Todos para uno, uno para todos

A comienzos de septiembre mi hija menor, Eva, comenzó la carrera de Historia del Arte en la UH, la misma que yo elegí treinta y cinco años atrás y de la cual me gradué un lustro más tarde. Transcurridas un par de semanas me llamó, preocupada, para hacerme una serie de preguntas relacionadas con la asignatura introductoria. Para empezar, cómo se puede saber cuándo un objeto es artístico y cuándo no.

Me resultó mucho más fácil explicarle cuándo no, porque el kitsch nos rodea, el mal gusto está en todas partes. No sé si en el indio hecho de sueño y cobre, pero desde luego en los trajes que se ponen los locutores y presentadores de televisión: con raras excepciones se trata de modelos que ya debieron ser viejos en la época en que Germán Pinelli era un mozalbete. Como el trabajo de aquellos es dar la cara al público, un criterio anquilosado y simplista de la elegancia (a saber, que un traje siempre viste, aunque el usuario parezca un tamal mal envuelto) los obliga a hacer el ridículo, a pugnar por mover los brazos enfundado en un indumento tres tallas por debajo de la suya. Está, también, en las tiendas consagradas a la venta de objetos aproximadamente decorativos (adornos, relojes, floreros, cuadros) donde reina el mal gusto más feroz, de tal densidad que casi tiene vida propia. No puedo jurarlo, pero apostaría a que vienen de sitios muy parecidos a esas tiendas de chinos que hay en todas las ciudades importantes de Europa y América. Sitios en que la mercadería barata se acumula por toneladas. Imagino algo como el almacén al que va a perderse el Arca de la Alianza.

Raro es el hogar cubano a salvo de esas manufacturas abominables contra las que ya rompiera una lanza Enrique Colina en su llorado documental Estética, de 1985. El fenómeno ya era grave en esa época, y ha ido a peor, porque ahora también vienen de afuera. Se pasó del mal gusto al parecer inherente al socialismo a rastrear y consumir el mal gusto del capitalismo.

Hay barrios habaneros como Alamar que parecen malditos: como si no le bastara ser una ciudad dormitorio, prácticamente huérfana de restaurantes, cines y teléfonos, también está cundida de adornos infernales, tapices de caballos en el río y perros humanizados jugando cartas, cuadritos con imágenes sacadas de una pesadilla manga, paisajes fotográficos retocados, multimuebles feos, de madera sintética o metal pintado, y con el concepto de pieza única que deben tener los sastres norcoreanos; relojes de pared hechos de plástico, pastorcitas y otros motivos dieciochescos de una mala pasta que imita la cerámica, y así ad infinitum.

Meditado o producto de la escasez y la improvisación, ese estado de cosas ha llevado a una homogenización del paisaje estético cubano y, en cierto sentido, a una homogenización del gusto. Y no sólo en lo que se refiere a la decoración de interiores: ahí están las telenovelas, los refrigeradores, las ollas… el criterio, como diría Zumbado, es lo funcional, vaya, lo que resuelve. Lo que resuelve en el momento y no lo que, aunque resulte más caro, tiene belleza y calidad hechas para durar.

Que unos individuos oscuros decidan comprar al por mayor basura kitsch para inundar las tiendas cubanas porque es más barata y es lo que la gente quiere, en lugar de ofrecer alternativas para que el cliente pueda escoger, es algo contra lo que habría que rebelarse. La campaña de alfabetización y las escuelas de arte estuvieron muy bien, pero no sirve pasar programas culturales en horarios de gran audiencia si uno debe verlos en un televisor Panda con perritos de yeso encima.

Pero ya Eva irá comprendiendo poco a poco…

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