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Hace siete años Jorge y yo nos bañamos en el Sabanalamar. Hace unas semanas volvimos a San Antonio del Sur con La Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa. Regresamos a ese río que recordábamos con cariño y que se nos volvió amargo y terrible por los cuentos del huracán Oscar.
Un amigo instructor de arte nos llevaba a hacer una función de teatro en el círculo infantil Los siete enanitos y mientras caminábamos nos contaba sobre lo terrible de aquellos días. Nos dijo que nada de lo que salió en la televisión es comparable con lo que vivieron en el pueblo y las comunidades más afectadas.
Nos contó que el río subió tanto que tuvo que llevar a sus padres y a su abuelo hasta la azotea de la casa. Que mucha gente hizo lo mismo. Nos dijo que se le ahogaron decenas de carneros y que, por su barrio, la gente no pudo salvar a casi ningún animal.
Íbamos caminando y nos decía: “En esta casa vivía uno que se murió; en aquella de allá vive un primo de los que nunca encontraron”. Parecía que todos en el pueblo tenían conexión con los que el agua se había llevado. Parecía que, haciendo los cuentos del ciclón, se le aliviaban los dolores y que la palabra los revivía por ese instante. “El río había crecido otras veces; no pensábamos que sería tanto. No teníamos corriente y no sabíamos nada. Nos cogió de sorpresa”. Nos enseñó donde vivía y nos explicó cómo tuvo que cargar en peso a su abuelo, porque está viejito y no camina. “Esto no se cuenta mucho, pero el agua esa estaba fría como carajo y estaba llena de santanillas”.

Cuando lo lees en las redes sociales o lo ves en la TV no es igual que cuando te lo cuenta alguien que estuvo allí. Llevábamos ropitas y zapatos para niños y niñas. Fuimos recolectando en La Habana durante meses gracias a la colaboración de muchos amigos y sobre todo de la guardería Montessori La isla de los niños. Repartimos las bolsas entre los actores de la Cruzada y ellos las entregaron en varias comunidades después de sus funciones. Yo no entregué nada personalmente. No tengo el coraje de mirar a los ojos a alguien que lo ha perdido todo.
Cuando estábamos llegando al círculo, nuestro amigo el instructor nos dijo: “Todo esto se llenó de agua, ahora es que, más o menos, nos estamos recuperando”. Entramos y había casi sesenta niños esperando por la magia del teatro. Tuvimos que hacer un esfuerzo para alejar la emoción triste que los cuentos del ciclón nos habían provocado. Sonreímos, cantamos y jugamos como si solo fuera posible un mañana de amor y de esperanza.
En la tarde teníamos unas horas libres y nuestro hijo de 4 años quería ir al río. Me parecía un poco injusto llegar de la comodidad de la capital a bañarnos impunemente en el terrible Sabanalamar. Pero fuimos para complacer al pequeño y al niño grande, que había actuado en el círculo infantil y me dijo: “¿Viste, mamá? Ya la gente se está riendo de nuevo”. Claro que un niño de 4 años y otro de 13 no tienen idea de la magnitud de las cosas, pero Jorge y yo nos dejamos llevar por su inocencia y fuimos a reencontrarnos con nuestro romántico río de antaño.

La primera vez que estuvimos allí, en 2018, el río era casi un hilito de agua clara y lo demás era yerba mala que nos llegaba hasta el pecho. No sé si realmente vimos un gavilán caguarero y un rabijunco, o nos lo inventamos para llegar al campamento con una historia fascinante. Ya no me acuerdo.
Esta vez su cauce había crecido y habían cambiado de aspecto sus alrededores. Dejamos nuestra ropa debajo del puente y entramos al agua tibia y tranquila. Como estábamos solos, pensé que la gente del pueblo le había cogido odio al río. Luego me di cuenta de que era martes y supuse que todos estaban trabajando o en la escuela.
La primera persona que apareció fue un muchacho rubio de ojos verdes que venía en su bicicleta. Bajó la lomita, dejó su bici recostada contra unas piedras, se quitó las chancletas y se tiró de cabeza con ropa y todo. Al instante salió del agua, se puso sus chancletas y siguió pedaleando quién sabe hasta donde.
Luego llegaron unos niños y se pusieron a pescar con hilo a un costado del puente. Al poco rato llegó una familia, mamá, papá y una niña. Traían una botella de ron y una gran bocina. Se metieron en el río con la actitud de quien está de vacaciones. Los padres se abrazaban románticamente en la parte honda, mientras la niña chapoteaba en la orilla. Después llegaron otros jóvenes que parecían miembros de la misma familia. O será que en un pueblo como San Antonio todos son como familia. Yo creo que sí, porque mi amigo el instructor dejó su bicicleta en el parque del centro del pueblo, sin candado ni nada. Yo me asusté, y me dijo: “Esto no es La Habana, yo puedo dejar mi bicicleta dondequiera, que nadie se la roba. ¡Si aquí se conoce todo el mundo!”.

También llegaron mujeres a lavar ropa. Una de ellas nos contó que su hija, que está “afuera”, le había comprado una lavadora; pero que con los apagones casi nunca la usaba. “Pero yo he lavado en este río desde que era niña y, la verdad, la verdad, yo prefiero lavar aquí”. Entonces saltó una más joven y nos confesó que prefería mil veces la lavadora a restregar a puño la ropa de su marido y sus hijos en la base del puente.

Un percance unió a todos en el río. Mi hijo Diego jugaba con su hermano Oliver y este le metió un manotazo en la cara que le desprendió un cristal de los espejuelos. Fue a parar al fondo. Mi hijo tiene miopía muy avanzada, nos quedaba la mitad del tiempo en La Cruzada y teníamos que hacer funciones de teatro. Había que encontrar ese cristal como fuera. Enseguida la familia de San Antonio, que cada vez se volvía más numerosa, comenzó a buscar junto a nosotros.
Uno de ellos tenía una careta y se sumergió muchas veces intentando encontrarlo. Los otros buscaban a ciegas y mientras tanto nos hacíamos los cuentos de cómo estaba “la cosa” aquí y allá. Comparábamos los precios de las viandas y las chucherías entre San Antonio y La Habana.
Después de media hora suspendimos la búsqueda. Era un cristal transparente y, para colmo, ni siquiera era de cristal verdadero, sino plástico y seguro la corriente se lo había llevado. Diego se sumió en una bravura adolescente de esas que se desdibujan rápido cuando le haces una mueca o le dices: “Te amo, aunque estés cegato”.

Más allá de la gravedad del episodio, el percance del manotazo de Oliver había servido para entrar en confianza con la familia sanantoniense. Nos sentíamos parte del paisaje. A lo lejos los niños pescadores seguían lanzando el hilo debajo del puente, más por diversión que por necesidad. Otros niños se alejaban por donde el río es más estrecho y el agua llega a los tobillos. A pocos metros está la parte honda, donde ya no hay nidos de ranas. Los muchachos se tiran de cabeza y sus mayores los vigilan. Por allá, dos adolescentes romancean. Los padres toman sus traguitos a pico de botella y alguna que otra mariposita amarilla sobrevuela la romántica escena. La gente que pasa por la carretera nos mira desde arriba y a veces nos dicen adiós. Las mujeres siguen lavando a la sombra, debajo del puente.
Mis hijos quieren quedarse ahí para siempre. Todos —menos Diego— vimos volar un pájaro mosca entre la maleza. Allá, muy lejos, unos muchachos hacen el amor en el río. Todo eso sucedía al mismo tiempo al ritmo de “22 caminos”, que se reproducía en la bocina de la familia grande.
Yo canté con ellos las canciones de Bebeshito y me reí a carcajadas, pero de vez en cuando pensaba en el ciclón y en la naturaleza y en la vida que es así, tan cambiante. Esta gente, como me dijo el amigo instructor de arte, se están recuperando poco a poco.
Ese día en el río nadie mencionó los estragos del ciclón. El Sabanalamar es para ellos el escape de los apagones, del calor, de los problemas y el estrés cotidiano. No importa cuando haya arrasado el río alguna vez: ellos vuelven a él.

Ya casi nos íbamos cuando Jorge gritó: ¡Lo encontré! Y levantó el brazo con el cristal en la mano. Sin careta y al tacto lo consiguió. Todos en el río aplaudieron emocionados y Diego volvió a ver el mundo con claridad. El hallazgo del cristal nos hizo estar más felices que si no se hubiera perdido nunca.
Nos despedimos de la familia y a Oliver le brindaron refresco de fresa. El niño se empinó del tambuche y tomó sin pena. La mujer lo miró agradecida, como si ese gesto fuera un regalo para ella. Cuando subimos la lomita y cogimos la carretera, vimos a unos muchachos que se lanzaban en clavado desde el puente. A mí me parece muy peligroso, pero ellos lo hacen todos los días. Me tapé los ojos, muerta de miedo, cuando uno saltó al vacío. Luego vi las fotos y pensé: “Es su cultura, es su identidad, es su río”.

Nos fuimos de San Antonio sabiendo que es cierta la frase de Heráclito que dice que ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre, ni el río, serán los mismos. Sé que vamos a regresar a San Antonio y volveremos como familia a un nuevo Sabanalamar.