La idea de pueblo no se refiere solo a un conglomerado nacional, como el “pueblo cubano” o el “pueblo islandés”. Desde el punto de vista político, el concepto de pueblo reconoce diferencias sociales, y se cuestiona las formas de dominación nacidas de esas diferencias, que segregan ciudadanos de no ciudadanos, o ciudadanos de primera y segunda.
Por su parte, sociedad civil no es, sin más, “sociedad” o “conjunto de la población”. Sociedad civil es el conjunto asociado de los ciudadanos. Sin embargo, la ciudadanía, cuando supone ejercicio material de derechos y de disputa de poder, es siempre un bien escaso.
La sociedad civil no reconoce como punto de partida las desigualdades sociales existentes, pues opera como si ya existiese una comunidad universal de ciudadanos “iguales” entre sí.
Su concepto alude a movimientos organizados, intelectuales, mercado, empresariado, sistemas de prensa, actores privados o sociales. Como idea, resulta poco sensible para captar las asimetrías de los actores sociales en la producción de lo político.
Dicho esto, me pregunto, ¿el concepto de sociedad civil es el más pertinente para explicar los campos de conflicto existentes en Cuba? Tal contexto, desde el punto de vista clasista, parece desbordar la capacidad explicativa de la sociedad civil, para hacer acudir a la noción más radical de pueblo.
La base social del pueblo vs la sociedad civil
“El pueblo unido jamás será vencido”, se coreó en una protesta en la localidad de Nuevitas (2022), como ocurrió también el 11 de julio de 2021 (11J). La denominación oficial de “vándalos” y “delincuentes” para los protestantes de ese día, cuya mayoría exigía ciudadanía a partir de la demanda de representación e inclusión autodeterminadas, muestra también el contenido de la ciudadanía como bien escaso.
El “pueblo” no es un dato de la estructura social sino un acto de institución, de creación política. Gramsci describió al pueblo, en el marco de sentido de “lo plebeyo”, como “el bloque social de los oprimidos”, opuesto al “bloque histórico” en el poder. En esta perspectiva, la única sede del poder político es la comunidad política: el pueblo.
Una zona fundamental de la base social que se reclama como pueblo en Cuba es el “precariado”, “el hecho sociológico central de la Cuba post-soviética”, como ha sintetizado el sociólogo Emilio Santiago.
La reproducción social de la vida de este precariado (tanto trabajadores informales, como “luchadores”, como trabajadores formales con ingresos insuficientes y necesidad perentoria de “búsqueda”) sufre de modo más agudo la retirada del Estado que viene experimentándose desde los 90 en los campos de la provisión de servicios y recursos.
A la vez, es una zona social que no cuenta con autoorganización, ni con representación política institucionalizada ni con lugar en la “sociedad civil”.
Otra razón podría explicar, si es que mi lectura es correcta, la mutación en los usos del concepto de sociedad civil en Cuba.
En los 1990, cuando apareció el término en el país, se empleó por buena parte de discursos críticos, desde un formato liberal, como mera oposición al Estado. Por ello, funcionarios de importancia del Estado cubano reaccionaron con frases, celebérrimas entonces, tales como: la sociedad civil es “gato por libre”, o es un “caballo de troya del imperialismo estadounidense contra la Revolución cubana”, frases que revelaban la predisposición oficial al énfasis que ese concepto hacía en el asociativismo.
Sin embargo, perspectivas teóricas más recientes pueden explicar por otro lugar algunos comportamientos políticos cubanos. Para enfoques institucionalistas, a la manera de Fred Block y Peter Evans, el Estado y el mercado no son modos diferentes de organización de la actividad económica, sino esferas mutuamente constituyentes.
Desde este ángulo, una zona del “cuentapropismo” cubano reclama contribuir a esa relación, al tiempo que exigen autoorganización y reconocimiento en igualdad de condiciones por parte del Estado. El suyo es un discurso de complementación, y no de oposición, entre sociedad civil y Estado.
Por otra parte, el uso actual de nuevos repertorios políticos impugna la noción liberal de antagonismo como forma exclusiva de relación entre sociedad civil y Estado. Un ejemplo de esos repertorios son las nuevas prácticas de activismo legal, o movilización legal, que registran disputas por el calendario legislativo aprobado tras la Constitución de 2019, y en particular, contiendas por la ley de Amparo de los Derechos Constitucionales, sobre Derechos de manifestación y reunión, y desde antes, sobre Cine y sobre Comunicación Social. En este horizonte se encuentran las crecientes denuncias ante instituciones estatales de comportamientos policiales ilegítimos.1
Este activismo crítico supone un reconocimiento del Estado que lo entiende como campo de disputa: habilita posibles espacios de coordinación/confrontación con el Estado muy distintos a los que permitía aquella oposición entre sociedad civil y Estado, tan de los 1990 y de su escenario de hegemonía capitalista de posguerra fría.
En 2019, tres temas fueron acogidos por el discurso presidencial en la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP): el racismo, el maltrato animal y la violencia de género. “Temas trascendentes por su alta sensibilidad”, dijo entonces el presidente Miguel Díaz-Canel. Tal reconocimiento no hubiera sido posible sin la performance sostenida de militancias sociales como el feminismo, el antiracismo y los promotores del bienestar animal.
Todo cambia, no solo la sociedad civil
No es solo la sociedad civil la que experimenta y expresa cambios. Lo ha hecho también el gobierno y el discurso estatal en Cuba.
En los días inmediatos al 11J, Miguel Díaz-Canel dio la “orden de combate” —un llamado a la respuesta paraestatal a enfrentar en la calle las protestas. Sin embargo, a continuación, por un tiempo limitado, el Gobierno manejó un lenguaje más conciliatorio y llamado a la solidaridad, la unidad y la paz.
Como parte de ese camino, se promovió un lenguaje político sobre lo revolucionario como una erótica revolucionaria del amor —recuérdese la consigna “Ponle corazón”— y un tipo de ética familiar y doméstica (el amor entre el presidente y su esposa, continuamente subrayado en redes sociales, como metáfora del amor nacional contra el odio antinacional) que tenían muy poco que ver con los lenguajes producidos hasta ese momento por el poder oficial en Cuba, indicaban nuevos derroteros discursivos, y no reconocían cómo suponían otras direcciones ideológicas.
No obstante, un año después ese contenido cambió a su vez: el discurso oficial celebró una victoria contra el intento de “golpe vandálico”. En esa relectura, no hubo protesta pacífica ni legitimidad alguna en las protestas.
Esa relectura operaba en un escenario con memoria social del debate sobre la Constitución de 2019, que usó como nunca antes desde 1961, el término “República” y que observó cómo el anteproyecto constitucional había suprimido el término “comunismo,” que al final quedó en el texto constitucional.
Al unísono, Díaz-Canel había llamado el 11J a los “revolucionarios, y específicamente, a los “comunistas”, “al combate”. El Estado cubano podría ser así, como ha dicho el ensayista Iván de la Nuez, “un Estado comunista obligado a gobernar, satisfacer y representar a una sociedad que ya es también postcomunista”.
El mismo Estado se ha visto obligado a impulsar medidas liberales en el socialismo. En ello, el papel dado al mercado y la propiedad privada en el actual esquema es muy diferente al que se otorgó nunca en Cuba desde los 1960.
Pueblo y movimientos sociales
Es apreciable una dinámica política en Cuba que acaso se conecta, aunque con muchas diferencias de escala, con las dinámicas globales propias de los movimientos sociales. En tales movimientos, las demandas de identidad no se alinean solo en el eje de izquierdas y derechas, sino que son transversales a distintos actores.
El Gobierno cubano parece no saber cómo lidiar con ello ni cómo procesar esa complejidad, declarando que todo se dirime entre “revolucionarios vs contrarrevolucionarios”.
El Estado responde a tal conflictividad con repertorios diversos: estigmatización y exclusión, tokenismo (hacer pequeñas concesiones a grupos minoritarios para evitar acusaciones de prejuicio y discriminación), cooptación del tema y borrado de autores (hace suyo el tema y no reconoce de dónde viene ni quién lo impulsó), como también recoge problemas señalados por la sociedad civil y les otorga mayor relieve estatal, como ha sucedido con los temas mencionados de la violencia de género y el racismo, que cuentan con programas nacionales de atención, aunque su eficacia práctica, y sus tiempos de ejecución, son bastante cuestionados.
Parte de la oposición política, a su vez, también reduce problemas sociales defendidos desde la sociedad civil al enfoque de “todo contra el Estado”. Un ejemplo reciente es el debate sobre el Código de las Familias (2022), y su rechazo por parte de opositores que consideran que el “problema fundamental” es no reconocer al Estado cubano, por encima de derechos de comunidades como la LGTBQ+, movimiento que ganaba espacios y recursos concretos con ese Código.
En respuesta a ese marco, la socióloga Cecilia Bobes ha sugerido combinar esquemas analíticos de la literatura “clásica” de los movimientos sociales con reflexiones y conceptos provenientes de algunas contribuciones latinoamericanas recientes, que atiende tanto a la relación contenciosa como a los procesos de negociación con el Estado.
Bobes recuerda que en un sistema de partido único, sin competencia electoral, con derechos de asociación y manifestación muy limitados, los activistas se ven motivados a interactuar no contenciosamente con el Estado.
No obstante, cuando esa estrategia es limitada y produce más cooptación que influencia, también se puede neutralizar la intensidad de las demandas. Esto parece ser una de las razones, observa también Bobes, para la emergencia de un activismo más independiente, por ejemplo, en el caso racial, en que posiciones antirracistas se distancian del activismo antirracista con vínculos con lo estatal, y en posiciones feministas, que hacen algo parecido respecto a las organizaciones oficiales que trabajan en ese campo.2
En todo caso, apostar por una nueva legitimidad, basada en la calidad de la performance institucional, y por la profundidad de la inclusión política que genere, parece la mejor alternativa en el actual contexto.
Una cuestión relacionada es la pregunta por si el Estado cubano sabe, quiere y puede encarar esa vía. Otra, es cómo la dinámica futura de los acontecimientos empujen la balanza de la relación entre sociedad civil y Estado hacia la complementación, o hacia el antagonismo de tipo disruptivo.
Notas:
1. Ver por ejemplo, las denuncias de la historiadora Alina B. López Hernandez y de la transactivista Mel Herrera.
2. Lo hacen, por ejemplo, el colectivo de la revista Afrocubanas y el proyecto Yo sí te creo.