¿Qué es, quién es el artista cubano de hoy? ¿El afortunado producto de las escuelas de arte? ¿Un vividor que ha encontrado la manera de pasarse la existencia vacilando, sin trabajar? ¿Un mecenas que, en lugar de irse a África a apadrinar niños como las estrellas de Hollywood, los tiene acá a la mano y abre espacios para ellos y los visita después de los ciclones?
Para el cubano común, el artista es desde luego un tipo con suerte. Se levanta a la hora que le da la gana, se pasa el día, aparentemente, sin hacer nada –esto es, soplando una cornetica, embarrándose de colorines en su estudio como un chama o aporreando un teclado– y la vida, injusta como es, lo premia con un montón de viajes, muchísimo dinero y sistemática presencia en los medios masivos. Y uno de bestia. Por si fuera poco, dice cosas por las que ese mismo ciudadano corriente explotaría como Cafunga, y al muy cabrón no le pasa nada. Algunos que se fueron han regresado tan frescos y retomado acá su fama donde la dejaron.
La imagen romántica del ente sufrido y apasionado que se muere de hambre antes de traicionar su arte, que desprecia a los mercaderes y es despreciado por ellos, que se decanta decididamente por el espíritu y reniega de la frivolidad y el lujo ha quedado atrás para ser sustituida, en la percepción popular, por la del tipo que triunfa en los negocios y ha sabido cogerle la vuelta al sistema, aportando la dosis tolerable de crítica pero siempre a la caza de la oportunidad para orear el alma. Nuestro estrellato es artesanal, de segunda mano, al ciudadano le parece engreído y ridículo el artista que no esté siempre disponible, que se crea cosas, que se haga el diferente, el profundo. Cuando se queja de sus problemas o dice ser una persona normal, los demás lo miran enarcando una ceja y pensando qué sabrá ese tipo de las verdaderas candelas de la vida…
Desde el punto de vista del poder, antes se consideraba traición, o poco menos, el excesivo flirteo del creador con los espacios internacionales. Ahora, por el contrario, es como si el Estado prefiriese que el artista se busque la vida por ahí, exponga sus piezas o baile o dé conferencias en sitios exóticos y deje de joder en suelo patrio. Conviene más el creador que tiene algo que perder, o bien que se larga de Cuba si se le pone el dado malo, que aquel otro cuya aspiración es, todavía, sacudir conciencias y generar iniciativas por acá. La Ley de Cine, por ejemplo. De quienes se quedan en su país, el poder espera que entonen loas cada vez que se les pida, que siempre estén disponibles para galas, homenajes o para realizar películas patrióticas; que no se enojen o se traguen su rabia si cualquier extranjero recién llegado –el equipo de Fast and Furious que en estos días ha rodado en La Habana, por ejemplo– recibe la atención y los permisos que los creadores nativos se las ven moradas para conseguir; que no protesten si sus criterios son ignorados y quedan sin respuesta sus demandas. Su rebeldía es tomada, en el mejor de los casos, por simpáticas excentricidades inherentes a la personalidad creativa; en el peor… bueno, puede que los medios masivos dejen de hablar de ti por un buen tiempo. En cuanto al artista emigrado, ya no se le borra de los registros como antes, solo se le deja en modo reposo, en baja intensidad, pues quién quita que tenga éxito y vuelva en unos años trayendo de la mano a unos inversores entusiasmados.
Dondequiera los artistas pueden ser incómodos, pero siempre se las arreglaron para encontrar su nicho, su zona de confort, una demanda social que satisfacer. En Cuba hay mucho talento, y todavía algunos nombres convocan multitudes, pero la mayoría de los creadores –y no necesaria ni exclusivamente los nuevos– busca atajos para el éxito, necesita triunfar rápido: la creciente marea de pragmatismo ha recortado la espiritualidad y convertido el arte en otra manera de luchar. En todo caso, parece bastante claro que ni la gente ni el gobierno sabe muy bien qué hacer con este grupo, dónde ponerlos o qué rasero aplicarles. Eso sí, todos se abrogan el derecho a piratear las obras.
No hay forma de ser un artista, escritor, intelectual orgánico, en tiempos de Revolución. Si no te pliegas obediente a las directrices y ordenanzas estatales, institucionales, dictadas por cientos de mediocres dirigentes y funcionarios, que sancionan lo que es estética e ideológicamente plausibles desde su perspectiva, eres condenado al ostracismo, descalifican tu obra, o peor aún, te sobornan con viajes al extranjero y prerrogativas recién adquiridas, como la de ejercer el derecho a la libre expresión siempre y cuando coincida o converja de algún modo con la retórica oficialista, única. En Cuba al menos es así, y lo fue también en los antiguos países socialistas que sirvieron de paradigmas a imitar de manera arbitraria, no es permitido el dispenso sin correr el riesgo de poner en peligro la integridad física del creador o al menos, su carrera profesional. En Cuba, no me parece mal, preferimos perdonar al hijo pródigo, eso sí, cuyos pronunciamientos en el extranjero o dentro del país no hayan sido lo suficientemente virulentos como para proscribirles la entrada a su país. Cualquier cosa antes de permitir que los díscolos artistas no dispuestos a pactar un voto de silencio cómplice cumplan con su deber inalienable de no estar de acuerdo, de oponerse a la injusticia y la estulticia. Imagino que ya habrás pasado más de una vez por eso Eduardo. Recuerdo el revuelo nacional a raíz del estreno de Monte Rouge. Poco ha cambiado desde entonces aunque parezca mentira. En cuanto a la Ley de Cine, por el momento, tal como está todo, la veo difícil de aprobar, por cuanto, el cine es un arte, es cierto, pero también una industria. de esta segunda parte es de la que se olvidan. Salud y suerte.
Solo no dijiste que los músicos en su gran mayoría comienzan a estudiar desde los 8 años con cargas impensables, donde no hay hora para el juego ni posibilidad después de haberte pasado mas de 10 años estudiando en cambiar de profesión, que sintiéndose bien, regular o mal tienen que salir a escena riendo y dando lo mejor de ellos al publico(yo que soy madre de uno por nada del mundo escogería esa profesión)que es al fin su razón de ser.
Nunca, en ningún sitio, la relación entre el auténtico artista y las instancias de poder serán totalmente armónicas. El artista tiene la obligación de expresar, sin sesgos, los temas que le inquietan, y la mayoría tienen naturaleza ontológica, aun aquellos que se inscriben en “lo social” o “lo político”. Las instituciones, cuya misión debía ser la de facilitar los procesos artísticos, no ponerlos a su servicio ni lucrar con ellos (monteraria o moralmente), pero siempre tienen la sartén por el mango: todo el poder (incluso el mediático) y el artista acaba aplastado o asimilado. Solo los grandes rebeldes salen airosos de esos retos, y no siempre sin lesiones. Te felicito, Eduardo.