Un clásico instantáneo
Las herederas (Paraguay, Uruguay, Alemania, Brasil, Noruega, Francia, Marcelo Martinessi, 2018)
Las reseñas acerca de esta película no pueden evitar mencionar que sus personajes protagónicos sostienen una pasión lésbica. Pero no es Las herederas una historia sobre lesbianas. Ni un alegato de reivindicación de la diferencia sexual.
Cuando se objeta que las películas sobre sujetos homosexuales colocan en su centro narrativo la cuestión de la homosexualidad, y que ello no contribuye a normalizar la percepción que tenemos del fenómeno, sino a producir una visión zoológica y exotista, hay demasiada razón. Pues bien, con la opera prima de Martinessi estamos ante una película grande en ese sentido: su tema no es la homosexualidad, ni siquiera el deseo sexual, sino la libertad.
He ahí lo esencial de la apuesta. La historia de la relación entre dos mujeres al borde de la ancianidad, como son Chela y Chiquita, sirve de pretexto para hacer una radiografía del sentimiento conservador que todos abrigamos dentro. Chela, que se resiste a vender las posesiones que heredó de su familia –pero aún así lo hace– para ayudar a Chiquita a pagar una deuda, tendrá que soltar todo el lastre antes de descubrir que tales ataduras no sirven de nada.
Ese patrimonio del que se va desligando el personaje es también el imaginario y el museo material de la cultura patriarcal. Empezar a ver la casa vacía, de conjunto con la creciente soledad propia, hace que Chela advierta la posibilidad de aventurarse al mundo e, incluso, desear el amor de otra mujer más joven y liberada, que implica peligro.
Es esta una historia aparentemente pequeña, pero que alegoriza el Paraguay autoritario y conservador, así como la hipocresía a que nos empuja el orden social que aceptamos no cambiar. Se trata de una película contenida, de una puesta en escena tan estudiada, que los personajes masculinos solo aparecen como referencia y fuera de campo, o en segundo plano, fuera de foco incluso. Es una película de mujeres, con tres soberbias protagonistas a quienes la cámara trata como enigmas.
Y si bien es difícil elegir una actuación de entre ellas, la de Ana Brun (ganadora del Oso de Plata a la mejor actriz en Berlín) sobresale sin duda, en uno de los roles más complejos del cine latinoamericano reciente, pues su mutación es interna y nunca se desata, sino que es todo potencia. Y ojo con Ana Ivanova, cuya fuerza erótica casi provoca vértigo.
Martinessi sorprende con una opera prima extrañamente madura, soberbia por su planificación y despliegue formal, pero sobre todo por cincelar a actrices que no conocíamos y ahora no podremos olvidar.
Estamos ante una nueva obra grande del cine latinoamericano, en la corriente de Whisky (Uruguay, Juan Pablo Rebella, Pablo Stoll) antes que de Gloria (Chile, Sebastián Lelio), con quien se la ha comparado por razones temáticas más que de intención profunda.
Las herederas no tiene nada de melodrama ni de crowdpleaser, y sí de invitación a entrar a un universo donde la transgresión es palabra prohibida. Martinessi sorprende cuando confiesa que la hizo bajo la influencia del cine de mujeres de Fassbinder y Haynes. Bravo por él.
Tenemos en Paraguay una cinematografía que madura, como si siempre hubiera estado allí mientras nosotros mirábamos a otra parte.
La piel y la cabeza
Miriam miente (República Dominicana, España, Natalia Cabral, Oriol Estrada, 2018)
Por coincidencia, esta es también una historia de mujeres, así como una película de una cinematografía que parece haber despegado definitivamente. Después de Cocote (Nelson Carlos de los Santos, 2017) y Carpinteros (José María Cabral, 2017), no hay equívoco posible con el cine de la isla vecina: allí se está produciendo hoy parte de lo mejor del audiovisual caribeño.
Pero las mujeres aquí viven otro momento de sus vidas. En concreto Miriam, la protagonista, está a punto de abandonar la infancia. Su familia está inmersa en los preparativos de la fiesta de sus quince, y para ello se enfrasca en toda clase de rituales pequeñoburgueses. Mientras, la niña tiene un amigo en su chat, un tal Jean-Louis, y el probable noviazgo con alguien exótico (acaso francés, se preguntan los mayores) levanta expectativas.
Pero Miriam, además de proceder de una familia de clase media, es negra. Esos datos, que no ocupan el centro del tratamiento, son el contexto sobre el cual se dibuja el ritual de paso de la adolescente: una sociedad mestiza, de fuerte penetración cultural, que no se encuentra sino en los valores euronorteamericanos que quiere imitar, y que calla muchos de los asuntos que le afectan.
https://www.youtube.com/watch?v=_XqEBb3-3ak
Miriam es el eje donde se cruzan esas tensiones. Su madre le celebra el afro estirado en su fiesta de celebración (“ahora sí tienes bonito el pelo”); Jean-Louis resulta ser un niño negro, haitiano acaso, al que Miriam prefiere ignorar durante su primer encuentro; el padre negro de Miriam le enseña a escuchar a Oscar de León, mientras su familia la obliga a ensayar un vals…
Pero Miriam y su amiga más cercana prefieren tararear “Las pequeñas cosas”, de Las Chicas del Can, excelente descripción de la clase de espíritu sensualista y amable que portamos los caribeños. Esa canción resulta un comentario que funciona como trama alegórica de lo que de veras interesa observar a Miriam miente: la dificultad de crecer entre el tejido de una cultura que corta las alas, obliga a simular para encajar, ser aceptado. Otra vez, la libertad en el centro del discurso.
Para abordar este asunto, Cabral y Estrada escogen estar muy cerca de los personajes. La puesta en escena tiene una inclinación reminiscente de su trabajo documental previo (Tú y yo y El sitio de los sitios, donde aparecían ya algunos de estos temas), y prefiere el plano largo, los diálogos sin énfasis, la composición en plano general y estar muy cerca del personaje, además de no temerle a los tiempos muertos.
Ello contribuye al misterio de Miriam miente y también a su invitación a que el espectador descubra al personaje a través de lo que hace, más que por lo que dice. No obstante, ciertos énfasis pudieron haber contribuido a que algunas situaciones dramáticas no reposaran solamente en el tratamiento contemplativo y observacional; pudo limarse el guion para que otras no resultaran reiterativas, y se nos dejara saber más sobre personajes como el padre o la madre de Miriam, en vez de subrayar a otros menos interesantes como el tío, que se convierte en uno de los caracteres más discursivos del largo, y cuyo valor es sobre todo informativo. También, esa agudeza pudo salvar momentos en que las actrices adolescentes no están del todo bien.
Miriam miente insiste en el interés por contar historias que tienen por centro a niños y adolescentes, creciente en el cine de la región. Y en apostar fuerte por una clase de tratamiento que de tan local termina siendo universal. Sin proponérselo, es una película tan dominicana como las comedias de Fausto Mata. Y más.
Una de cárceles
La noche de 12 años (Álvaro Brechner, Uruguay, España, Argentina, Francia, 2018)
No es la típica película de prisiones. Porque no tiene por anécdota una historia de cárcel común y corriente, sino la de tres célebres militantes revolucionarios uruguayos que en 1973 fueron apresados por la dictadura militar de ese país y “olvidados” en reclusión para que perdieran la razón.
O sea, al no tratarse de una situación carcelaria común, el guion de la película de Brechner estaba obligado a hacer un acto de imaginación supremo. Por suerte, contaba con el libro en que se basa: Memorias del calabozo, de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, dos de los protagonistas originales del encierro de doce años, que también padeciera el ex presidente uruguayo José “Pepe” Mujica.
Visto así, se estaba contando una anécdota importante de la historia política contemporánea de Uruguay. De ella salieron tres líderes destacados, que padecieron como poca gente el aislamiento y la violencia, pero que sobrevivieron a la experiencia más politizados y, por cierto, sin resentimiento.
La reconstrucción de los hechos que hace Brechner da lugar a una película que se disfruta, que posee valores comerciales, que se comunica con cualquier espectador y habla un dialecto cercano al género carcelario del cine clásico, con entradas y salidas a otros registros. Los personajes, si bien víctimas de lo inenarrable, provocan simpatía e indentificación sin golpes bajos.
Sus problemas son, no obstante, que luego de su primer tramo, se vuelve reiterativa. Algunas de las situaciones dramáticas ganan efectividad a costa de la verosimilitud, y el metraje de más de dos horas no favorece el impacto duradero, sino que lo adormecen. Además los episodios en flashback son de una puesta en escena fácil y plana.
Sin embargo, hay una cosa que se llama memoria histórica. Y el cine tiene el potencial suficiente para producir una idea del pasado que se proyecte hacia el presente arrastrando consigo una noción de continuidad. La noche de 12 años no lo hace del todo mal.