El poblado de Qana, al sur del Líbano y a pocos kilómetros de la frontera con Israel, ha sido confundido muchas veces con el sitio donde Jesús habría obrado su primer milagro. Pero sus características físicas no concuerdan con los evangelios.
El centro de Qana no es, como sucede en otras aldeas, un parque u otro sitio de intercambio social. Ese centro lo ocupa un cementerio. Es un espacio grande, donde dieciséis hileras dobles de sepulcros de cemento de cuatro metros de largo, todos iguales, recogen los restos de las 106 víctimas de la masacre que la aviación de Israel cometió en 1996, al destruir un edificio de las Naciones Unidas, donde se refugiaban las mujeres y los niños del pueblo.
El edificio está en una de las esquinas contiguas al cementerio y ha sido reconstruido parcialmente. No obstante, todavía se ven en sus paredes los letreros originales, de un gran tamaño, con las siglas de las Naciones Unidas. Perfectamente visibles para quien las quiera ver desde cualquier tipo de avión a cualquier altura.
Los pobladores rodean a los visitantes y les relatan lo que ocurrió. Fui varias veces y siempre me sobrecogió encontrar al mismo loco, que daba vueltas y vueltas sin hablar en torno a los visitantes. Había perdido a su mujer y sus hijos pequeños en el bombardeo.
Fueron víctimas del gatillo alegre de la poderosa fuerza aérea israelí, en una operación a la que llamaron Las Viñas de la Ira, como la novela de John Steinbeck. Intentaban ripostar a las acciones de las fuerzas de Hezbollah contra el territorio libanés que ocupaba Israel desde 1978: mil kilómetros cuadrados de los diez mil que tiene este pequeño país.
Los pilotos sabían que era una población inocente. Es la doctrina Dahiya, una vieja e institucionalizada práctica israelí. Atacar a la población civil para restarle apoyo a sus verdaderos enemigos.
Así habían logrado años atrás que el rey Hussein de Jordania ejecutara una suerte de noche de los cuchillos largos, conocida como Septiembre Negro, contra el movimiento palestino que actuaba entonces desde ese país. Castigando, es decir, matando e hiriendo a civiles inocentes, jordanos y palestinos, hicieron que Hussein expulsara a la OLP de su pequeño reino.
Visité Qana por última vez en 2003. En 2006 volvió a ser bombardeada sin razón militar alguna durante la guerra entre Israel y Hezbollah.
Es la misma receta que están aplicando hoy.
Un país insólito
Beirut es una ciudad tan hermosa como caótica. Construida en la costa y con poco espacio hacia la cordillera montañosa que la rodea, la ciudad debe resolver urbanísticamente la complejidad confesional del país. Es decir, delimitar con cierto rigor las áreas ocupadas por las principales variantes religiosas que otorgan una peculiaridad insólita al país.
En el Líbano se reconocen dieciocho confesiones religiosas, doce de ellas cristianas, casi siempre del cristianismo oriental y poco conocidas en occidente; cuatro musulmanas, es decir, la sunita, la chiíta, los drusos y los alauitas y, aunque con representación muy pequeña, la judía y la iglesia copta ortodoxa.
El Líbano, junto a Israel y una parte de Siria, forman el lado oriental del Mediterráneo, y su historia y su vinculación no solo con Oriente, sino con Occidente, tiene que ver, como es lógico, con su ubicación geográfica.
El Líbano es originalmente el asiento de los reinos fenicios, activos comerciantes en el Mediterráneo, navegantes y fundadores de ciudades de trascendencia histórica como Cartago o Cádiz. Dieron nombre al continente —Europa es la hija del rey de Tiro, raptada por Zeus transformado en un toro blanco— y a elementos básicos de la cultura universal: del fenicio Gublas derivó el griego Biblos, para nombrar la pequeña ciudad puerto que aún hoy existe. (Libro, Biblia, biblioteca).
Líbano fue territorio de los cruzados. Como se sabe, las cruzadas fueron tanto una empresa espiritual como económica. Los cruzados estuvieron en el Líbano aproximadamente 190 años, desde finales del siglo XI hasta finales del siglo XIII. Durante ese tiempo, establecieron varios feudos y castillos. Y se establecieron en ellas muchas veces en alianza con jefes locales. Un ejemplo a la mano: un apellido notable en la política del país es Franjieh, es decir, Francos.
La cultura libanesa, híbrida y contradictoria, tiene un ojo que mira a Occidente y otro al mundo árabe al que pertenece.
Luego de formar parte del imperio otomano y vinculado por la historia y la genealogía a Siria, fue un protectorado francés hasta 1943, cuando se estableció la República libanesa.
De esa época data el llamado Pacto Nacional, que enfrentó la relación entre la diversidad religiosa, de gran peso político, y el poder, con una fórmula singular: el presidente del país sería siempre un cristiano maronita (la iglesia cristiana preponderante, afín a la iglesia de Roma); el primer ministro, un musulmán sunita; y el presidente del parlamento, un musulmán chiíta. El poder se organizaría en un sistema parlamentario donde la representación sería también confesional y tribal.
Los principales partidos están vinculados a familias, que se suceden en sus respectivos liderazgos. Así, el partido Kataeb es el partido de los Gemayel, el partido Futuro, de la familia Hariri, el Partido Socialista Progresista, que integra la Internacional Socialista, es básicamente drusa, y su fundador, Kamal Jumblat, fue sucedido por su hijo Walid, y este, aun activo, cedió la presidencia a su hijo.
Esta compleja y laberíntica fórmula, cuyo diseño parece perfecto, ha estado en el origen de todas las sangrientas desgracias que ha vivido el pequeño y singular país.
De esa fragmentación proviene también una desintegración identitaria, de las relaciones externas de la nación, de las ideologías. Y de la política interna, donde se cruzan los intereses confesionales con los tribales y, por supuesto, con los económicos.
Es un país contradictorio y un Estado débil, pese a ser centro de referencia para la cultura y las ciencias de toda la región; sitio de encuentro de todas las tendencias que lo rodean, tanto europeas como mesorientales. Y por supuesto, de las políticas estadounidenses.
El suburbio sur de Beirut
Cinco generaciones de libaneses, por lo menos, han vivido uno u otro tipo de guerra. Durante quince años, de 1975 a 1990, se desarrolló una guerra civil, que mezcló elementos confesionales con políticos, destruyó al país. Las huellas son todavía visibles en las paredes de los edificios de la ciudad que una vez fue conocida como el París de Medio Oriente.
He contado no menos de diez ejércitos que intentaron, sin éxito, mediar en aquella guerra, incluidos Estados Unidos, Francia e Italia. El ejército israelí aprovechó la ausencia de autoridad para invadir el país y lograr la expulsión de la OLP del territorio libanés. La resistencia popular lo obligó a retirarse.
Finalmente, en un momento en que el agotamiento se unió a la presión internacional, las partes en guerra, que no eran necesariamente las que la habían iniciado, acordaron la paz en la ciudad saudita de Taef.
El Líbano resultante de aquella catástrofe fue diferente. Los poderes del presidente maronita se recortaron, por ejemplo, y se fortalecieron los del primer ministro y el presidente del parlamento.
La miríada de milicias de todos los signos y colores, se desarmó —tener un fusil AK en la casa, me decía un amigo, era tan corriente como tener un televisor—, con la excepción de las formaciones chiítas Amal, en menor grado, y Hezbollah. Israel era el gran enemigo.
El segmento político minoritario cristiano, que llegó a firmar un fugaz acuerdo de paz con el país vecino, había perdido la guerra.
La nueva guerra
En 2000 había un nuevo escenario en el que el enemigo estaba más definido: Israel ocupaba el diez por ciento de la superficie del país en el sur. Día tras día, había escaramuzas y bajas. Las bajas de Hezbollah eran explicables. Luchaban por liberar el territorio ocupado. Para Israel eran más difíciles de justificar. Finalmente, Ehud Barak, el militar israelí más condecorado, convertido en primer ministro, tomó la decisión de retirar sus tropas y devolver aquella franja a los libaneses.
Fue una victoria sobre las todopoderosas Fuerzas de Defensa de Israel, por parte de Hezbollah, aclamada por casi todos los sectores de la sociedad libanesa.
La tensión se mantuvo. Hezbollah argumentó que un pedazo de tierra ocupado por Israel en el extremo este, más allá de la frontera, era tierra libanesa y no siria, así que había que proseguir la lucha.
En 2006, Hezbollah intentó repetir una operación que hasta entonces le había salido bien: capturaban algún soldado enemigo en la frontera y luego lo cambiaba por cien, doscientos, presos palestinos. Era una actividad casi siempre incruenta.
Pero las cosas salieron mal y el secuestro se convirtió en un combate, el primero de esta nueva guerra. En el terreno, a las poderosas IDF las cosas le fueron peor que a Hezbollah.
Pero entró en acción la fuerza aérea israelí. Hablamos de unos 750 aviones de todo tipo, con cazas F15, F16 y F35. Bombardearon no solo el teatro de operaciones sino el mismo Beirut, y dentro de él, el atestado suburbio sur, habitado por la población chiíta, generalmente la más humilde de esta ciudad anárquica y tumultuosa.
A fuer de sinceros, este bombardeo se unió a las contradicciones políticas internas y erosionó en cierto grado el apoyo a Hezbollah. Pero Israel debió retirarse sin lograr una clara victoria. La organización chiíta, en la narrativa más aceptada, le había vuelto a ganar otra guerra.
De nuevo en el suburbio sur
He hecho este recorrido porque las noticias actuales son demasiado parcializadas, según se lea una u otra fuente de los contendientes, y dan dos visiones diferentes de la marcha de los combates más fuertes que se dan entre Israel y una población árabe desde 1973.
En el suburbio sur están las oficinas de Hezbollah. Las que yo conocí estaban en un edificio tan ajado como los que le rodeaban, viviendas y comercios, con el mismo aire de descuido, con vías importantes como las que conducen al palacio presidencial de Baabda, o la que se inicia en el campamento palestino de Chatila. Al lado del otro campamento, el de Sabra.
La densidad poblacional es muy alta. El bombardeo contra los líderes o las oficinas de Hezbollah ya pasó, pero siguen bombardeando. No solo en el suburbio sur, sino también en zonas que no tienen nada que ver con la población chiíta.
Llamé a Beirut a una buena amiga. En un alarde de crueldad, los israelíes avisaron por Twitter, que su barrio sería bombardeado. Solo le dio tiempo a escapar. Mezclando llanto e indignación, me dijo:
—Dispararon contra mi edificio y contra el de al lado. Edificios de cinco plantas. Bombas inteligentes, que se revuelven en el interior de los edificios. Perdí mis cosas. ¡Perdí mi historia! Donde hubo dos edificios, ahora lo que usted puede ver parece un campo de fútbol.
Algo saqué en claro después de vivir con los libaneses casi cuatro años: no tienen miedo. Los israelíes lo saben también.
Solo una pura saña de lejanas raíces étnicas, convertida hoy en un racismo criminal, puede explicar la masacre de niños, mujeres y niños en Qana, en el sur libanés, o en el Beirut de hoy.