Cuando las cosas salen mal o se hacen mal rápidamente todos nos quejamos, protestamos, le damos luz, con todo nuestro derecho. Pero cuando se hacen bien, o salen bien, a duras penas las decimos. Las despachamos con un tácito “así es” o “bueno, ese es su trabajo”.
Sin embargo, hoy no quiero hacerlo. Quiero hacer un reconocimiento público a dos personas que no conozco, pero que gracias a que hicieron (bien) su trabajo yo pude hacer el mío.
Hace dos días hubo una tormenta sorpresiva y tremenda que dejó gran parte de La Habana sin corriente eléctrica y con distintos incidentes. Mi casa fue una de las afectadas.
Mi vecino Humberto, electricista, hizo una rápida evaluación de daños y me dio el teléfono de la Empresa Eléctrica para que hiciera el reporte. Después de muchas llamadas no conseguí nada. Daba siempre ocupado.
Mi suegra hizo el reporte ella, por nosotros. Y luego mi esposa Lisset logró hacer un segundo reporte desde su móvil. Y ya está, a esperar.
Durante más de 24 horas esperamos y nada. Desesperados, la verdad.
Al fin llegó el carro de la Empresa Eléctrica. Alguien gritó mi nombre desde la calle. Salí. Dos trabajadores enfundados en overoles azules y con cascos estaban en un típico carro blanco con escalera sobre el techo. Eran dos eléctricos, inconfundibles. Le di la mano a cada uno y las gracias.
“¿Qué ha pasado?”, preguntó el chofer. Le conté todo: “después de la tormenta…”. En su cara descubrí cansancio y la certeza de que ese mismo cuento lo había ya escuchado muchas veces. Bajó del carro y sacó sus artilugios para inspeccionar el reloj contador de electricidad.
Ah, no lo he dicho: el otro trabajador, mientras yo conversaba con su compañero, almorzaba un poco de arroz amarillo con boniato y ensalada, con un termopac sobre las piernas. Eran las 5 y media de la tarde. Y a esa hora estaba almorzando.
Les pregunté si tomaban café. Positivo. Mientras Lisset ponía el café para ellos yo sostenía el artilugio del otro eléctrico para que midiera el voltaje de la casa. “Están caídos“, le gritó al que almorzaba, en una especie de lengua cifrada para mí, misteriosa.
Al rato, el trabajador almorzador ya había soltado el termopac y caminaba hacia el poste del alumbrado, para treparse en una escalera que su compañero había puesto en el poste, acarreándola al hombro, mientras él masticaba.
Yo decía frases cortas del tipo “del carajo”, “tremenda pincha”, “¿muchas incidencias?” Frases cuya única función era no ejercer de mero espectador, mirón y testigo. Uno de ellos estaba revisando mi reloj eléctrico y el otro en lo alto, en la escalera, manipulando cables. Ambos llevaban guantes, pinzas, cascos, grandes ojeras y grandes dosis de silencio.
Fueron 5 minutos. Tal vez más, pero no mucho. “Mira a ver ahora”, me dijo el conductor, que parecía el jefe. Yo entré en casa, encendí las luces y conecté los equipos. Todo bien. Ya olía a café en toda la casa. “Todo bien, ya está arreglado”, dije en voz alta.
Y escuché que el jefe le decía al otro: “ya está, bájate ya, tienen 122 con 122”. No entendí nada. Supuse que eran cifras buenas que garantizaban la estabilidad del voltaje. Fui a la cocina para ver si el café estaba listo. Efectivamente: Lisset hizo la magia de convertir un olor en un líquido negro inconfundible.
Salí a la calle y les llevé el café recién hecho. Ya la escalera estaba sobre el techo del carro y el chofer en su asiento. Para mi sorpresa el copiloto no había terminado de almorzar, estaba rematando su comida fría. Tomaron una taza de café cada uno y paladearon, literalmente, el líquido.
Mientras bebían, por la radio se escuchaban voces que hablaban de otros casos, de otras incidencias y daban órdenes o hacían preguntas. Yo los miraba con una admiración un poco tonta, porque no sabía qué hacer, cómo reaccionar ante aquellos dos trabajadores de la Empresa Eléctrica que hacían simplemente su trabajo bien hecho.
Eran, además, tan parcos en palabras. Supongo que el cansancio les impedía hablar mucho. Dije otra vez frases insulsas para acompañarlos. “Sí, muchísimo”, dijo uno de ellos. “Hay miles de incidencias”, dijo el otro. “Estarán desbordados”, dije yo, tan previsible siempre. Y ya no contestaron.
Se bebieron el café con todo el silencio del que fueron capaces. Les di las gracias. Les volví a dar las manos. Arrancaron el carro y se fueron. El copiloto seguía hablando por la radio. El chofer levemente movió una mano en señal de adiós y me miró de reojo. Yo ya tenía luz eléctrica. Ellos me dijeron que les quedaban cientos de casos por delante. ¡Cientos! Y eran casi las 6 de la tarde.
Cuando se fueron, me senté a escribir este texto con la sensación de que estos dos trabajadores anónimos (ni siquiera supe sus nombres), estos dos cubanos que hacían simplemente su trabajo, tan serios, tan profesionales, tan cansados, merecían al menos una frase. Un párrafo. Algo. Sobre todo, porque aquel día fue lunes primero de mayo: día feriado.
De no ser por la tormenta ellos hubieran estado en casa, con sus hijos, viendo la tele o revisando Facebook. Fue entonces cuando me dije: ”por si miran OnCuba en Facebook, les haré una décima”. Y salió esto. Que espero que les llegue.
Tras la tremenda tormenta
que afectó a toda La Habana
Ayer, desde la mañana,
Se quedó a oscuras Pimienta.
Hice el reporte. Di cuenta.
Rotura. Punto en el mapa.
Y esperé. Qué larga etapa.
Hasta que hoy, sin protestar,
llegaron hasta mi hogar
dos “superhéroes” sin capa.
Anónimos. Fatigados.
Ojerosos, algo hambrientos
y con lentos movimientos
vieron los desaguisados
de tantos cables mojados.
Y de qué rauda manera
subieron a una escalera
y me quitaron la cruz.
Ahora ya yo tengo luz
y ellos tienen otra ojera.
Gracias, por el buen trabajo.
Gracias por el buen hacer.
Gracias por recomponer
nuestro eléctrico relajo.
Gracias, así, desde abajo.
Gracias por tantos esfuerzos.
Somos de dos universos
distintos, mas me parece
que lo bien hecho merece
también su crónica en versos.