Es habanera, modelo 1977. Se graduó en el 2000 de Diseño Informacional en el Instituto Superior de Diseño (ISDi), prestigioso plantel habanero. Desde entonces ha desarrollado su carrera en instituciones estatales relacionadas con la cultura y, de un buen tiempo a esta parte, como creadora independiente.
Laura no está próxima a cumplir 50 años. Tampoco ha ganado un premio recientemente. Ni se ha visto envuelta en alguna de las tantas polémicas tronantes de estos días. Hace excepcionalmente bien su trabajo, y eso es motivo suficiente para despertar el interés del periodista.
Madre de dos hijos, esposa de Pepe Menéndez, diseñador de referencia en Cuba, su casa art déco de El Vedado es, además, un laboratorio donde se diseñan, a un tiempo, varios libros de artistas. Cada uno por separado y a dúo han llegado al estado ideal en que no tienen que salir a buscar clientes; son ellos los buscados. Laura, al igual que Pepe, pertenece a esa rara especie en el ecosistema cubano que dan soluciones en vez de problemas. Se involucra en los proyectos de manera visceral, los asume con entusiasmo responsable, se deja ganar por la alegría de contribuir a crear objetos útiles y bellos, de gran significación cultural.
¿Cómo, por qué ingresas al ISDi? ¿En tu caso se puede hablar de una “correcta” orientación vocacional? ¿Te interesaban particularmente las artes visuales? ¿Propició o decidió tu ambiente familiar la inclinación por el diseño?
Siempre me gustó dibujar y se me daban bien las actividades manuales y las cosas que implicaran creatividad. Lo disfrutaba mucho desde chiquita. Mi familia propició que asistiera a talleres y círculos de interés de artes visuales, y me encantaba.
También me gustaban muchas otras cosas, en aquella época había círculos de interés de todo. Aprendí a cuidar terneros, a ordeñar vacas, a organizar un museo, a ser camarera de restaurante, a crear efectos de sonido para la radio, a decorar cakes… Pero los talleres de artes plásticas me agradaban más.
Sin embargo, siempre entendí todo esto como diversión, como pasatiempo… Supongo que en parte porque mis padres eran profesores de Química de la universidad, pero también porque la enseñanza regular insistía en que el camino más codiciado debían ser las carreras universitarias “convencionales”.
Cuando estaba terminando la secundaria supe que una amiga había hecho los exámenes para estudiar en una academia de artes plásticas que se llamaba San Alejandro. Me sentí algo timada, porque no tenía idea de que eso se pudiese estudiar “en serio”. Pero eso fue fugaz, seguí por mi caminito.
Conocí que existía el ISDi cuando casi tenía los exámenes de ingreso encima, en doce grado. A pesar de que llevaba como diez años de creada en Cuba, la carrera de Diseño apenas era conocida en esa época. No pasaba como ahora, que no solo es conocida, sino también codiciada.
A esas alturas no tenía claro aún lo que iba a estudiar, solo sabía que iría a la universidad. Mis preferencias eran muy disímiles, y creo que eso habla de que no tenía una vocación demasiado definida. Pensaba en opciones tan distantes como Arquitectura, Psicología, Microbiología y Matemática. Debo admitir que por ninguna de ellas me inclinaba con demasiada intensidad. Cuando me explicaron lo que hacía un diseñador, finalmente comencé a sentir que tenía una vocación clara para algo.
El proceso fue un tanto vertiginoso; nunca terminaré de agradecer por haber tenido una madre que se involucraba con mi vocación y con mi futuro con toda seriedad.
Llegué de la beca donde estudiaba el Preunversitario un viernes de pase, diciendo que existía una carrera “que se llamaba Diseño, que era de crear cosas y que había que saber dibujar”. Mi madre me escuchó, y unos días después me puso delante de un profesor del ISDi; que obviamente no tenía guardado en una gaveta de la casa, o sea, que lo buscó hasta que lo encontró. Él me explicó lo que es la profesión del diseñador. Y ahí me enamoré, hasta hoy. ¡Del profesor no! De la carrera. Los exámenes de ingreso, que entonces eran solo de aptitud, fueron intensos y difíciles. Dos días completos de pruebas y pruebas, algunas de ellas eliminatorias. Ninguna se parecía a lo que estábamos acostumbrados. Había que demostrar cosas que no estaban relacionadas con la capacidad de razonar, memorizar, repetir…, sino con habilidades y talentos. Fue al mismo tiempo muy divertido. Cuando me fui, después de la última prueba, lo hice con la convicción de que si no me admitían ese año, lo intentaría tantas veces y por tantas vías como fuese posible, porque esa profesión era la mía. Me admitieron, me salvé.
¿Cuando entraste tenías noción de lo que era el diseño informacional? ¿Qué representó la escuela en tu desarrollo? ¿Cuáles son tus recuerdos más gratos del Instituto en tu época de estudiante? ¿Qué aspecto te hubiera gustado que fuera distinto?
Tenía una noción superficial de lo que era el diseño informacional dentro del resto de las especialidades. Por suerte, el primer año era común para todos, solo a partir de segundo se estudiaba informacional o industrial. Los ejercicios de primer año estaban dirigidos también a que comprendiéramos la diferencia. A mí me gustaban los dos, pero se me daban mejor los que eran de tendencia informacional.
Por una parte, imaginar cosas en el espacio no era mi fuerte; por otra, me fascinaba la comunicación, los mensajes. Un diseñador trabaja con la función que tendrá su objeto de diseño. En el caso de las piezas de diseño informacional, una parte importante de esa función es la comunicación. Eso me gusta.
La carrera no me resultó fácil, sobre todo al inicio. Los primeros meses fueron duros. El cambio de modo de aprendizaje me costó. No se trataba de hacer lo que hasta entonces había hecho y me había salido bien: atender a clases, leer las materias, hacer los ejercicios, demostrar conocimientos en un examen escrito…
El aprendizaje de una profesión con un componente artístico implica otras formas, mucho taller, horas de creación y de realización, mucho conocimiento de uno mismo, de los ritmos, de los ánimos y su influencia en los resultados creativos. Y también mucha capacidad de tomar de todas partes y combinarlo todo, de estar siempre observando, generando, pensando, involucrado con el proyecto. Un artista está todo el tiempo creando, o acumulando experiencias para crear luego con ellas. Es inevitable.
A pesar de eso, tuve la fortuna de disfrutar mucho mientras aprendía, y esa experiencia fue la más valiosa de esos años para mí, el disfrute. Aun así, hubo miles de cosas que me habría gustado aprender y no aprendí. Con 20 años no se tiene la madurez para estar claro de que todo lo que te están dando es un arsenal invaluable. Tampoco se contaba con los recursos materiales ni humanos para enseñar todo lo útil o necesario. Y el diseño no es solo arte y mensaje; tiene que poder producirse, ser rentable, durar, contaminar lo menos posible, ser óptimo. También hubo habilidades que pude haber adquirido y no adquirí. La ilustración es una de ellas. Detrás de mí vino una ola de ilustradores que comenzó más o menos con el grupo creativo Camaleón. El profesor que lideró ese grupo, Nelson Ponce, fue mi colega de estudios. Él era un par de años mayor que yo (y sigue siéndolo), con lo que no fue mi profesor de segundo o tercer año, que es cuando se da ilustración. Entonces no coincidí con ese fenómeno, que me habría encantado y, probablemente, influido como profesional. Pero sostengo que el ISDi fue una escuela excelente. Allí aprendí a ser diseñadora, y aprendí que uno no deja nunca de aprender.
Durante seis años enseñaste tipografía y diseño básico en tu alma mater. ¿Guardas un buen recuerdo? ¿Qué decidió que abandonaras el magisterio? ¿Estás dispuesta a retomarlo?
La experiencia como docente fue hermosa. Guardo recuerdos lindos. Creo que fui profesora, básicamente, por dos motivos. Primero, porque tenía una especie de deuda con el Instituto, con los estudiantes que vendrían detrás. Era correcto y justo entregarles una parte de lo que había recibido. Segundo, porque mis padres eran profesores, y de algún modo heredé esa necesidad de compartir lo que sé. Al final, ambas razones son más o menos la misma, algo que está en mí.
Descubrí, además, lo hermoso que es aprender enseñando. La responsabilidad de enseñar me obligaba a estudiar mucho, a entender mejor las cosas que antes había entendido más o menos, y a buscar respuestas para preguntas que probablemente nadie me haría. Tenía casi la misma edad de mis alumnos, y había estado en su posición apenas unos años antes. La relación era muy orgánica; sentía que yo era útil para ellos a la vez que ellos eran útiles para mí.
Sin embargo, cosas “terrenales” me pasaron factura y me llevaron a decidir apartarme. Estructuras burocráticas, disposiciones absurdas y una remuneración económica que resultaba insuficiente para sostener una casa con dos niños me llevaron a poner una pausa en el magisterio que nunca volví a quitar. Me gustaría volver a dar clases, pero siento que las razones que me hicieron dejarlo siguen ahí.
Tuve una experiencia entrañable cuando mis hijos estaban en primaria. Para ellos y sus grupos fui profesora de algo a lo que nunca le puse nombre. Era artes plásticas, creatividad, “inventadera”, juego, todo a la vez. Los programas los armé a partir de lo que ellos necesitaran, disfrutarían o les sería útil, y considerando los objetivos de aprendizaje de los años que cursaban.
En sus escuelas me abrieron las puertas y yo iba una o dos veces al mes a compartir ejercicios de creación y aprendizaje. No cobraba nada, por supuesto, y las más de las veces tenía que hacer malabares con mis tiempos de trabajo para liberar la tarde que correspondía a mis clases. Fue fabuloso. Trabajar con y para niños es una de mis mayores pasiones.
He tenido la oportunidad de trabajar con egresados del ISDi, y en todos he notado un alto nivel profesional. ¿Es casualidad o, por el contrario, es una escuela que se equipara a otras muy prestigiosas a escala internacional?
Pienso que el ISDi es un instituto de diseño de buen nivel internacional. Se nota por la presencia de cubanos entre los premiados en certámenes internacionales, o entre los jurados, o en exposiciones, y al comparar lo que los cubanos proponen y lo que proponen los de otras naciones. También al conversar e intercambiar con profesionales formados en otros países, compartir talleres con ellos, atender a bienales donde cubanos y no cubanos imparten conferencias sobre lo que hacen. Y, por último, al comprobar que la mayoría de los diseñadores formados en el ISDi tienen éxito en la profesión cuando se mudan a otros países.
Conozco diseñadores cubanos que han sido directores creativos en empresas transnacionales, que han tenido responsabilidades importantes en universidades y eventos, que fundan empresas, y estas son buenas y exitosas… Y estoy hablando de países desarrollados, con infraestructuras complejas, donde el diseño es valorado y respetado.
Lamentablemente, ese talento se nota cada vez menos aquí. El éxodo de profesionales jóvenes retumba en la sociedad toda, y la comunidad de los diseñadores no se salva. He pasado veintidós años de graduada viendo partir a muchos colegas, pero en los últimos años la tendencia sube con clara aceleración. Prácticamente, no conozco a ningún diseñador joven, de los que en algún momento he identificado como “recién graduado prometedor”, que permanezca aquí más que un par de años. Se van.
¿En nuestra sociedad hay una cabal comprensión de la importancia del diseño? ¿Los decisores, a diferentes niveles, emplean lo suficiente las potencialidades de los diseñadores?
Nuestra sociedad está poco educada en cuanto a la importancia del diseño. La mayoría de las personas piensa que el diseño es “poner las cosas bonitas”, que luzcan cool, que fluyan en lo trending.
La importancia de la función del objeto de diseño –sea este un libro, un encendedor, una billetera, un bisturí, una campaña educativa–, la capacidad de este objeto de ser “usado” de manera óptima, cómoda, conveniente, no suele ser mencionada cuando se habla de la responsabilidad de un diseñador en la creación del objeto. Tampoco se habla de la importancia de que el objeto sea resultado de un proceso optimizado, en el que se desperdició lo menos posible, o se eligió lo más duradero o adaptado a nuestras condiciones climáticas o culturales, por encima de lo más brillante o lo más parecido a como lo hacen los yumas.
En este universo de comprensión limitada entran muchos de los decisores, desde ministros o responsables de alta jerarquía hasta administradores o directores locales. En los terrenos de la cultura y de lo privado es donde con más frecuencia se encuentran las mejores soluciones de diseño, y pienso que esto significa que ahí hay una comprensión mayor de lo que el diseño vale y es. Pero falta, falta mucho.
¿Te gusta el trabajo multidisciplinario? ¿No es conflictivo tener que confrontar constantemente las ideas con un equipo de colegas de especialidades diversas?
Me gusta muchísimo. Tiene sus partes buenas y malas, pero me quedo con las buenas. Somos seres sociales, evolucionamos para cooperar productivamente. Cuando un grupo de personas que tienen capacidades y herramientas diversas se articula en función de lograr algo, el resultado viene siendo como un acto de magia.
Aprendo mucho con cada proyecto en equipo. Es muy reconfortante ver cómo todo se arma, y descubrir en el resultado lo que uno sabía y puso, y lo que uno no sabía y pusieron los otros. Por supuesto, a veces me cuesta acoplarme a los métodos o los ritmos de los otros, pero también intento aprenderlo. Ser versátil y abierto es una habilidad para la vida. Claro, también a veces aprendo qué tipo de trabajo no quiero volver a hacer, o con qué tipo de persona no quiero volver a trabajar.
Supongo que la interrelación con los artistas para los cuales has trabajado en el diseño de sus libros ha sido, en términos generales, enriquecedora. ¿Qué aspectos positivos has obtenido del intercambio? ¿Es complicado trabajar con artistas? ¿Son “seres especiales”?
La interrelación con artistas ha sido muy enriquecedora. Cuando salí del ISDi sostenía que el diseño no es arte. Eso aprendí. La práctica de la profesión me ha mostrado que sí lo es, aunque tiene zonas que no son arte en lo absoluto, y son tan diseño como otras (y esta es una polémica sin fin). Trabajar con artistas me ha ayudado también a comprender eso.
La mayor parte de mi experiencia profesional ha sido diseñando libros y catálogos de artes visuales. Podría pensarse que los artistas son caprichosos o majaderos, pero doy fe de que no necesariamente es así. Al contrario, he identificado al menos dos ventajas de diseñar para ellos. Una es que se expresan con imágenes y dominan este mundo. Eso hace más fácil la comunicación. Entienden de color, de composición, de formas. Tienen un feeling para comprender lo que intento proponerles. La otra es que, como son creadores, abordan con respeto la creación del otro, algo imprescindible para un resultado favorable.
El diseño casi siempre es la respuesta a un encargo, pero es una respuesta creativa, que emana del talento, de la experiencia y la entrega del diseñador, y depende mucho de la comunicación entre el diseñador y quien encarga. Con los artistas esta comunicación suele fluir muy bien.
¿Cómo es crear y convivir con un diseñador que, además, es el padre de tus hijos?
Es muchas cosas, pero, por sobre todas, es cómodo. Nos queremos y nos gusta hacer cosas juntos. Obviamente, muchas más cosas que diseñar, pero diseñar es una de ellas. Todo fluye. Hablamos de que el artista está siempre con una parte del cerebro en su creación. Me pregunto cuán exasperante podrá ser convivir con un artista sin serlo, y lidiar todo el tiempo con el hecho de que esa persona pase parte del tiempo en un mundo paralelo. Conozco parejas de diseñadores que no se llevan muy bien trabajando juntos.
Pepe y yo nos llevamos muy bien, pero es que nos llevamos bien en general. Aun así, no compartimos todos los proyectos. De hecho, son más los proyectos que hacemos por separado que los que hacemos juntos. Hay personas que nos perciben como un equipo, y lo disfrutamos. Hay otras que prefieren trabajar con uno o con el otro, y lo disfrutamos también. Una de nuestras fortalezas es conocer eso y obrar en consecuencia. Pero, a pesar de que siempre fue cómodo trabajar juntos o trabajar en lo mismo, no siempre fue sencillo.
Al principio, me encontré lidiando con un reto que, confieso, no preví. No se trata solamente de que Pepe Menéndez, mi compañero de vida, sea un diseñador gráfico también. Es que es un diseñador gráfico excelente, reconocido, con un prestigio bien ganado que ya tenía cuando nos conocimos.
Hay una diferencia de más de diez años entre nosotros. Era una recién graduada con muchas ganas de hacer, de comerme el mundo, como suele pasar con los jóvenes. Él era un diseñador establecido y respetado. Si sumamos que él es el varón y yo la hembra, ahí tenemos la fórmula lista. El machismo que atraviesa nuestra sociedad le puso buena sazón al asunto. De pronto, era “la mujer de Pepe Menéndez”.
Eso me abrió varias puertas. Lo acepté y lo celebré, aunque a veces a uno le reconforta más abrir las puertas por sí mismo. Pero el punto es lo que significó trasponer esas puertas con la carga de ser una mujer, “la mujer de”. No quería ser la mujer de nadie, profesionalmente sobre todo, pero me arrimé a un “alguien”, y me tomó años y energía llegar a que me reconocieran sin asociarme antes con él. Varias cosas me ayudaron. Una fue identificar nuestras diferencias como creadores y nuestras fortalezas como equipo. Hay cosas que Pepe sabe hacer bien y yo no. Hay otras que sé hacer mejor que él. Y hay cosas que nos salen bien porque las hacemos a cuatro manos y dos cerebros.
Además, fue muy bueno sentir desde el mero inicio su reconocimiento y su respeto hacia mi trabajo. Me dio ánimo cuando era muy inexperta, y sigue dándomelo veinte años después, cuando me siento abrumada o agotada. Es imprescindible admirarse mutuamente para que un conjunto de dos sea una pareja; y es, para mi fortuna, uno de los primeros check marks que hago cuando describo la nuestra.