La de los arquitectos es obra visible y duradera, pero casi siempre anónima. Más allá de dos o tres nombres célebres, el resto de las firmas se pierde en el mar de piedra y madera que es una ciudad. He ahí la gran paradoja. Por un lado, la permanencia de lo creado; por el otro, el escaso reconocimiento público del creador. Hagamos la prueba, escojamos un edificio célebre de esta Habana, preguntemos el nombre de quien lo concibió. Lo más probable es que recibamos un encogimiento de hombros por respuesta.
Claro que el asunto tiene sus ventajas: de la misma manera en que no sale a la luz el creador de un hermoso edifico, tampoco lo hace el que perpetró otro espantoso. No obstante, sería un acto de justicia tallar en piedra –como en determinados tiempos se hizo y hoy no se hace tanto- el nombre del arquitecto, en un lugar discreto pero visible, de la misma manera que un pintor firma su cuadro.
Es que la ciudad es una gran exposición, que nos encanta o nos agrede con su concepto curatorial (que en este ámbito llamamos urbanismo). La muestra es cambiante, pero apabullantemente rotunda. Obra colectiva, múltiple, una ciudad precisaría un rector, un director de escena que calibrara y armonizara; pero salvo en contadísimas localidades (Brasilia, quizás, el más famoso), tal empeño sigue siendo una utopía. Porque la arquitectura, más que otras artes, es ente vivo, demasiado sometido al imperio de las circunstancias.
Por eso deslumbra y encanta el espectáculo de una ciudad hermosa, que se ha ido armando y desarmando con el correr de los años y las gentes. Sinfonía de piedra, compuesta por centenares de personas de muy distintos estilos y talentos, sin demasiado orden ni concierto, y que sin embargo, se erige en un todo de peculiarísima personalidad.
Microcrónicas de Yuris Nórido