La partida infinita

Quizá yo tenga un problema. Si abren una embajada estadounidense en La Habana, y su reverso en Washington D.C., no me siento derrotado ni vencedor. Y ya las abrieron…

Sin embargo, al parecer mucha gente ve izarse las banderas y automáticamente se descubre, de un modo u otro, ganador o perdedor. (O no automáticamente, es algo que tal vez venían experimentando desde el 17D).

Mientras los “ganadores” se muestran exultantes, imagino que habrá algunos de esos “perdedores” que se sienten traicionados por los suyos, alevosamente burlados por el giro de los acontecimientos.

Hay, en una costa y otra, quien estrena ropajes de conciliador porque eso es lo que dicta ahora cierta coincidente corrección política.

Hay, también, gente esperando que uno se aliste en alguno de estos bandos sentimentales.

Por supuesto, nadie espera nada de mí en particular. Y es por eso que escribo esto.

Además, porque sospecho que también hay gente –una sarta de inadaptados, supongo– que coincide conmigo.

Yo me siento bien, complacido, pero sin la necesidad de colocarme arriba o abajo, sin prurito alguno de declararme triunfador o fracasado con respecto a ese proceso que es el deshielo y ese asunto puntual que es la reapertura de sedes diplomáticas. Profeso una esperanza escéptica, practico un escepticismo esperanzado. Bienvenidas las embajadas, arriba las banderas, y ya veremos.

Creo que el cambio de status de esos edificios en una y otra capital –sin duda, un momento relevante, simbólico como pocos– no resulta más que un lance del medio juego entre Cuba y Estados Unidos. Y es eso, precisamente, porque la partida es infinita.

Sabemos que el pulso entre los dos países ahora comenzará a dirimirse por otros medios –preferibles hoy por hoy– no solo porque lo hayan dejado claro ya ambos gobiernos, sino porque lo que mueve la partida es, en última instancia, algo mucho más esencial que la política nuestra de cada día, algo incombustible, que no se quema ni se gasta.

Lo que define la tensión (inversamente proporcional a la mutua cercanía) entre los dos países es el respectivo empeño en ser lo que han devenido. Digámoslo pronto y mal porque tal vez yo jamás sepa decirlo sosegadamente y bien: si Estados Unidos ha terminado siendo una nación grandiosa, admirada, odiada y temida, un imperio donde los haya (y no habido otro igual), con una vocación natural para expandir su influencia y sus valores, con una voluntad de poder que es a la vez la piedra de toque de su genio innovador, de su energía vital, y de su sombra letal…; si Cuba, gracias o a pesar de todo, ha llegado a ser Cuba, un pedazo de tierra y humanidad distintos en el mar, nada del otro mundo pero sí algo irreductible a cualquier otra cosa, un país que también se ha hecho a sí mismo (como suelen decir allá), mal o bien, y que se ha hecho en buena medida en el fragor mental y físico de la propia partida bilateral…; si tenemos en cuenta todo eso, no solo veremos que el juego se anda jugando hace mucho tiempo, sino que, además, ya se ha vuelto interminable.

(A no ser, claro, que usted tenga en mente un improbable zafarrancho nuclear).

Sabido esto, lo que hacemos ahora es adentrarnos en otro pasaje de ese ajedrez existencial, el cual resulta una vez más –según lo veo yo– tan prometedor como amenazante. Todo depende de cómo sepamos capitalizar (acaso nunca mejor dicho) las oportunidades y sortear las inconveniencias que surjan de esta relación más distendida; de cómo la integremos a un proyecto que garantice un país mejor.

La palabra correcta para la nueva situación es desafiante. Y hay otras: estimulante, alentadora, inquietante, sinuosa…

Esas socorridas historias sobre vencedores y vencidos son apenas fragmentos tejidos a conveniencia de algunos, redomadas ficciones que esconden la dialéctica general de los hechos. Incluso esa disputa que tanto nos atañe –a nosotros, en este atolón de experimentos históricos–entre socialismo y capitalismo es solo una parte y no el todo de la cuestión bilateral.

Pero es siempre difícil abarcar la totalidad del fresco y entonces uno suele centrarse en los detalles. Y de ese modo por estos días todos se fijan en el pasaje de las embajadas y unos aseguran que la resistencia moral y la astucia de la ínsula doblegaron al Imperio, mientras otros proclaman que la fortaleza sitiada ya cayó y que, al cabo de medio siglo, solo hizo falta que Obama demostrara su “buena voluntad”, se vistiera de Judas, y lanzara un beso a través del Estrecho para que el “pecado original”, nunca desyerbado del todo, volviera a enmarañar a Cuba: y eso es lo que viene llegando, dicen.

Cada argumento se sostiene muy bien en su propia lógica, cada una de esas verdades aparentemente opuestas tiene lo suyo, pero se trata en ambos casos del fruto in vitro de reducciones al absurdo que excluyen las razones intermedias. Propaganda, falacias arrojadizas en medio de la refriega política. Todo siempre es mucho más complejo. O yo espero que lo sea.

Por último, hagamos el ejercicio inverso y fijémonos en la microscópica vida de cualquiera en el Cerro, Centro Habana o Pinar del Río. Frente al televisor, ese hombre común (que soy yo mismo) tal vez se pregunta qué gana o qué pierde, en la concreta, con todo este asunto del deshielo y las embajadas. ¿En la justa ideológica, mientras digiere el bocado simbólico que fulgura en la pantalla, se siente victorioso o derrotado…? Por ahora la cosa sigue igual en el agromercado y en la parada y en su bolsillo.

No olvidemos a este tipo, porque él también juega una partida infinita.

 

*La foto de portada participó en el concurso Lazos, promovido por la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana, hoy embajada. Disponible aquí.

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