antes y a mí también me daba mucha alegría, aunque en ese antes yo no había nacido todavía.
Ella me dio su teléfono y me dijo que la llamara para seguir conversando. “Es que ya la gente del barrio o se ha ido o se ha muerto. Entonces me da tristeza…me da mucho sentimiento verme solita con mi hijo, valga el niño que lo quiere bastante.” Ella mira a su nieto como si pudiera verlo y me dice: “¿Verdad que mi nieto es muy lindo? ¿O es que a los abuelos nos ciega el cariño? Bueno, yo soy ciega, pero él es lindo, ¿no?”.
Me despedí de ella y de su nieto, les dejé un atrapasueños y les dije que lo había hecho para gente especial como ellos. Marta me hizo llorar. Yo crucé la calle y desde la puerta de su casa me gritó: “¡Que no se les olvide el camino!”. “Y dile a Isabel y a Aelia que cuando vengan a La Isla, que vengan a verme”.


Ya habíamos ido a la casa de Córdova, el geólogo, y a su finca, solo nos quedaba pendiente la filial pedagógica. Con un poco de pena le explicamos a Yusnier, quien hasta el año pasado era militar y ahora se dedica al carro, que teníamos que hacer otra parada. Él sonrió y nos dijo que quedaba en la otra cuadra.
Cuando mi mamá me hablaba de La Demajagua, siempre pensé que era una gran ciudad. Pero es un pueblo pequeño, lento y casi solitario. Ella me explicó que su grandeza estaba en la filial pedagógica y en los cientos de jóvenes de todas partes de Cuba que se graduaron en ella. Allí estudiaron mis padres, mi tía La China y muchos amigos. Mi tía comenzó su vida laboral en la filial, dando clases de Historia Antigua a maestros que muchas veces eran mayores que ella. Allí mi tía conoció a Ortelio, el papá de mis primos, quien también impartía clases. Allí estudiaron los profesores de las escuelas en el campo que se preparaban con maestros de primer nivel.
Mi mamá trabajó de secretaria docente en la filial y se sabía los nombres y apellidos de todos los estudiantes. Me habla con mucho cariño de Edel González, quien fue el director por muchos años y todavía es muy amigo de mi madre. Cuando mi mamá me cuenta de aquel lugar menciona a muchas personas que hoy se encuentran en diferentes lugares del mundo. Habla de los profesores, de los ingenieros que trabajaban en la mina de oro, de los actores y actrices del grupo de teatro Pinos Nuevos que tenía su sede allí, y de las emociones vibrantes de una época que ya no existe. Aquel movimiento, según mi madre, era lo que animaba de manera especial el pueblo. Por eso, en su memoria, La Demajagua es una gran ciudad.


Marta me dijo que la gente en La Demajagua se iba para Cuba o para Estados Unidos. Yo me reí pensando en esa manera singular de entender el histórico diferendo. Pero después me quedé pensando en ese pueblo que se queda vacío. En cómo sigue vivo en la memoria de mucha gente como mi madre. Gente que se rehúsa a borrar su historia, aunque ese antes del que hablaba Marta, no es solo el pasado, es también un país que ya no existe.
Para mí La Demajagua es el principio de mi historia, es parte de lo que soy, es la herencia del magisterio que practico como mis padres. Es difícil concentrar en una sola imagen La Demajagua que vive en la memoria de mi madre y la que yo vi de pronto en un cortísimo viaje.
Doy las gracias a ese lugar donde mi familia creció y fue útil mucho antes de que yo naciera. En la casa número 5 de la comunidad de La Demajagua vivía mi familia: “el fruto de un amor compartido entre sueños y fusiles, agradecidos a la madre que arrullara con ternura a sus hermosos críos y a la madre Patria de la que son dignos ejemplos…”.
También soy parte de esa épica revolucionaria que hoy parece tan distante y petrificada, pero que fue real como el amor que me dieron mis padres.












