Luego de medio siglo de disidencia radical, parece que finalmente hay en Cuba un plan para una reconexión in extenso con el mundo, vale decir, con la modernidad hegemónica. No tenemos los detalles (nunca tenemos los detalles), pero ya se ha avanzado algo aquí o allá. Y eso sí, el curso de los acontecimientos varió sensiblemente en diciembre último con el armisticio entre Washington y La Habana.
Hay un plan, o no. No existe certeza al respecto. En todo caso sí sabemos que el poder ha venido reaccionando desde hace unos años a esa condensación de frustraciones existenciales, infortunios cotidianos e influencias externas de contrabando que catalizó la crisis de los 90.
Pudiera decirse que la política aperturista –jalonada por obvias timideces como la telefonía celular pública, el franqueo de los hoteles al turismo nacional, la entrega de tierras ociosas, la compraventa de autos y casas, la eliminación de barreras para viajar, pero también por la venia al sector económico privado, la Ley de Inversión Extranjera y la aún conjetural masificación de Internet– intenta lidiar con una especie de síndrome de abstinencia generalizada tras medio siglo de aguante espartano y frugalidades materiales e ideológicas que, para muchos, solo desembocaron en extenuación física y moral.
Claro que algo de eso hay. Pero si eso fuera todo, apenas la instalación de válvulas para “sacar presión a la caldera”, sería todo muy mezquino. En esta encrucijada, los cubanos de todas partes seguramente apostarían –si alguien les preguntara- por una participación activa en el diseño de la hoja de ruta nacional. El desafío consiste en determinar qué se conserva y qué se injerta (el verbo es de Martí) para desembarcar al fin en la próxima Cuba.
Por lo pronto, ya hemos vuelto a vivir –más allá de las carencias achacables al subdesarrollo estructural, al bloqueo, al estoicismo político, al capricho de los dioses…– aquella otra precariedad incesante que describió Carlos Marx y retomó Marshall Berman.
“Ser modernos es formar parte de un universo en el que (…) ‘todo lo sólido se desvanece en el aire’”.
Asistimos al espectáculo de lo sólido disolviéndose en el aire… O al menos fragmentándose.
En este país quemamos incienso en el altar del video clip. El “paquete” por antonomasia es aquí una pequeña e inasible galaxia de ceros y unos que se renueva cada pocos días. Los ciclos de consumo se han disparado a un ritmo desigual, mientras la libreta de abastecimiento se transforma en un fósil sobreviviente del Cretácico o del Paraíso Perdido (según usted elija).
David Copperfield, el famoso ilusionista, se nos antoja un niño de teta. Ya sabíamos que un ingeniero podía transformarse en taxista y una federada en “jinetera”. Con solo un pase de magia, Iván ahora puede ser Ivonne y viceversa. El presidente de Estados Unidos es desde hace unos meses un hombre decente (¡!).
Se ha ido operando un cambio en la sensibilidad social. Creo que hay un regreso a los instintos, a lo más atávico del inconsciente, un olvidarse de todo en la taquicardia del reggaeton. Quizá en protesta contra cierta disciplina monástica que hemos padecido. Pero sobre todo uno siente, al menos en la ciudad, un hambre de cosmopolitismo y modernidad. La Habana, diría, se extraña a sí misma y se busca, a tientas, hacia adelante.
La gente va mudando el cuero uniformado del colectivismo a ultranzas por cómodas pieles a la medida de sí misma; a veces, por disfraces rocambolescos o mallas de burdel y, según también hemos visto, por harapos y lamentables pelajes de “lobo del hombre”.
Hasta la propia retórica oficial en Cuba –donde la Revolución imaginó una modernidad alternativa- remite a una puesta en hora de la nación y utiliza, esquivando el término “reforma”, la idea de “actualización” económica como interfaz para acoplarse de un modo más efectivo a la modernidad realmente existente.
En medio de este lance histórico, en esta lucha de contrarios entre lo sólido y lo gaseoso, entre los nuevos aires y el heroico balón de oxígeno revolucionario, entre la proclamada solidez de los principios y la empaquetada solidez del mundo, no faltan ni faltarán las víctimas colaterales. Aquellos que no son portadores del cambio y que se irán descubriendo incapaces de adaptación. Gente que tal vez esté ahora mismo en vías de una defunción cultural y material debido al vértigo atroz (para ellos) de las mudanzas simbólicas y a la reescritura de las reglas del juego social.
Las autoridades han asegurado que los principios no se negocian y han prometido que no habrá “terapias de choque”, pero cualquiera sabe que toda evolución de esta magnitud –como toda revolución– implica un peaje humano.
Cuba puede ser lo mismo un mejor que un peor lugar a la vuelta de unos años, y por eso algunos creen que la responsabilidad sobre su futuro debería socializarse.
Cierto que el hombre común es, inevitablemente, parte de toda transformación a escala social. Pero eso, en estos días, más bien ocurre de modo inconsciente y solo de vez en cuando uno repara, como un espectador extrañado, en los signos de estos tiempos.
Confieso que me costó trabajo comprender que no estaba ante una instalación de la XII Bienal cuando descubrí la irónica vecindad, la increíble yuxtaposición en las paredes de una popular tienda habanera de una gigantografía con el rostro de Fidel Castro y el no menos gigante primer plano de una hamburguesa, sonriente y pecosa de ajonjolí.
Una simple modificación en el atrezzo me descolocó. Otras veces el asombro salta con violencia desde adentro.
Hace pocos días me paralizó escuchar el discurso de abanderamiento de la delegación a los Panamericanos de Toronto. Era lo de siempre: el Enemigo acecha, será implacable, no debemos caer en sus fauces…; el Pueblo espera en vilo por sus héroes, no perdonará una traición… Algo así.
Yo no cesaba de preguntarme quién diablos es ahora el Enemigo; dónde está ese Pueblo de una sola pieza del que hablan. ¿Alguna vez existió? La arenga era la misma, mi estupor es lo relativamente nuevo.
Soy uruguayo, y visité Cuba recientemente. Les confieso que lo que vi me recordó a la sociedad que viví en mi niñez y que hoy todos los uruguayos añoramos. Nosotros no nos hemos privado de ninguna “modernidad” y ello no nos trajo prosperidad; todo lo contrario: en los segundos 50 años del siglo XX el país entró en caída libre y conocimos todos los daños colaterales (incluído un alto nivel de pobreza y miseria de la mayoría de la población). Hoy intentamos salir adelante pero hay enfermedades sociales que siguen medrando: alto nivel de criminalidad, consumo de drogas, pérdida de valores y un largo etcétera, TODAS ELLAS PRODUCTO DE NUESTRA MODERNIDAD INDISCRIMINADAMENTE INCORPORADA.
Los cubanos tienen una oportunidad muy especial, y espero que conserven ese actuar “de una sola pieza”, para usar la sentencia martiana e injertar sólo lo que les permita mejorar la cepa que supieron cuidar durante los últimos 50 años. El Enemigo sigue siendo el mismo, sólo cambió su disfraz.
Al decir de Silvio: te lo dice un uruguayo, te lo dice un amigo.
Tu estilo permanece tan engrasado como siempre
Siempre hay enemigos, cerca y lejos, fuertes y debiles. Quien parece amigo puede ser enemigo. Los peores enemigos son la inaccion y los espejismos que formemos nosotros mismos. Creerse tan importante como para ser el centro de la atencion de los norteamericanos es hacerse demasiado favor. Ellos tienen muchas cosas mas importantes de las que ocuparse. A Cuba le tiran por el reflejo de una cuchara. Las trincheras de piedras sirven a la dirigencia como justificaciones perfectas para inducir al miedo. Hasta el presente le han dado resultados pero el panorama cambia.
Maravilloso resumen, gracias x compartir tus reflexiones!
Solo alguien como usted ,Julio Acosta,que ha visitado nuestro pais y lo ha visto con los ojos de los que conocen lo que “ellos” llaman la modernidad, es capaz de valorar todo lo que hemos alcanzado y de lo que es muy fácil “despotricar” cuando gracias a eso han obtenido su educación, sus títulos universitarios…su vida.. y ahora se dedican a difamar sus problemas..aprendamos a ver la luz del sol y no sus manchas!