La verdadera medida de los héroes deportivos es nuestra incapacidad para emularlos. No sus virtudes, sino nuestra impotencia cotidiana. De ahí que persigamos su luz y nos quedemos pasmados ante ella como los oscuros insectos que somos. La luz es casi siempre una pantalla de televisor. Y Lebron James me parece un magnífico ejemplo de lo imposible.
El domingo pasado, James ganó su tercer anillo de la NBA en su sexta final consecutiva (siete en total), y se llevó de paso su tercer premio al mejor jugador de la fase decisiva (cuatro más en temporada regular). Es decir, este domingo James sacó los codos, se revolvió en zona de restricción y le propinó sus buenos empellones a dos o tres jugadores legendarios para acomodarse aun más en el Olimpo del baloncesto. Por supuesto, Michael Jordan lo mira desde arriba, pero James sonríe: abre su bocaza y le enseña sin complejos su protector dental.
En la era de las estadísticas y las supercomputadoras, él bate un récord cada semana, pero ya valoraremos los números al final de su carrera. Por ahora, lo que me fascina son ciertas facultades mentales suyas.
Cualquiera pontifica a mansalva que James domina la competición gracias a su físico y poco más, sin reparar en lo obvio: que James domina porque es capaz de optimizar su anatomía (estatura, peso, músculos trenzados salvajemente…) adaptándola como nadie a todas las tareas del baloncesto moderno. Se trata de un prodigio de inteligencia física al mando de un cuerpo superdotado: el soldado universal de las canchas.
El gran mérito corresponde -y ello tiende a olvidarse aun cuando se habla del “genio deportivo”- al cerebro de James, ultraespecializado tras una insufrible cantidad de horas de entrenamiento a partir de la primera infancia.
Hay varios jugadores aparentemente más talentosos y sin duda mucho más estéticos, pero ellos no tienen que conducir maquinaria pesada cuando atraviesan la duela; hay hombres mucho más fuertes, más altos, con mayor despegue, pero casi ninguno de ellos tiene los movimientos, el manejo de balón, la intuición en el rectificado cuando ataca el canasto, el feeling exacto para cambiar la explosión muscular por dos puntos inapelables. James no es el mejor en ningún aspecto en particular, pero es muy probable que sea el mejor all around de la historia.
El siguiente nivel de sofisticación mental está determinado por su comprensión del juego. Como si no bastara que su cerebro se ocupe de someter y encauzar toda esa energía corporal, o sea, de vestir de traje y corbata a la bestia y perfumarla con talento, James lee como pocos el jeroglífico vertiginoso que es el baloncesto. Transporta la pelota, ralentiza o acelera las acciones, corta la pintura y reparte hacia el perímetro como si tuviera ojos en la nuca. O bien se mueve sin balón, arrastra marcadores, desbalancea las defensas rivales, se filtra, recibe la asistencia y machaca el aro. James sabe cómo desquiciar al jugador indicado en el momento justo. Enfrenta a un pivot y atrapa el rebote; defiende a un exterior, se cuela en la línea de pase y corta la jugada: entonces arma el contraataque y casi siempre vuelve a aparecer en el extremo opuesto de la pista para colocar su firma.
Nadie afecta cada faceta del juego como James. Por eso, no es extraño que el equipo gravite a su alrededor, gire en su órbita, se ordene o desordene según la frecuencia cardíaca que él imponga. A veces, cuando está inspirado, en momentos límites, el adversario también entra en el ámbito de su influencia y comienza a parecernos que James juega solo contra sí mismo.
Todo esto, claro, es una exageración. Pero muy exacta.
La hiperinfluencia de James en cancha (a veces dañina, lo admito) y su estilo polivalente tampoco son explicables sin un tercer elemento mental. Hay en James esa ambición, esa voluntad de poder que solo muestran los elegidos.
Supongo que sea ese atributo el que lleva a los grandes campeones más allá de los límites razonables de la física y el que los blinda contra miles de toneladas métricas de presión psicológica en los instantes decisivos. Y supongo que es la carencia de ello lo que nos deja a nosotros frente a la pantalla, tirados en el sofá, rascándonos la barriga…
Estoy seguro. James tiene alma de dictador. Aspira a simplezas como la totalidad, la perfección, el triunfo y la gloria. En sueños, juega cada noche un partido en que su equipo está integrado por cinco James. Y siempre gana. Y siempre es él quien resulta MVP (el Más Valioso), porque, en sus sueños, James es incluso mejor que James.
Sin embargo, él sabe muy bien que solo se triunfa despierto. Fue eso lo que hizo el domingo contra los Golden State Warriors de Stephen Curry, Klay Thompson y Draymond Green, el cuadro que firmó este año la mejor temporada (73-9) en los anales de la NBA.
A sus 31 años, el hijo predilecto de Akron ha vivido lo suficiente para convertirse en figura totémica de Cleveland, Ohio. Junto a los Cavaliers consiguió el primer título para esa ciudad en 52 años, contando las cuatro grandes ligas norteamericanas (NBA, baloncesto; MLB, béisbol; NFL, fútbol americano; NHL, hockey sobre hielo).
En su asalto al cielo del basket, le faltaba a James protagonizar una gesta inolvidable. Ya lo hizo. No solo quebró el embrujo de Cleveland, tal como prometió en el verano de 2014, sino que guió a los suyos en una remontada inédita. Perdían los Cavaliers por 1-3 en el Playoff de Campeonato ante el rival más duro y a James se le ocurrió -secundado por un lírico Kyrie Irving- marcar 41 tantos en partidos consecutivos y rematar en el séptimo juego con un macizo triple doble (27 puntos, 11 rebotes, 11 asistencias).
Todo se definió en minuto y fracción de puros nervios. Entre la confusión, los únicos destellos provinieron de un tapón de James y un disparo de tres puntos de Irving. Suficiente. La ventaja de cuatro a favor de los Cavaliers en el último encuentro (93-89) fue toda la diferencia en el global de la serie (703–699). Eso sí, los números de James fueron rotundos. Lideró ambos conjuntos en anotación, rebotes, asistencias, tapones, robos y minutos jugados: MVP de las finales.
Excepto, tal vez, cierta belleza praxitélica que admiramos en los gestos de otros atletas excepcionales (Federer ejecutando un revés cruzado, Jordan disparando en suspensión…), James lo tiene todo.
Su relato mítico cuenta incluso con el ingrediente Steph Curry, un jugador más bien frágil que encarna su reverso basquetbolístico y que ha sido el MVP de las dos últimas campañas regulares.
Curry y los Golden State Warriors han fraguado una alternativa al imperio de tipos como James o el propio Jordan y, según sus seguidores, están refundando este deporte a base de artillería de larga distancia y small ball (juego con pequeños). Eran los favoritos este año y ya en 2015 derrotaron a un James inmenso pero, sin Irving ni Kevin Love (lesionados), demasiado solo ante el destino.
Lo que vimos ahora fue una dulce venganza: James, victorioso, llorando sobre la pista del Oracle Arena, mientras a Curry, el semblante de la decepción vaciado en cera, le colgaban inertes los brazos en su camino a los vestidores.
Todo parece indicar que apenas concluyó el segundo acto de una rivalidad que ya está plantada en territorio de lo clásico. En el mundo del deporte, estas cuestiones son mucho más urgentes y definitivas: lo clásico ocurre ante nuestros ojos y el fanático siempre sabe cuando está ocurriendo. Cavaliers versus Warriors está muy lejos aún, pero puede ser lo más parecido que tengamos a aquel Celtics-Lakers de los 80, cuando Larry Bird y Magic Johnson gobernaban el mejor baloncesto del mundo.
King James fue inspirador. Es lo que dices, a veces reencontramos a nuestros héroes íntimos y volvemos a creer…
Es cierto, cuando veía el juego 7 en vivo sentía que estaba viviendo un momento histórico en el basquetbol. Curry ha demostrado que a la hora 0 es una rata.