Cuando pasen 30 o 40 años y a Ledier le den un Premio Nacional de Teatro habrá quien protestará. Sí, porque la gente protesta por todo. Yo, por mi parte, publicaré un post en Facebook diciendo que estuve en el tribunal que lo aprobó para entrar al ISA. Diré, muy orgullosa, que le di clases de Teatro Griego y fui la tutora de su tesis. Que me llamó para que viera un ensayo de su primer estreno como director y que escribí un texto magnífico sobre su vida y obra.
Cuando le den el premio, tendré como 80 años y seré una vieja maestra en decadencia. No diré nunca, por supuesto, que yo lo quería suspender en aquellas pruebas de ingreso, que era de mis peores alumnos y que le daba igual Esquilo que Sófocles. No revelaré que fue de los tutorados más morosos y dispersos que tuve en la vida. Ocultaré que cada vez que me llamó para ir a los ensayos de su primera obra yo lo multipliqué por cero, y fui a verla solo una vez, cuando ya casi se terminaba la temporada de estreno. No sabrá nadie que el magnífico texto del que hablo es en realidad este burdo intento de que mi nombre quede para la historia y sus fanáticos del futuro puedan saber que yo también estuve cerca de Ledier Alonso Cabrera en sus años de juventud.
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Ledier se hizo famoso en La Habana por la obra Asesinato en la Mansión Haversham. Un día en el que estaba profundamente aburrido, obstinado de tanta solemnidad teatral y de discursos frontales en proscenio, se puso a buscar en internet algo que se pareciera al teatro que él quería ver en la Cuba post pandémica. Vio cincuenta series de Netflix y veintisiete comedias de HBO. Se leyó diecisiete obras de teatro en varios idiomas y, cuando estaba al tirarse un sogazo, encontró el texto The play that goes wrong, de Jonathan Sayer, Henry Lewis y Henry Shields. Lo leyó y pensó: “Coño, esto tenía que habérseme ocurrido a mí”. Entonces le mandó el texto, en inglés, a varias personas, pero nadie lo entendió o no les interesó, y le dijo a su compañera de aula, mejor amiga y esposa Amanda Torroella: “Bueno, mija, si nadie lo quiere montar, lo monto yo”. Él mismo hizo la traducción y adaptó el texto en inglés a sus necesidades como director en Cuba.
Lo que muchos críticos cubanos de reconocido prestigio han valorado como una obra de gran calidad técnica y un refinado humor, es para él una especie de wariskein serio (para la gente de teatro, un wariskein es como un bururú bururá, el cualquiercosismo, una fritanga teatral). Pero su éxito estuvo en tomárselo en serio. Hacer eso y que salga bien es el sueño de muchos artistas dedicados al humor en el mundo. “Hay obras tan malas, pero tan malas, que ni siquiera tienes tiempo de mirar el reloj porque no das crédito a lo que estás viendo. Hay obras espectacularmente malas y eso me encanta”. Con esta premisa descabellada, Ledier comenzó a tener deliciosas pesadillas sobre el estreno de su obra.
El texto trata sobre un grupo de teatro que presenta una obra de misterio. Lo cómico es que todo les sale mal. Los actores son malísimos, se les olvidan los textos, las puertas y las ventanas se caen, los elementos de la escena no funcionan bien, el que pone la música está perdido. Es un desastre total, sin embargo, los actores siguen adelante hasta terminar su función.
El primer actor en el que pensó fue en él mismo. “Yo soy muy mal actor. Soy el peor actor que conozco”. Luego desestimó la idea, pues pensó que sería mejor buscar buenos actores que fingieran ser malos actores. Entonces llamó a mucha gente talentosa para trabajar en su primer montaje, pero la mayoría lo dejó plantado. Solo unos pocos lo acompañaron hasta el final. Los jóvenes actores vivieron un tortuoso camino de ensayos itinerantes y soportaron los berrinches del director. Ledier llamó a varios amigos entendidos en cosas de teatro para que le dieran el visto bueno a lo que estaba haciendo y la mayoría lo ignoró. Yo también.
Aunque este montaje tuvo el apoyo de Nave Oficio de Isla y del Centro Promotor del Humor, Ledier tuvo que morder el cordobán. Hacer teatro en Cuba es excitante, pero desgastante. Se sufre, pero se goza. Y hacer comedia es más difícil todavía, porque sientes que con tantos problemas la gente no va a tener ganas de reírse. Pero en realidad la gente tiene “tremendo queso” de comedia.
Cuando se estrenó Asesinato en la Mansión Haversham y los días fueron pasando, lo que sucedió en Nave Oficio de Isla fue apoteósico. Para estar a tono con una obra que sale mal, la cola de fallos era más grande que la de la gente que tenía entradas. Ledier guarda las fotos del público con más orgullo que las fotos de la obra. Los actores que antes le habían “dado de la’o” ahora querían unirse al espectáculo y doblar personajes. Los críticos que antes habían ignorado las invitaciones a los ensayos, ahora querían ser parte. En fin… muy cómico todo. Después de aquel éxito salió en la televisión un par de veces y hubo conmoción entre los vecinos de Zorrilla.
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Mucha gente se pregunta de dónde salió este muchacho. La gente en Zorrilla se ofende cuando alguien del pueblo se hace famoso y luego dice, en los medios, que es de Los Arabos. Pero eso Ledier lo tiene muy claro, aunque no sea tan famoso todavía. Él es de Zorrilla.
Cuando nació, todo el mundo trabajaba en la zafra. Creció viendo cómo llevaban la caña para Bruffao, El Mambisito y La Curva de Los Bebos. Soñaba cómo sería viajar como la caña, de un pueblo a otro. Aún recuerda los cuentos de su abuelo, que había conocido al dueño de esas tierras. Don Zorrilla era bueno, dice el abuelo. Lo ponía a trabajar y luego le daba dinero, pero con el tiempo comprendió que los trabajos eran demasiado sencillos como para ser pagados.
La gente se pregunta de dónde salió el flamante director que montó una obra inglesa y le salió bien, sin sospechar que viene de un pueblo con botijas escondidas.
Ledier aprendió a leer en su casa y, como se aburría en las clases, lo mandaban a la biblioteca. Después de leerse todas las Zunzún, lo único que le quedaba era un diccionario de inglés. Así le empezó a gustar ese idioma. Después, entender inglés le interesó más por la iglesia. Sí, el muchacho cómico iba a la Iglesia Anglicana. Primero se metió en eso porque quería estar en el equipo de pelota del pueblo y la única forma de formar parte era ir al culto.
La Iglesia de Zorrilla tenía una hermana en Estados Unidos y ese vínculo le proporcionó al guajirito diversión y aprendizaje. Hacían obras de teatro y viajaban a La Habana a hacer campamentos con niños americanos de su edad. Como él sabía inglés, hizo muchos amigos. En uno de esos encuentros conoció a Patrick Swain, que entró al Ejército estadounidense antes de la pandemia, y ya no supo más de él.
De quien sí ha sabido es de Willito, que estudió con él y ahora es campeón de boxeo profesional. Ganó un millón de dólares en su última pelea y en una entrevista dijo que era de Los Arabos. En el pueblo se pusieron bravísimos con él. Por esos días salió Ledier en Paréntesis y dijo que era de Zorrilla. En el pueblo lo aman, aunque no sea millonario. Y ese amor es recíproco, pues fue justo en Zorrilla donde dio sus primeros pasos en la dirección teatral. Veía Jura decir la verdad y al otro día montaba una versión del programa con sus amiguitos del aula.
Hay quien sabe —porque él mismo lo ha dicho un montón de veces— que se aprendió los trucos de la escena por su cercanía con cuatro directores cubanos. Pero antes de conocer a Rubén Darío, a Pedrito Franco, a Doimeadiós y a Carlos Díaz, conoció a Lismay La Nuez Mederos, una niña rubia que hasta se aparecía en sus sueños. Esa fue quizá su primera actriz.
Una vez fue a la escuela TV Yumurí a hacer un reportaje con niños para un noticiero infantil llamado Notitín. La periodista Delfina Mosquera les dio un guion a Ledier y a Lismay, para que se lo aprendieran. Pero Ledier, que ya desde entonces se creía un chico listo, cambió todo el texto para que a la niña de sus sueños le quedara más orgánico. A la periodista por poco le da algo.
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Cuando se graduó de Informática lo mandaron para Los Arabos a impartir clases de Historia de Cuba en un preuniversitario. “Me iba bien, tenía novias y tomaba ron con los amigos debajo de la mata de caoba, que es más o menos lo que le interesa a esa edad a la gente allá”. Pero un día le dio miedo llegar a los 50 años sin saber si realmente era eso lo que quería hacer con su vida. “Me daba terror, por eso hice hasta lo imposible por irme de Los Arabos”. Llegó a formar parte del equipo de fútbol de Matanzas, solo por irse del campo.
Era un buenísimo portero, pero cuando iban a comenzar las competencias nacionales, lo llamaron para el Servicio Militar y se frustró su incipiente carrera de futbolista. En las captaciones lo querían mandar para el Comité de Los Arabos, para que estuviera cerca de su casa. Pero después de la cantidad de pelotazos que había aguantado para salir del pueblo, no podía echar patrá. Y dijo: “No, no. Mándenme lo más lejos posible, a donde nadie quiera ir, yo voy pa allá”. Y lo mandaron a Matanzas. Ledier pasó su Servicio Militar en un lugar secreto, haciendo cosas secretas. Allí incentivó su gusto por la comedia de misterio y aprendió a hacer pan.
Le quedaban unos meses para terminar el Servicio y su amigo Abdel de La Campa lo llevó a una función de Por el monte Carulé, un espectáculo de Teatro de La Estaciones sobre Bola de Nieve.
Cuando vio la obra, la primera que veía en su vida, se dio cuenta de que eso era lo que quería hacer. Y le dijo a su amigo: “Mijo, yo quiero trabajar en ese grupo, aunque sea de utilero”. Como en “el verde” trabajaba un día y descansaba tres, al mes y pico ya estaba cargando trastes en Las Estaciones. Allí también fue promotor cultural y tuvo a sus primeros maestros: Rubén y Zenén.
Después nació su hija y dejó el teatro por un restaurante que le daba un dinerillo. Se aburrió de tener dinero y se unió al equipo de El Portazo, también como utilero. Hasta que Pedro Franco, el director, decidió que no era bueno para cargar y lo coronó como su asistente de dirección. Allí estuvo cuatro años, hasta que se empató con Amanda y se mudó para La Habana.
A diferencia de sus otros dos grupos, a La Nave no entró como utilero. Doime lo acogió como asistente de dirección y desde el principio estuvo incitándolo a que dirigiera algo propio.
En Asesinato en la Mansión Haversham está la mano de Doime, aunque no se note tanto. “Él creía en el espectáculo más que yo. Fue quien me dio la confianza”.
La Nave sería su primer espacio para el encuentro con el público. Después de eso lo justo sería decir que “su vida cambió para siempre”, pero su vida no cambió. El gran éxito de su primer espectáculo, en el año 2023, le trajo caricias espirituales, pero no cambió nada en términos económicos. En ese aspecto seguía siendo un fracasado con barba desaliñada, falta de sueño crónica, una hija a la que mantener en Matanzas y mantenido en La Habana por su novia Amanda, su productora en el teatro y en la vida.
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Hace como un año y pico Ledier me dijo: “Mija, estoy pasando mucho trabajo. Afuera no haría teatro, pero vendería frituras”. Como tanta gente, se fue del país. Fregó platos en Dominicana, comió cosas ricas, vio paisajes diferentes, conoció gente, respiró otro aire.
Se aburrió de todo eso y regresó para seguir siendo un director de teatro. O tal vez regresó porque allá nadie lloraba por él y aquí en Cuba tenía a Aylenis, su amiga inseparable desde la secundaria, que lloraba cada vez que él no quería hablarle. Aunque ella es de Cuatro Esquinas y no de Zorrilla, eran uña y churre (ella era la uña, por supuesto). Era la única de la beca que veía Friends los domingos y la única que lo esperaba ansiosa los lunes para comentar la serie.
Ledier ahora está montando El perrito, como le puso ingeniosamente Carlos Díaz a El sabueso de los Baskerville, una adaptación de la novela de Arthur Connan Doyle realizada por John Nicholson y Steve Canny que mezcla la comedia y el terror. La bella Amanda seguirá siendo su productora y Carlos Díaz es el maestro inspirador detrás de esta obra, que se ensaya en el Trianón.
A Ledier le da asco el aguacate. Aparte de eso come cualquier cosa, así que podrá seguir pasando hambre en lo que monta su obra. Todos los días me manda chistes europeos y me cuenta chismes del teatro cubano. Me manda por WhatsApp las maquetas horribles de El Perrito, hechas por él mismo con cartón, y la fórmula casera que encontró en internet para hacer niebla en escena.
Yo no sé si alguien más se ría de lo que nos reímos Ledier y yo cuando competimos para ver quién es más inteligente y más simpático. Ahora sigo un pódcast que se llama Nadie sabe nada, porque él me lo indicó. Queremos hacer uno parecido él y yo para ver si alguien se ríe de nosotros y nos hacemos millonarios como Willito.
En 30 o 40 años a Ledier le van a dar el Premio Nacional de Teatro. Él dirá que es de Zorrilla y que tiene 4 padres teatrales: Rubén, Pedrito, Doime y Carlos. Ya ni siquiera se acordará de mí, pero yo replicaré este texto en Facebook y me haré la importante a costa suya.
Aunque no sé… es difícil creer en una joven promesa cómica. Como están los tiempos, seguro queda mal con sus fanáticos y se va de nuevo a fregar platos a Dominicana. No sé…