Mi amigo Leo Góngora regresó de Cuba tras un par de semanas en las cuales estuvo más bien de vacaciones. En esos días adquirió una reproducción de la Gitana tropical de Víctor Manuel, unos vasos de cristal impresos con pejes gordos de Sosabravo y una temporal reactivación del peculiar hablar cantando de los santiagueros.
La más temeraria de las quimeras que trajeron sus andanzas por territorios orientales de la Isla (no la única) fue preparar pru oriental en la comarca marinera de Cambrils donde vive desde hace años. Para esa empresa transportó hojas, raíces y yerbas: bejuco ubí, jaboncillo, jengibre, raíz de China, pimienta dulce, canela en rama… imprescindibles para la fabricación de la bebida que “no es exactamente un refresco ni una vulgar gaseosa”: eso dejó claro desde el inicio de su fábrica.
A media tarde puso por buen rato a cocer los ingredientes en agua azucarada y luego puso a refrescar el resultado: “Es así de sencillo”. Horas después, a falta de mejor envase, repartió el menjurje –con perdón sea dicho– en botes de cristal de muy variada procedencia (aceituna, cebollitas, mayonesa), tapados con cuidado y puestos a la intemperie: “verás que para el fin de semana estamos tomando el primer pru català”. Y por qué no.
Desde entonces ha procurado capturar todo menudo rayo de soleil de la terraza y orientarlo hacia la ambarina mezcla que parece negada terminantemente a fermentar, aunque “ya debería haberlo hecho” según le indica su, al parecer, amplia experiencia en esta industria. ¿Será por la temperatura, será por la humedad, será por la cercanía del Mediterráneo? No se explica. Aunque estamos casi en abril un viento crudo sopla desde la costa todo el tiempo.
Mientras lo veo trajinar melancólicamente con sus frascos de un lado a otro de la casa (ahora prueba colocarlo en lugares oscuros) le comento que alguna vez en La Habana Vieja vi a varias personas que intentaban vender pru a parroquianos del mercado de Egido –en su mayoría gente occidental que poco o nada gusta del brebaje– en pequeñas y opacas botellitas que, dicen por ahí, suelen estallar si se almacenan por demasiado tiempo. Los vendedores no olvidan mencionar que no solo cura toda dolencia real o imaginaria, sino que es “mucho mejor que la viagra esa”.
Ignoro si existe una letra de canción dedicada a la alabanza específica del pru. Creo que Compay Segundo hace alusión a la bebida en no sé bien cual guarachita y también se menciona en un disco de Matamoros, de los antiguos del trío. Le digo todo eso pero Leo no contesta, no comenta, no escucha. Coloca sus cuatro recipientes junto al radiador de la calefacción y me pregunta “¿y si los pongo directamente junto al fogón, bróder?” Qué sabré yo. Y ahí los ha puesto.
En aquel piso de Cambrils madura el pru català –supongamos que lo hace–, envuelto en la música de discos viejos y recientes, el humo helado de cervecitas claras y el vapor de cocinaos hechos en un portentoso artefacto de barro traído de Marruecos llamado tayín en medio de conversaciones nuestras iniciadas hace un par de décadas: “Y la gente, cuando no habla de música, ¿de qué habla?” preguntó Bola de Nieve, con razón.
A veces emprendemos caminatas más o menos largas en los verídicos atardeceres rojos de Serrat y levantamos castillos y castillos en el aire, cada quien a su modo, siempre con materiales acarreados desde Cuba, livianos y breves, como los del pru. Un día vamos a ir andando desde Salou a Cambrils, en memoria de otra canción de Joan Manuel. Eso está en planes.
Con rumbas en la cabeza –Patato y Totico en Nueva York cantando y tocando Jesús María, Belén y los Sitios, acere– pasamos junto a torres de piedra medieval, castillos verdaderos, en la rara primavera que vive este año Catalunya. Oscurece temprano, hace frío y vamos tumbando.
Al llegar a la casa, sin quitarse el abrigo, Leo Góngora abre uno de los frascos, lo aproxima a la cara y se consuela diciendo “bueno, por lo menos huele a pru”.