Uno de los números que con más frecuencia representábamos en los primeros años de NOS-Y-OTROS, a mediados de los ochenta, se llamaba “Los cortadores de películas”. Como el nombre abiertamente indica, abordaba la rutina de dos jardineros encargados de sustraer de una obra cinematográfica ciertos fragmentos como requisito previo al nihil obstat para su exhibición televisiva.
Los funcionarios comentaban indignados los trozos conflictivos –de carácter erótico o notoria incorrección política– y luego procedían a guardárselos en el bolsillo, “para que no cayeran en malas manos”. Ninguno de nosotros tenía entonces relación con el cine, pero suponíamos que así ocurría en ese-sitio-en-que-se-mutilaban-las-películas.
Fuimos muy duros con esos pobres trabajadores. Dimos por sentado que el censor, a lo largo de la historia y en todas las latitudes, pasa con rapidez del momento en que está convencido de que algún bien emanará de lo que hace a trabajar con la frialdad de los verdugos de Garaje Olimpo y disfrutar luego en su casa de lo mismo que tala y reprime.
Y eso que en este país le damos mucho más trabajo que en otras latitudes a los afiliados a tan esforzado gremio. En televisiones foráneas no se recorta tanto, se prefiere relegar a ciertos horarios los contenidos embarazosos o neutralizarlos con material equivalente pero de signo contrario. Es cierto, está el famoso pitido que sustituye a una four-letter word. Lo gracioso es que censurando la palabra se la resalta al mismo tiempo, pues la verdad es que más de la mitad pasarían inadvertidas si no fuese por el pitido. En la práctica, lo obsceno es el pitido.
Ahora bien, aquí los espectadores son muy injustos con los cortadores de películas, los llaman censores y, al descubrir alguna huella de su faena, atentan de palabra contra la higiene corporal de sus ascendientes sin reparar en que esos pobres empleados se adentran en un terreno al que no llegan otros. Hay individuos cuyo contenido de trabajo los lleva a eliminar bocadillos de una obra de teatro, sacar algunos cuentos de un libro de próxima publicación, incluso a desaconsejar la aparición del libro o el estreno de la pieza dramática.
Sin embargo, el cortador hace lo suyo después de que la película existe: no veta su exhibición, solo perfecciona el producto artístico; elimina porciones de una obra terminada, que su autor pulió y revisó hasta decidirse al fin a darla por buena, a lanzarla a la palestra. Ha sido investido de un poder que lo erige en protector de las frágiles e impresionables mentes de sus conciudadanos, indefensas ante las procacidades con que el artista pretende zaherirlos. Él y quienes lo arman caballero asumen que saben lo que conviene a la gente y lo que no, pero además lo que puede retirarse de una obra, no ya sin dañarla, sino para mejorarla, para hacerla más decente y comprensible a la inocente familia que se sienta a mirar la tele.
Vaya, que los espectadores y los artistas tendrían que estarles agradecidos. No es un crítico, ese ente retorcido y vengativo que siente un placer maligno al destrozar la película; no, el jardinero cinematográfico hace algo por el artista, perfecciona su obra, la torna más legible, más sencilla, vaya, minimalista. Da igual si es Steven Segal u Orson Welles, Titón o Roland Emmerich: el buen jardinero desmocha bodrios y obras maestras, no vacila en podar un clásico, atendiendo al principio de que los clásicos tuvieron su momento, pero el desdichado espectador tiene que vivir en el presente.
A veces creemos que ya no están, que desaparecieron, que se jubilaron o por lo menos que trabajan menos… Error. Esa gente no descansa, chico. No importa que el ciudadano común ya tenga otras vías para hacerse con las películas en su grosera versión original; ellos representan una tradición y una noble estirpe, madurada en los tiempos en que veíamos una obra cinematográfica en la tele y creíamos que siempre había sido así, aunque no entendiéramos algunas subtramas, devenidas incomprensibles a golpe de tijeretazos. Esa gente tiene respeto por sus mayores.
Éramos muy jóvenes e inmaduros, no entendíamos la gran labor que hacen esos cineastas potenciales, esos editores incansables. Gracias a ellos somos un país culto, trabajador y decente, donde nadie consume pornografía ni tiene videítos de esos en su computadora…
Eduardo, gracias por haber sido la semilla de ese gran filme llamado La vida es silbar
Coño compadre algun jardinero te corto el blog??????
Eduardo cerraste tu blog pero publicas en onCuba. Buena noticia.