Hace como un año conversé unos minutos con Ricardo Piglia. Caracas entonces no era el caos infatigable que es hoy, pero la ciudad, para mí, era de todas maneras una selva de autos rabiosos y muros insípidos, crecida con toda seguridad sobre las cenizas de un volcán que ya volvería a estallar tarde o temprano. Algunas noches poníamos la tele y nos enterábamos de pequeñas erupciones que cobraban la vida de la gente: un buhonero, algún taxista, un par de chicas de la periferia, un oficial de policía, un malandro sin suerte…, muertos a balazos o a machetazos.
Yo caminaba por las calles en estado de alerta y solo a veces me descuidaba para pensar en mi propia absurda situación: en la imposibilidad de ser la reencarnación de Ryszard Kapuscinski. Como corresponsal de prensa cumplía mi propia condena de Sísifo y avanzaba en la tarea infinita de convertir en cables las comunicaciones de la televisión y los demás medios oficiales. En nuestra oficina escribíamos con prisa fingida y enviábamos a la central nuestra fervorosa versión de las cosas.
También con frecuencia debía ir a ruedas de prensa o alguna actividad protocolar en algún salón donde los reporteros acreditados perdíamos invariablemente –antes de que empezara al fin la función- unas dos o tres horas de vida que solo lográbamos domar (con suerte) gracias al consumo de refrescos enlatados y sándwiches oficiosos y, a todas luces, mediante la cháchara (los gruñidos y rezongos) propia de cualquier tertulia (piara) periodística.
En medio de esto, me entusiasmó la idea (la orden) de cubrir las actividades del Premio Rómulo Gallegos, que terminaría ganando el puertorriqueño (nacido por puro azar en La Habana) Eduardo Lalo con una novela alucinada, Simone. Li Chao, una china semiesclava y devota de Simone Weil, hija del trauma y el desarraigo, lesbiana y enamorada de un escritor lúcido y, claro, pesimista, es la heroína de un relato que no ocurre en San Francisco o París, sino en la invisible, casi improbable ciudad de San Juan.
Luego del anuncio de la obra recompensada y de escuchar algunas reflexiones de los miembros del jurado sobre sus últimos cinco meses de lectura, conseguí acorralar al argentino Ricardo Piglia, juez en esa oportunidad y ganador del premio en 2011 con Blanco Nocturno.
Piglia tenía el rostro y el gesto amables, y no pareció disgustarle que yo fuera otro cubano en Caracas, y no me preguntó, como pidiendo un salvoconducto, si había leído alguno de sus libros, tal vez Respiración artificialo Plata quemada o sus menudeos sobre el arte inescrutable de Borges.
Me confesó cierto entusiasmo por el vigor de la literatura latinoamericana actual, aunque aseguró –como de vuelta de casi todo- que ya no leía mucho, sino que volvía a algunas obras y escribía, escribía, y que solo esperaba por las cosas de gente como Don DeLillo.
En todo caso, lo que haría ahora era trabajar en lo suyo (en su próximo libro, El camino de Ida). Ciertamente hacer de jurado en un concurso literario como el Gallegos había sido una ardua responsabilidad. Porque, ¿cómo se elige entre Pedro Páramo y Paradiso?, dijo.
Piglia habló más de 10 minutos seguidos, pero yo no recuerdo mucho más. Eso en realidad no me molesta demasiado. Me tortura no recordar casi ningún final de película, ningún verso exacto, casi ningún final de novela (ni siquiera Blanco Nocturno o Simone, que leí por entonces). No tengo una memoria cabal. Agarro, eso sí, impresiones (Piglia parecía un tipo sereno) y algunos fragmentos dislocados que a veces son anodinos y a veces, creo, imprescindibles. Obturo y me quedo con espasmos de luz, abstractos, líricos, o con algún detalle frágilmente figurativo que nunca llega a ser siquiera un recorte fotográfico. Hablando en términos rioplatenses, no soy un memorioso, no soy Funes.
Para colmo, esa vez perdí la grabación. Probablemente mientras regresaba en el Metro y me esforzaba por comprobar (entre la gente apiñada) que tenía a Piglia, efectivamente, en el aparato. Un par de días después me dispuse a transcribir aquello y solo encontré en mi grabador unas cien voces de funcionarios y combativos militantes caraqueños.
Sin embargo hace unas semanas recordé otra cosa que me comentó Piglia aquella tarde. Dijo que todas (o casi todas) las novelas enviadas al Gallegos se ocupaban de la violencia. Variaciones sobre un mismo asunto. Dijo que esto no estaba nada mal, pero que en todo caso, más allá del ámbito literario, la recurrencia sí era preocupante.
La literatura es un síntoma.
Ahora pienso que aquello lo omití en mi memoria porque me pareció una obviedad o una constante universal o una marca del estilo de Dios. Homero, por ejemplo, fue un especialista en el tema de la violencia y, así mismo, buena parte de todo lo que vale la pena leerse está condimentado con violencia. Tal vez lo olvidé porque necesitaba mirar amablemente a Caracas y en mi fuero interno me negaba a aceptar otra advertencia sobre el peligro de ir al cine de noche, o porque quería (quisiera) creer que en aquella ciudad –muerto el muerto- aún rondaban agentes con la carga de luz suficiente para vencer la entropía general.
Hace un par de años, el joven escritor Daniel Ferreira me dijo en La Habana que sus dos primeras novelas eran parte de una pentalogía acerca de los ciclos de la violencia en Colombia y que se pasaría estos años escribiendo sobre los problemas de tierra en los años setenta, sobre una generación de intelectuales vinculados a la guerrilla o sobre la Guerra de los Mil Días (a inicios del siglo XX).
El veterano Paco Ignacio Taibo II me habló por entonces, entre chupadas a su cigarrillo, del éxito de su libro historiográfico sobre la célebre batalla del Álamo y de la narración que preparaba sobre el asedio a los fuertes Loreto y Guadalupe, en las inmediaciones de la ciudad de Puebla. Bajo el sol, me dijo Taibo que había escrito ya como 100 páginas de una novela policíaca ambientada con las entretelas del narcotráfico en México.
En Blanco Nocturno, un reportero de la capital viaja a provincia para seguirle la pista a un crimen que por algún tiempo quiebra la somnolencia de un pueblo acosado por la pampa. Simone es quizá una reflexión minimalista sobre el fracaso y la condena de un pueblo a la opacidad, sobre la identidad y el destino violentados, y es también una protesta íntima contra la perversión que hay en la insularidad.
Todo esto lo recordé de golpe la otra noche, mientras conversaba con un amigo sobre su futura primera novela. Él me aseguró que había escrito apenas las primeras cinco cuartillas, pero que tenía la estructura, el plano, el esqueleto. Yo sé que cualquier novela, mientras habita solo en la mente de su autor, es un cadáver. No hablé del muerto y cambié de tema, y seguimos tomando.
A medianoche regresé a casa bajo un aguacero que me escurrió las cervezas de la cabeza y pensé mientras caminaba por el Vedado en la novela de mi amigo.
En caso de que él también participara de la violenta neurosis al uso (los escritores usan sus neurosis), ¿qué historia contaría?
¿Sería tal vez una novela negra donde cada día alguien encuentra en un vértice insospechado de La Habana el cuerpo leve, amorosamente ultimado de un(a) homosexual?
¿El argumento partiría –casi como en la famosa historia de Mark Twain- de un golpe asestado, sin razón aparente, en la cabeza de alguien que sale en la madrugada de un sucio bar o una panadería (donde compra pan de contrabando) y que luego del golpe se levanta enseguida y huye (o eso cree nuestro héroe y nosotros los lectores), pero en realidad ahora corre por una ciudad que pertenece al futuro, una ciudad distópica (para nuestro héroe al menos) donde hay decenas de periódicos en los que denunciar el hecho, pero esos periódicos (que tienen como cien páginas) no tienen espacio para garrotazos sin sangre a chorros, entre tanta alucinante crónica roja de veras, entre tanta publicidad de MacDonald o Cimex Inc., entre tantos clasificados inmobiliarios y laborales, entre tantos veraces, vibrantes, incisivos reportes que condenan la excesiva actuación (algunos “libelos de izquierda” han usado el término represión) de las fuerzas del orden frente a otra nueva marcha de esos peludos estudiantes por la calle G?
¿La novela de mi amigo contaría -con la voz, digamos, de Telémaco- un nuevo viaje asfixiante y perpetuo de Ulises (su último día en la ciudad que ama y odia) antes de partir por los próximos 20 años y por fin hacia la libertad o la guerra o la tierra prometida o las fauces del destino, hacia las páginas o los rascacielos del mito?
¿Escribiría un relato kafkiano en el que, sin embargo, un hombre logra cumplir su objetivo y penetra en el castillo y camina por sus galerías y come allí (en pulcras bandejas plásticas) y poco a poco toma el hábito de jurar sobre el rubor de su carnet y es felicitado por sus ademanes y por su obsecuencia y por su capacidad para ser feliz y para decir las oraciones reglamentarias y es investido con las insignias de la fe y es entonces dotado con la facultad de ver y escuchar cosas y más adelante con la posibilidad de hacer y ordenar determinadas cosas y luego, un día, comienzan a salirle forúnculos en ciertos lugares secretos y las llagas pronto empiezan a supurar…?
¿Intentaría mi amigo la novela total, una invención radicalísima que contuviera estas y otras muchas posibilidades y que comenzara, por ejemplo, en la paz de una tarde en que ocurre un suceso probablemente definitivo: alguien ve a una muchacha; se queda mirándola absurdamente y casi pierde (no la pierde pero casi) su estación de Metro; cuando baja del tren aprieta sus puños y en ese momento, antes de internarse en la jungla que es Caracas, elimina -sin sospecharlo- la grabación en que Ricardo Piglia decía algo sobre la violencia en la literatura hispanoamericana actual?
Si la novela en el pensamiento es un cadáver los escritores tendrán el difícil arte de la resurrección. Llenar de carne los huesos, de olores el hedor, no debe ser tan fácil. Con tanta historia por contar debería hacer su propio muerto usted Adonis, amigo mío.