El filme de mi vida: Una película bonita
El filme inaugural de la 39na. edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana es una película bonita. El filme de mi vida (Brasil, Selton Melo) es el regreso a la dirección del conocido actor. Ahora con una pieza de época, ambientada en las sierras del sur brasileño en 1963. Aunque, si uno no está advertido, esta podría pasar por una película francesa de domingo.
Basada en la novela Un padre de película, de Antonio Skármeta, cuenta el ritual de paso de Tony Terranova, un joven ingenuo, romántico, amante del cine y la poesía. Su padre, de origen francés, y cuya figura ejerce una fascinación casi enfermiza sobre él, ha abandonado a la familia sin razón aparente. A ese primer misterio ha de enfrentarse Terranova en un pueblito lleno de gente salida de un universo más literario que creíble, una suerte de Europa sembrada en medio de la geografía brasileña, gente blanca, linda, muy bien vestida.
La fotografía del maestro Walter Calvalho es magistral y decisiva en la producción de ese entorno mágico, con sus tonos rojizos y contrastes evocadores. Es el tipo de foto que no aspira a dejar ningún misterio en el paisaje. La reconstrucción de época y el diseño de producción resultan de un formato industrial, aupado por la visión de cómo debe ser el cine según Globo Filmes (hija de la multimedios brasileña), más la participación de Metro-Goldwyn-Meyer y la distribución a cargo de Orion. El resultado es así un masaje visual, una feel good movie.
Como se trata de una apuesta bien estilizada, con un guion sin fisuras, que quiere llenar todos los agujeros posibles, el homenaje al cine se trenza con el reclamo del padre en el empleo de Río Rojo (Howard Hawks, 1948) como paratexto. El acceso a la madurez, así como el saldo de la deuda con la figura paterna, pasa aquí por la adquisición de una masculinidad cuyo paradigma es nada menos que… John Wayne. Hay que ver a Tony Terranova transformarse en un machito estilo James Dean, con moto y todo, en el momento en que tiene sus primeras experiencias sexuales y se convierte en un castigador. Hay que ver además ese pimpollo en flor que interpreta Bruna Linzmeyer, la muchachita enamorada.
Lo decorativo del funcionamiento formal de El filme de mi vida es de índole comercial. Se trata de uno de esos productos que las grandes cinematografías latinoamericanas buscan colocar en el mercado global. Nada de gente sucia, ni de problemas sociales. Menos, de dejar finales abiertos u ofrecer percepciones pesimistas. Para eso está la mayor parte del concurso, aquellas películas del sufrimiento que mucha gente prefiere no ver. Para sufrimiento, dicen, la vida que llevan.
El Festival no debería olvidar su compromiso con el cine como gesto militante. O sea, con el cine-cine: su perfil editorial. Eso que lo convierte en un festival único, eso que le debería otorgar personalidad propia. La demanda populista es asunto con lo que nunca debería contaminarse.
La cordillera: Un thriller con Darín presidente
La cordillera (Argentina, Santiago Mitre) quizás sea la película más industrial del concurso. Entre otras cosas, porque su elenco es de respeto: Ricardo Darín interpreta el presidente de Argentina, quien viaja a una cumbre petrolera junto a otros dignatarios de la región mientras nubes oscuras se ciernen sobre su administración, amenazada por un escándalo de corrupción. Lo escoltan los chilenos Alfredo Castro (Tony Manero) y Paulina García (Gloria), así como el mexicano Daniel Jiménez Cacho, la también argentina Dolores Fonzi (La patota), la española Elena Anaya, el estadounidense Christian Slater…
Este thriller trae de vuelta a uno de los directores del cine argentino contemporáneo que ha encontrado en la política el centro de su interés. Mitre escarbaba en El estudiante la trama originaria de la participación militante y el nacimiento del clientelismo; en La patota, la huella de la exclusión y de la herida del subalterno en el cuerpo de su protagonista. Ahora pone en escena una intriga palaciega, donde los semidioses del Olimpo estatal resultan meros títeres de intereses mezquinos, bajas pasiones y tramas geopolíticas.
La visión de la alta política en el caso de Mitre no tiene tanto que ver con la manera espectacular de Hollywood como con la noción de que las decisiones que se toman a nombre de las mayorías no tienen que tomar en cuenta sus intereses precisamente, sino asuntos mucho más oscuros. O sea, un thriller no tiene que ser un vehículo del descuido narcisista.
La cordillera es impecable en términos de puesta en escena y de tono. El problema mayor es de guion y de estructura narrativa. Porque su apuesta dramática quiere introducir lo político en lo personal, en una subtrama donde la vida privada del presidente Darín se cruza con la vida traumatizada de su hija (Fonzi). Ese pliegue, que es decisivo para la resolución del conflicto central (toda la parafernalia palaciega, incluida la cumbre, son meros pretextos para hablar del oscuro sentido de la moral humana), no funciona todo lo bien que debiera. Es una pena, pues La cordillera es una apuesta por un “gran cine” (léase: cine comercial) que funcione además como cine de compromiso, que asuma asuntos complejos de manera directa. O casi.
Joaquín: Historia no oficial sobre el presente
Joaquín (Brasil, Marcelo Gomes) cierra la serie “Libertadores”, iniciativa de las productoras europeas Wanda Films y Lusa Films para conmemorar el bicentenario de la independencia americana. De entre los seis largos realizados hasta el de Gomes (la mayoría insufribles) destaca el debate con la dimensión monumentaria de la historia. Máxime, tratándose de próceres y dignidades nacionales del tamaño de Simón Bolívar, José Artigas, José Martí, José de San Martín, por mencionar algunos. Nada más lejos de la intención de Joaquín.
El simple hecho de titularla a partir del nombre de pila de Joaquim Jose da Silva, “Tiradentes”, líder de la primera intentona independentista en tierras de Brasil contra la corona portuguesa, en el siglo XVIII, lo hace evidente. Y la primera secuencia: bajo un aguacero bestial, una cabeza cercenada clavada en una púa, exhibida en plaza pública, nos habla. Dice ser el “mártir de una insurrección que fracasó (…) Sin embargo, en Brasil hay un feriado en mi homenaje. Los niños me estudian en la escuela.”
El relato fílmico ilustra la banalidad de un proceso de adquisición de conciencia. “Tiradentes” es un alférez al servicio del rey de Portugal en tierras de Brasil, con ambiciones de ascender en la jerarquía militar para devengar un mejor salario y poder vivir fuera de la clandestinidad su idilio con la esclava Prieta. Una eticidad romántica impide al personaje ver la descomposición moral que lo rodea. Son sucesos inesperados –en general sin trascendencia– los que van sembrando en él la idea de habitar un mundo corrupto. Vemos un proceso de concientización, de anagnórisis lenta, aupado por la lectura de documentos que pintan la revolución de las Trece Colonias de Norteamérica como un acontecimiento histórico ideal.
El sujeto político que es “Tiradentes” no está solemnizado. Es más, el relato lo presenta como un biempensante conducido por ciertos potentados a ubicarse bajo el haz luminoso de la revuelta, a sacrificarse por una causa que lo abraza, pero que no entiende del todo. La Historia de los manuales es subvertida; la Historia oficial también; el sujeto común se transforma en el crisol donde estallan todas las tensiones de una época. El prócer no es necesariamente alguien preclaro; desde la perspectiva cínica del presente, podría tomársele incluso por un ingenuo.
Gomes hace una película sobre el significado de lo político como epifanía, como pasión irrefrenable que activa el dolor de una época y lo transforma en energía justiciera. O sea, hace una película sobre el presente, sobre la agonía de la política como territorio donde la pasión es demasiado a menudo una herramienta al servicio de intereses mezquinos. Supongo que quiera hablar del Brasil de hoy. O soy un malpensado…
Julio Machado debería merecer, por su interpretación en el papel protagónico, algo más que el aplauso del público.